Quieren los toros porque quieren la tradición
«Buscan seccionar el hilo que me conecta con el hogar que me crió, con los valores que me inculcaron, con la mano que un día me protegió bajando a la plaza»
El pueblo de esa Castilla profunda y azoriniana en el que crecí es uno de esos pueblos a los que les quedan pocas cosas que no sean tradición. Allí se siguen metiendo los pies en el brasero las noches de invierno, y continúan sacando las sillas de paja al fresco en las de verano. No dejan de utilizar la olla de barro para el cocido, ni el hacha para la leña, ni la cacharra para llevar la leche a casa, ni las banquetas de madera para sentarse o la azada para limpiar el corral.
Por estos pueblos flota más el alma melancólica y sincera de Miguel Delibes que los acordes mainstreams de C. Tangana. Se juega al frontón y a la calva, se apostilla la sobremesa con una brisca o un tute, se bebe el vino en un vaso bajo y se come siempre en plato hondo. Este pueblo no vive de modas ni de tendencias, sino que se alimenta, a menudo, de aquello que le funcionó al padre y a la madre, de costumbres que no se quieren perder porque, gracias a ellas, el mundo es hoy su mundo.
«Buscan cercenar el nexo con aquel pueblo donde la crianza y el bienestar animal eran la base de su economía»
En esa tradición, mi memoria me trae hasta este folio un día muy concreto. Es la mano callosa y arrugada de mi abuelo, que sujeta con fuerza la mía, por otro lado, todavía tersa e inocente. Los dos bajamos camino de la plaza. Han colgado banderines y guirnaldas por la calle. El sol de verano le da a todo, a las paredes, a las aceras, a los caminos y a las gentes, un color mucho más agudo, un color memorable. Al llegar, mi abuelo me coloca junto a las talanqueras -no sé si el diccionario de la RAE acepta este término-, y entonces, resguardados, comienza la espera. Por allí va a pasar el encierro, pero antes nos saludan amigos de mi abuelo con su bota de vino y su mendrugo con queso, acompañados de sus nietos, nietos que quizás hoy también almacenen en su memoria recuerdos como estos. Si tuviera que definir aquel día con una sola palabra, elegiría «comunidad» o algún sinónimo probablemente más certero. Nunca me sentí más arropado por gente afín como entonces.
Leo que el Ministerio de Cultura ha tomado la decisión de eliminar la tauromaquia de la lista de premios nacionales que otorga anualmente, en un esfuerzo notable por liquidar la, según sigo leyendo, horrible tradición relacionada con los toros. Pienso entonces que no buscan tanto el bienestar animal, por supuesto, cuanto cortar de raíz ese recuerdo que hoy llega hasta los párrafos de este periódico. Buscan seccionar el hilo que, gracias a la memoria, me conecta con el hogar que me crió, con los valores que me inculcaron, con la mano que un día me protegió bajando a la plaza. Buscan cercenar el nexo con aquel pueblo donde, dicho sea de paso, la crianza y el bienestar animal eran la base de su economía.
No voy a una plaza de toros desde hace años, cuando el gran Chapu Apaolaza tuvo a bien invitarme, pero estoy seguro de que se siguen abarrotando, creando esa piña de la que intento hablar. Porque si alejo un poco el microscopio, en otro plano intentan eliminar a su vez parte de la esencia del país. Buscan eliminar reminiscencias grecolatinas y cristianas relacionadas con el mito, buscan eliminar a Goya, a Picasso, a Alberti, a Bergamín. Buscan imponer, en resumen, un nuevo paradigma lejos de aquel sobre el que un día, cuando la memoria aún seguía limpia, crecimos.