Odio, servidumbre y Sánchez
«Si sus feligreses hubieran castigado la mentira la primera vez, hoy no tendríamos a un presidente narcisista que empuja al país al enfrentamiento»
La narrativa del odio que está vertiendo el sanchismo sobre la derecha, los medios que informan libremente o los jueces que cumplen su función, solo tiene una explicación. La inoculación del odio al adversario en el electorado socialista borra la capacidad de raciocinio al regalar una justificación emocional frente a la corrupción, el populismo o el autoritarismo del Gobierno.
Cuanto más desprecio consiga el sanchismo trasladar a sus simpatizantes y feligreses como algo legítimo ante los controles democráticos o la información, más fácil será eludir la responsabilidad. Si Sánchez logra que los suyos crean que denunciar las irregularidades de su señora y abrir diligencias son cosas «ultras» y del lawfare, no habrá condena firme que lo retire de la política ni tendrá repercusión electoral. De ahí vienen las declaraciones vergonzosas de Teresa Ribera, candidata del PSOE a las europeas, vinculando el intento de asesinato del presidente de Eslovaquia con la vida política y judicial de Sánchez.
El relato del odio que despide el sanchismo responde a la lógica de la política de masas con estilo populista. Consigue que el elector empatice con su líder atacado por los «malos», con el pobre caudillo bienintencionado, que es acosado en lo más íntimo, en su hogar, y deposita su voto como un acto de justicia. El votante se alista de esta manera en el batallón de los defensores de su líder, incluso por encima de la ley, la Constitución, la razón democrática, los mecanismos que la sostienen, y su espíritu. Ese ciudadano se olvida de que el político es su servidor efímero, y que, como humano, se equivoca o delinque. Cuando esto ocurre se convierte en un siervo voluntario.
Sánchez ha acostumbrado tanto a los suyos a la servidumbre que asumen cualquier discurso como algo natural por muy incoherente o teatral que sea, y otorgan un apoyo ciego. «Es la costumbre -escribió La Boétie- la que consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre». Sus feligreses renunciaron a la soberanía de su inteligencia individual cuando le votan a pesar de que en la intimidad lo critiquen o les parezca nocivo. Si hubieran castigado la mentira y la demagogia la primera vez, o la segunda si acaso, hoy no tendríamos a un presidente narcisista que empuja al país al enfrentamiento por beneficio propio. Por esto, entre otras cosas, la izquierda ha perdido la palabra «libertad» y su esencia, que es la individualidad, para correr a entrar religiosamente en cualquier colectivo que alivie su necesidad tribal o el vértigo que produce la construcción libre de su personalidad.
«Quien primero puso el odio en la vida política española fue el Podemos inicial, aquel de Iglesias, Monedero, Errejón y compañía»
Ese odio de la narrativa sanchista procede del giro del PSOE a la extrema izquierda. Quien primero lo puso en la vida política española fue el Podemos inicial, aquel de Pablo Iglesias, Monedero, Errejón y compañía. Usaban un lenguaje particular con nuevos significantes para definir la situación, tal y como hace ahora Sánchez. Por eso utiliza el presidente del Gobierno utiliza sintagmas ridículos como «máquina del fango», «pseudo-medios» o «derecha y ultraderecha» constantemente. Es propaganda tóxica. La idea es proporcionar las palabras para que los electores interpreten la situación tal y como se desea, que es odiar al adversario, legitimar cualquier tipo de política, y excusar los delitos.
Unos ejemplos. Ese odio sirvió para justificar escraches a políticos de la derecha o cercar el Congreso de los Diputados cuando gobernaba el PP, pero también sirve para disculpar entre los suyos la filtración de datos personales de la pareja de Ayuso. Lo hicieron los podemitas en su día usando todas las herramientas del populismo adaptado a la extrema izquierda, y vivimos entonces días de odio muy complicados. Ahora Sánchez se los ha robado.
Ese odio se combina con el victimismo para generar aún más rechazo al odiado. Sánchez se presenta como una víctima -véanse las tres entrevistas concedidas desde la carta a la ciudadanía– para alimentar el repudio al otro y justificar su política. Así, mientras insulta pide moderación y sosiego. En realidad, el nivel de odio es un termómetro: si destila mucha aversión a la derecha, los medios y la prensa en sus declaraciones, es que prepara algo muy fuerte, que puede hacer temblar los cimientos, como un pacto con Puigdemont o la amnistía antes de tiempo. O que quizá teme que Begoña Gómez, su esposa, sea citada como imputada en el caso de tráfico de influencias.