Europa en el espejo de Weimar
«Europa se va a quedar sin paraguas protector, dividida en su interior, jugando el juego ciego de las naciones sin hijos ni soldados, sin líderes, con el enemigo dentro y rodeada»
Los resultados de estas elecciones al Parlamento Europeo me llenan de pesimismo. ¿Se puede decir que Europa vive los últimos estertores de la República de Weimar y que los bárbaros están a las puertas? ¿Es válida la analogía histórica entre los años veinte y treinta del siglo pasado y nuestros días? La crisis bursátil del 29 rompió el consenso sobre el modelo de economía de mercado y por extensión sobre el sistema democrático liberal. Lo mismo pasó con la crisis de 2008, cuyos rescoldos siguen prendidos. Hace un siglo había muy pocas democracias reales, y más de la mitad de ellas sucumbieron a los cantos de sirena del radicalismo rojo o pardo. Ahora no pasa lo mismo, pero la democracia está en el alambre. Una vez capturado el poder por las urnas de manera legítima, el populismo, de izquierda o de derecha, vuelve la alternancia imposible y las democracias se carcomen por dentro. La democracia no puede coaccionar a sus enemigos sin traicionarse. Y por ello depende de la buena voluntad de sus protagonistas. Es decir, está siempre bajo acecho. La solidez de sus instituciones es una frase hueca en la nueva era del fanatismo, un brindis al sol del que se ríen Sánchez, Orbán, Erdoğan y Putin a partes iguales desde trincheras divergentes.
Tras la Revolución rusa (una simplificación para describir una revuelta popular, un golpe de Estado, una guerra civil salvaje y una dictadura unipersonal hereditaria de manera no consanguínea) su gemelo antagónico hizo su aparición, el fascismo. Las soluciones violentas se realimentaron mutuamente hasta la exacerbación. Millones de muertos los contemplan. Europa tuvo que ser rescatada por Estados Unidos, que despertó de su cómplice aislamiento al zumbido de los cazas Zero japoneses en Pearl Harbor. Pero la liberación de la mano de Stalin en la mitad de Europa significó, en palabras de Churchill, «desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente una cortina de hierro». Los liberadores eran carceleros. Esa contradicción atraviesa la segunda mitad del siglo XX y explica la benevolencia con que se ha tratado a uno de los dos totalitarismos. Una confusión académica, política y moral.
Japón no es una amenaza para el mundo, como lo fue con su militarismo suicida en el pasado, pero China tiene el mismo afán hegemónico, aunque otros métodos por ahora. El fascismo nació del centro (todos los caminos conducen a Roma) a la periferia. Ahora es multidireccional y tiene dos rostros: el rostro del nacionalista extremo, su matriz original, que con matices va de Kaczynski a Le Pen, de Wilders a Höcke. Y el rostro del integrismo islámico. Los ayatolás y los talibanes no son la expresión de una verdad ancestral de sus pueblos, sino creaciones recientes, la forma en que crece la ortiga fascista en el fértil suelo persa y afgano, respectivamente.
Si se le permite a Putin anexionarse Ucrania, tras destruirla, y redefinir las fronteras de Europa, entonces nadie estará a salvo, como nadie lo estuvo tras el Pacto de Múnich y la entrega de Checoslovaquia a los nazis. Putin no es Hitler, pero el nacionalismo eslavo de Duguin pertenece a la misma factoría de ideas podridas que el pangermanismo de Rosenberg. Hace un siglo, la gente creía que todo lo que se transmitía por radio era verdad, no había generado anticuerpos ante el medio nuevo, y el micrófono fue capturado por Josefina la Cantora. En la actualidad, lo mismo sucede con las redes sociales.
«Si se le permite a Putin anexionarse Ucrania, tras destruirla, y redefinir las fronteras de Europa, entonces nadie estará a salvo, como nadie lo estuvo tras el Pacto de Múnich y la entrega de Checoslovaquia a los nazis»
A izquierda y derecha, otra analogía con aquel tiempo: el antisemitismo, esa enfermedad europea que le ha costado su propia alma. La hegemonía americana no se explica sin la llegada masiva de refugiados judíos que contribuyeron decisivamente a su doble poder blando: la ciencia y la cultura. En los veinte se gritaba a los judíos: «Emigren a Palestina». En los veinte de este siglo se les pide que dejen su tierra ancestral: «Desde el río hasta el mar». Por suerte, han construido un Estado democrático, con sus múltiples contradicciones, que los defiende. En el caldero de Oriente Medio, y la larga mano terrorista de Irán gravitando sobre Siria, Líbano, Irak y Yemen, el triunfo de Israel es indispensable. Pero pocos lo entienden y menos aún lo respaldan.
En los veinte del siglo pasado la decadencia del Imperio británico era palpable. La pax británica se desmoronaba. Por buenas y por malas razones. Lo mismo pasa ahora con Estados Unidos y la pax americana. La ignominiosa retirada de Kabul marcó el fin de una época. Biden no es ni Churchill, ni siquiera es Roosevelt. Es un Chamberlain sin sombrero de copa. Su precariedad física invita a la misericordia, su terco empeño en postularse para un cargo para el que no está capacitado, una peligrosa ceguera. Si Trump fuera británico sería Mosley. Pero como es americano y rico, su analogía es Lindbergh. La «conjura contra América» tendrá una segunda oportunidad de triunfar en noviembre. Europa se va a quedar sin paraguas protector, dividida en su interior, jugando el juego ciego de las naciones, ese invento tóxico del siglo XIX, sin hijos ni soldados, sin líderes (salvo Macron y una inusitada Meloni, que resultó ser mucho más inteligente que su caricatura), presa de sus fantasmas, con el enemigo dentro (la conversión integrista de la masiva migración musulmana) y rodeada. Malos tiempos para la lírica.