Sánchez Coriolano
«Sánchez ha sido el primero en levantar muros, calumniar y desvirtuar las instituciones para ponerlas a su servicio sin el más mínimo pudor»
Coriolano es una obra extraña, difícil de juzgar, incómoda, antipática incluso. Estrenada en 1607, fue la última de las tragedias de Shakespeare y cerró ese ciclo prodigioso que incluye Hamlet, El rey Lear, Macbeth, Otelo y Antonio y Cleopatra. En todas esas obras, el dramaturgo, como dijo Chesterton, nos mostró «grandes espíritus encadenados». Bajo la máscara del poder, hierve una humanidad con todos los matices morales imaginables. Lear es un viejo caprichoso y pueril que termina descubriendo el amor transformado en mendigo, coronado por la inmundicia del páramo. Macbeth es un calzonazos pero está dotado de una tremenda imaginación proléptica que anticipa siempre sus crímenes y que por eso nos obliga a vernos a todos como asesinos en potencia. Pero en Coriolano ya no hay grandeza de ningún tipo. Tanto los gobernantes como los gobernados son gentes despreciables, manipuladores y manipulados volátiles, movidos por intereses espurios.
Coriolano fue en el siglo pasado una obra muy polémica. En 1934, una representación en la Comédie Française terminó con una batalla campal entre fascistas y comunistas. Unos y otros veían en la tragedia una denuncia de su enemigo. Tras la guerra, los aliados la prohibieron en Alemania, pues los nazis la habían utilizado para justificar su ideal totalitario. El patricio T. S. Eliot, tan provocador como siempre, la consideraba superior a Hamlet, probablemente porque veía justificado en ella su olímpico desprecio por la plebe. A principios de los cincuenta, Bertolt Brecht trabajó en una adaptación de inspiración maoísta en la que el pueblo era el verdadero héroe. Brecht quería rendir homenaje a una revuelta obrera que tuvo lugar en el Berlín soviético en junio de 1953. Diez años más tarde, Günter Grass haría su propia versión, pero esta vez para denunciar el papel de los intelectuales frente al comunismo y su idealización de las masas. En 1959, Laurence Olivier protagonizó un sonado montaje en Stratford en el que acababa colgado de los pies, en recuerdo de Mussolini.
Tanta variedad interpretativa demuestra que en esa tragedia Shakespeare abordó un problema recurrente de las democracias en crisis. Cayo Marcio Coriolano es básicamente un personaje vacío, carente de interioridad, que termina por contagiar su vacuidad tanto al pueblo como a sus compañeros. Lo único que le mantiene en pie es su orgullo, la fe en su propio mito. Cuando Roma le da la espalda, no vacila en ponerse al frente de los bárbaros para invadir su propia ciudad. En lugar de renunciar y exiliarse, como podría haber hecho, elige seguir luchando, sin importarle las consecuencias de su temeridad. Aunque desprecia profundamente a la plebe, no duda en darle coba si es necesario, aunque al día siguiente la vuelva a llamar «jauría de perros» porque siente que ya no cuenta con su favor.
El nuevo y deplorable espectáculo que Pedro Sánchez nos ha regalado estos días podría verse como una versión posmoderna de Coriolano. El presidente no resiste la comparación con ninguna figura trágica, puesto que toda su actividad pública es esencialmente ridícula. Pero comparte con Cayo Marcio una misma inanidad capaz de ponerse al servicio de cualquier causa mientras le sirva para convencerse de que sigue al mando. Al mismo tiempo, tiene la habilidad de infectar a los ciudadanos y sus colegas con su propia insustancialidad. En estos cinco días de abril, si bien se mira, Sánchez se proclamó a sí mismo soberano. Su carta al pueblo –redactada por cierto con un estilo penoso y escolar, perfecto trasunto de su pobre oratoria–, se publicó sin membrete oficial, prueba de que ya no reconoce intermediarios entre él y la masa. Y su teatral visita al rey para comunicarle que no había nada que comunicar fue en el fondo su manera de confirmar el estado de excepción que había promulgado. Como dijo Carl Schmitt, «soberano es aquel capaz de dictar el estado de excepción».
Pues bien, mientras todo esto ocurría –uno de los episodios más graves y bochornosos que hemos vivido en esta democracia–, la mayoría de la opinión pública se creyó el burdo chantaje emocional que el presidente trovadoresco lanzó. Daba risa leer a columnistas de todo pelaje admitiendo el «factor humano» y dejándose conmover por ese corazoncito que de pronto había empezado a latir bajo el pecho de hojalata. Por supuesto, la Cultura se movilizó enseguida al son de los vagidos de Pedro Almodóvar. En apenas unas horas, el país entero se había convertido en un mar de cursilería y obscenidad sentimental. Sánchez había conseguido lo que quería. Utilizar a su favor la podredumbre que domina el mundo virtual para relanzar su maltrecho liderazgo, tal y como viene haciendo, por otra parte, desde que se hizo con la secretaría general de su partido. El lunes, por supuesto, las lágrimas se convirtieron en hiel. Pero eso ya no le importaba a Cayo Marcio, que había visto refrendada su estrategia a costa de la imbecilidad colectiva.
«En apenas unas horas, el país entero se había convertido en un mar de cursilería y obscenidad sentimental. Sánchez había conseguido lo que quería. Utilizar a su favor la podredumbre que domina el mundo virtual para relanzar su maltrecho liderazgo»
Shakespeare leyó muy bien a Plutarco para escribir sus obras romanas. El punto débil de Coriolano es su excesiva dependencia emocional de su familia, sobre todo de su madre, la persuasiva y locuaz Volumnia, que logra convencer a su hijo de que no prenda fuego a Roma. En la Antigüedad, la esfera pública debía quedar por completo a salvo de la privada. Recordemos a Héctor en la Ilíada rechazando los ruegos de su mujer para que no se enfrente a Aquiles y deje huérfano a su hijo. Andrómaca se aleja luego llorando, entropalizómene, dice Homero con ese participio maravilloso, «sin dejar de mirar hacia atrás». En cambio Coriolano termina obedeciendo como un niño a su madre y eso precipita su ruina. El mismo fervor bárbaro que antes le había aupado acaba por despedazarle, siendo al final víctima de una muerte antiheroica.
Sánchez ha querido convertir las investigaciones judiciales sobre los tejemanejes de su esposa –punibles o no parecen como mínimo reprobables–, en una cuestión sentimental. Es decir, un problema público de presunto nepotismo se ha exhibido como causa privada y emocional. Al hacerlo, el presidente se ha puesto a merced de las arenas movedizas de las pasiones, algo tan insensato como peligroso. La polis nació precisamente para abordar todas aquellas cuestiones que quedaban fuera del oikos, de la casa, ámbito reservado para las funciones del cuerpo, el reino de los esclavos. En ese sentido, la operación de Sánchez es el perfecto ejemplo de cómo en nuestro tiempo se está liquidando la política entendida como espacio de la palabra y la razón.
Hoy el país está más dividido que nunca, gracias en parte a la actitud irresponsable y pueril del presidente. Unos ven una ofensiva ultra contra el Gobierno de coalición y otros el desmantelamiento de la Constitución por parte de Sánchez y sus socios. Pero hay algo al menos en lo que todos están de acuerdo: la democracia se está destruyendo. Como en los años treinta del siglo pasado, Coriolano sirve para escenificar una situación política y social en la que todos son enemigos y ya no hay apenas common ground. Sánchez ha sido el primero en levantar muros, calumniar y desvirtuar las instituciones para ponerlas a su servicio sin el más mínimo pudor. Eso no exime de responsabilidad al resto de la sociedad, pero desde el lunes sabemos que el presidente ya ni siquiera gobierna para los suyos sino tan solo para sí mismo. Como Coriolano, de él se podría decir que es a kind of nothing («una especie de nulidad») que pretende to stand / As if a man were author of himself / And knew no other kin («quedarse / como si fuera el hombre autor de sí mismo / y no reconociera a ningún pariente»).