La infumable resurrección de Adán
«Si mi orgullosa revolución reside en las obligaciones asociadas a la era digital en la que he nacido, casi prefiero agachar la cabeza»
Guardo libros de toda clase habida y por haber. Tomos viejos, algunos que parecen oler más a pólvora que a polvo, sobados sin contemplación, y otros nuevos, en los que todavía sobrevive el precinto. Estos últimos me desmayan, porque los enfoco y veo promesas. Incluso responsabilidades. Y, bueno, me tengo por un orgulloso irresponsable. Los primeros, en cambio, me magnetizan. Se alimentan de cuánta curiosidad reboso. Por eso acabo maltratándolos, humillándolos, como decía Nicanor Parra que había que hacer con la poesía. Aunque yo me dedique a ofenderlos en privado, y no en público, que era donde, según él, había que hacerlo. Mil perdones, Nicanor…
Esta gerontofilia bibliográfica consigue que me arrastre por libros exóticos. Bizarros. Pasados como las americanas de pana. Así caí, de nuevo y hace relativamente poco, en La ciudad automática de Julio Camba. Para los ilustrados con canas y arranques de mastín, sepan que soy plenamente consciente de la importancia del autor y su obra. Pero han de entender que entre los menores de treinta, de Camba se habla menos que de los descuentos de mantones en las Galerías Preciados.
Andaba yo, decía, releyendo al trotamundos villanovense, y sujetándome la mandíbula. Se me escurría al suelo del alucine. No recordaba la intemporalidad del tipo, la chanza de su birlibirloque narrativo, el esnobismo magistral con el que inmortaliza la tiña o la grandiosidad a su vera. Concluido el atracón de la obra, sólo pude pensar que, aun habiendo pasado casi un siglo desde que Camba parió esas crónicas de Nueva York, la cosa, -la cosa sustancial, al menos-, ha cambiado en cuatro pijadas. Los buscavidas ahora tienden la mano en LinkedIn, y no bajo carteles en la 5ª Avenida (o el Paseo del Prado), los trepadores llevan New Balance y el cansancio es más mental, que físico. Pero, vaya, si le censuran alguna información, y me dicen que La ciudad automática es un recopilatorio de textos pre-pandemia, casi que cuela…
Entonces, ahí estoy, dándole vueltas al tarro y pispándome de algo que, si bien intuyo, vuelvo a confirmar a ratos: la novedad no existe. Es un mito. Un espejismo -o una fullería-. Por mucho que se venda la desconocida cuadratura del círculo, iluminados más adelantados la idearon antes. Todo puede disfrazarse, desde luego. Una mona vestida de seda, con recursos y picardía, quedaría finalista en un concurso de misses. Ahora, quedarse mona, se queda.
Será esta epifanía tan obvia lo que me ha hecho sensibilizarme con cuanto, a mi alrededor, se tilda de novedoso. Que es mucho. Un huevo. Veo adanismo por doquier y, desde entonces, me brota un sarpullido cada vez que oigo la expresión «nunca antes». Ay, puñetas, ¡qué miedo le he pillado al «nunca antes»! El escalofrío me deja tiesas las cervicales.
«De esta descontrolada resurrección de Adán que me salpica, concluyo que lo fácil sería llamarlo ignorancia»
De la relectura de Camba, a esta parte, cuando me enfrento a alguien que dice haber descubierto el mustio aire yodado del mar, básicamente, porque es la primera vez que se desplaza hasta una bien pisoteada costa, me pudre. De pararme a desenterrar las raíces de la epidemia; de esta descontrolada resurrección de Adán que me salpica, concluyo que lo fácil sería llamarlo ignorancia. Más correcto, sin embargo, quizás sea decir -a pelo-, estupidez. U oportunismo; su versión rentable. Ya que cuando la bolsa suena, la responsabilidad se va de picos pardos. No digamos la humildad. Dando igual si el jamón es de plástico, mientras lleve chorreras.
Si no me creen, dense un voltio por alguna feria de arte moderno, modernísima, y verán que hasta lo que ha sido creado con herramientas de ciencia ficción, tiene el mismo ADN que unas ruinas arqueológicas. Lo nuevo no siempre es mejor, ni nuevo, de hecho. Y en cantidad de ocasiones se usa el adjetivo para justificar la bulimia de la propuesta.
Cuando algo es bueno, hiede a genialidad. Sobran los abalorios semánticos de estar a la última. Lo chasco, por el contrario, se intenta perfumar con el jazmín de la novedad, no fuese a ser que sin el ambientador a pino, quede revelado su corazón mediocre. Hay tantos estertores de lo cutre en el panorama cultural disfrazados con el aura de lo divino, que a veces cuesta diferenciar un ronquido de un aria. Igual que en el género cinematográfico de atracos. El golpe de efecto es tan sonado, que alcanza a empañar una narrativa, en esencia, más simple como el mecanismo de un chupete.
Volviendo a mi ejemplo, la serie Bellas Artes, protagonizada por un siempre colosal Oscar Martínez (hay que ver lo que me gusta la jeta de este tío), desnuda con gracia y genio el abrevadero de lunáticos, pobres en ideas, pero bacanos en recursos, que salpimienta la farándula artística. En ella se percibe lo promiscuo que es hoy -tal vez siempre- el adanismo. Como se deleita a todo trapo, llamando moderno cosas más pasadas que el limón, deshidratado al natural, de los confines de la nevera. Ahí es cuando te das cuentas que la ausencia de novedad, es la presencia más grande de la que gozan.
«Quien reconoce sus deudas con el pasado, rinde homenaje a quien es»
Dice mi padre, que el que lo hereda no lo roba. Lejos de malmeter contra Proudhon (sé que la propiedad es un robo, ¡pero quiero tantas cosas en este mundo!), cada vez entiendo mejor la frase. Quien reconoce sus herencias, sus deudas con el pasado, con la memoria de la historia, rinde sentido y necesario homenaje a quien es. A lo que hace. El que las barre al sumidero es un mangante. Un santo-trepa con hambre de llamar la atención.
Mirando alrededor, como comentaba, veo mucho personal; artístico, político o mediático, a remojo en la cascada adanista. Y, para mí, lo más llamativo de todo es que hay pocos, muy pocos avispados, señalándolo. Dando testimonio del hurto.
La semana pasada, tuve el placerísimo de compartir unos vinos con Mariví Ibarrola; patrimonio nacional, fotógrafa apócrifa, ojo privilegiado de la Movida y cañera de tomo y lomo. Estaba Mariví con otros agentes, músicos o cronistas, de los 80’s, y yo escuchaba como un fox terrier bien amaestrado. Sentí, por las historias, por la forma de narrarlas y el despiporre despachado, una reverencia que huyó de lo miserable de milagro. Soy, pensé, como me permito ser ahora, porque estos se zurraron por ser como querían ser antes… Me gusta creer que, reconociendo esto, espanto de la condición de ladrón. Veo, fardo así de mi herencia, y la celebro.
«Sean de la generación que sean, saberse deudor y no ratero de las herencias, es uno de esos desconocidos caprichos de la serenidad»
Una fastuosa y encantadora mujer, interrumpió la cháchara del apéro para dirigirse a mí. Resumiendo su intervención, quiso reconocer, a viva voz, lo interesantes que somos también los jóvenes. Al fin y al cabo, aseguró, «vosotros sois nativos digitales». Si mi gran desvirgue, me dije, si mi orgullosa revolución, reside en las obligaciones asociadas a la era en la que he nacido, casi prefiero agachar la cabeza. Poner oreja. Más allá de la semántica tecnológica, ¿qué guion voy a contarles del que no hayan oído antes, como poco de refilón, los diálogos?
Y, de tal manera, con mucho cariño e igual respeto, me empapucé varios vinos, intenté ir lo menos de listillo posible, barriendo de esa forma el adanismo que, como el tablero de Jumanji, me llamaba. José Ortega y Gasset, quien sacó mucho a relucir el término, hubiera estado orgulloso de cómo despaché esa «enfermedad inmadura» de autoproclamarme el colono original de… en fin, supongo que de las idiosincrasias de mi tiempo. Algo que, para finiquitar, les recomiendo.
Sean de la generación que sean, saberse deudor y no ratero de las herencias, es uno de esos desconocidos caprichos de la serenidad. Pruébenlo y luego me cuentan. Lo que ya les aseguro, vaya eso por delante, es que no serán los primeros. Como, huelga decir, no lo he sido yo al hablar de esto.