El viento de Arroyo-Stephens
«Nos ha dejado unos cientos de páginas de una prosa de primera, natural, profunda, a un tiempo luminosa y sombría, con destellos poéticos, casi místicos»
Solo visité una vez a Manuel Arroyo-Stephens. Lo hice en compañía de Pilar Álvarez, que lo visitó muchas veces, hasta el final. Fue a últimos de julio de 2019. De aquel día es la foto que ilustró su obituario un año y medio mes después. Yo me di un paseo por el campo de la casa, que daba al monasterio de El Escorial, a lo lejos entre los árboles, mientras ellos trabajaban en los escritos que se han publicado ahora: De donde viene el viento. Textos inéditos reunidos (Acantilado).
Los he leído esta semana, con emoción y admiración. La idea engañosa de que el autor murió con una obra inconclusa (compuesta por este libro más Pisando ceniza, La muerte del espontáneo, Mexicana y algún otro previo) hay que refutarla con la plenitud de lo que ha dejado: unos cientos de páginas, no llegan a mil, de una prosa de primera, natural, profunda, a un tiempo luminosa y sombría (la sombra del cuerno, como escribió Michel Leiris), con destellos poéticos, casi místicos, y a la vez material (empezando por la materia de las palabras), ligera y con el secreto de la narración. Este consiste en que el lector quiere saber en cada frase qué pasa en la siguiente, sea lo que sea; más que por lo que se cuenta, por la manera de contarlo. Aunque lo que se cuenta es la vida y vale.
«Era un romántico, un metafísico, de estirpe anglosajona; sin dejar de ser muy español»
Son textos dispersos. A la última parte de De donde viene el viento tiene la coquetería de titularla Desperdicios, que son deliciosos. Le resume viajes por Oriente (Japón, China, Vietnam) a su amigo Polifilo (así me consta que llamaba a Azúa), consigna las memorias de un conejo y habla de su pasión por la oropéndola. Esto sobre tales pájaros da la talla del hombre: «Esperaba ansioso su llegada y una mañana de principios de mayo, cuando iba a salir de viaje, volví a oírlas. Acababan de llegar esa noche. Retrasé mi viaje para disfrutar de su canto unos días». Era un romántico, un metafísico, de estirpe anglosajona; sin dejar de ser muy español.
Antes hay relatos con más lugares: Oporto, Berlín (Hamburgo), Sevilla (junto a un amigo eternamente moribundo), el aeropuerto de Londres. Y la historia de «un hombre de negocios» que recuerda a los personajes excesivos de Mexicana. Y la del propio Arroyo como librero y editor en los tiempos de la clandestinidad y la transición a la democracia, con la publicación de sus cuatro Quijotes, aunque aquí solo salen dos (esta historia se parece a las de Pisando ceniza). Y al comienzo del libro, inaugurándolo y casi cerrándolo por arriba, su texto descomunal, una obra maestra de 70 páginas: Mi madre es una trucha. No se ha escrito nada igual en español y está ahí metida toda la literatura española.
Es un relato raro, áspero, como torturado, catártico, de algún modo inasible; y suave: difícil y fácil. La vida y la muerte están ahí metidas, en alto voltaje. Con un vuelo lírico a rachas que no pisa el suelo, como su amada oropéndola (que también aquí aparece), y con caídas deliberadas, anticlimáticas, rozando lo chusco. Hay una comprensión tragicómica de la existencia, como en nuestra mejor tradición: no retórica sino salida de dentro. Dolorosa, libre, alegre. Escribe: «A mí lo único que me importa es la muerte. Sé que estamos aquí para eso, para vivir nuestra muerte. […] ¿Por qué lo que vivimos en la infancia tiene tanta fuerza, por qué nos vuelve o volvemos a ella? Porque solo miramos el mundo una vez y lo demás es memoria. El silencio que venga no me importa nada».