Alviselandia
«Sólo parece funcionar el principio de acción y reacción porque el oportunismo del progresismo, el conservadurismo y el liberalismo los ha vuelto indistinguibles»
Nada de lo que sucede hoy en España puede entenderse sin analizar la acción de los políticos, intelectuales y expertos durante las últimas décadas. La intromisión de la política en la vida privada, la promoción de la ignorancia travestida de pedagogía y el empeño en legislarlo todo han acabado comprometiendo la igualdad ante la ley, el principio de legalidad, la prosperidad y, lo peor, la propia inteligencia.
Raro es hoy el joven que, sin haber estudiado Historia como materia específica, conozca la fecha en que tuvo lugar la Guerra Civil española, tampoco las de las dos guerras mundiales. Algunos ni siquiera alcanzan a distinguirlas o, peor, las ignoran por completo. Que tengan noticia de la Guerra de Vietnam —ni qué decir la de Corea— o de la crisis del petróleo de la década de 1970 es ya para matrícula. Para colmo, la liquidación del hábito de la lectura ha hecho que su compresión lectora se encuentre bajo mínimos.
Esta postración intelectual no sólo se hace evidente en los llamados perroflautas, que caen en flagrantes contradicciones precisamente por no tener ni papa de historia contemporánea (de la antigua ya ni hablamos); también afecta a los jóvenes de derechas (uso derechas por manejar los términos acostumbrados y no generar más confusión). El resultado es la tendencia generalizada a reaccionar de forma instintiva y poco racional ante los complejos problemas del presente.
Una vez que a la juventud se le priva del conocimiento, los demagogos pueden convertir cualquier sofisma en una verdad absoluta, una teoría del todo que cabe en un espacio de Instagram, un mensaje de Telegram, un short video de TikTok o un tuit con muy pocos caracteres. A estos mensajes sencillos pero impactantes le siguen sentencias igualmente contundentes y fácilmente asimilables.
Del mismo modo que los programadores de videojuegos tratan desesperadamente de facilitar la jugabilidad de sus productos, porque sus clientes cada vez están menos dispuestos a dedicar tiempo en aprender las reglas básicas, los demagogos reducen la complejidad de la política a un juego en el que cualquiera puede participar sin ni siquiera aprender un conjunto de comandos.
«Si los políticos, intelectuales y expertos son el problema, acabar con ellos es la solución»
Así, la verdad contenida en las dos primeras líneas con las que inicio este post no necesitará trabajo o estudio. Podrá ser autoconclusiva. Si los políticos, intelectuales y expertos son el problema, acabar con ellos es la solución. Pero como estos no operan en el vacío, sino que lo hacen dentro de un sistema, de un modelo político, también habrá que echarlo abajo, empezando por su cúspide: la Corona. Así la fiesta habrá acabado.
Sin embargo, el señalamiento de políticos, intelectuales y expertos, por merecido que sea, no contiene en sí mismo ninguna solución. Y aquí es donde la situación se agrava considerablemente. Porque no es sólo que la política se haya reducido a un juego que no necesita conocimiento alguno, y donde cualquier demagogo puede erigirse en ese flautista de Hamelin que con una sencilla melodía arrastrará a la multitud. Es que quienes se supone racionales, cultos y eruditos también han caído en el exceso y la simplificación.
La prueba más evidente es la división en dos bandos que conciben nuestro mundo como dos mundos distintos. Para unos nuestra civilización comenzaría con la Ilustración, mientas que para los otros se extinguiría con ella. Este antagonismo es lo que han reducido la política a la guerra por otros medios, justamente lo contrario de lo que debería ser.
Partir la historia en dos mitades que se excluyen mutuamente ha fomentado la ignorancia, pues defender una parte conlleva el desprecio de la otra. Los que defienden que Occidente nace con la Ilustración parecen ignorar que ésta hunde sus raíces en el Medievo y que es en la Edad Media cuando se inicia el salto tecnológico que desembocará en la Revolución Industrial, pues es en esa época oscura cuando se inventan los molinos de agua y de viento, el arado, la rotación de los cultivos, la chimenea, los anteojos de cristal, los barcos veleros armados con cañones, las sillas de montar con estribos, las armas de fuego y otros muchos ingenios.
«El auge de Occidente arranca en la Edad Media gracias a una fe en la razón y en el progreso íntimamente ligada al cristianismo»
En lo social, es en la Edad Media cuando se rechaza por primera vez la servidumbre de los seres humanos y la esclavitud. Y en lo cultural se idea el sistema de anotación musical, la polifonía y las armonías, la pintura al óleo y sobre lienzo, las lenguas adquieren su forma literaria y se fundan las primeras universidades donde surgirá la ciencia. Así pues, el auge de Occidente arranca en la Edad Media gracias a una fe en la razón y en el progreso íntimamente ligada al cristianismo.
Por su parte, los que consideran que la Ilustración es el principio del fin, niegan todos los logros posteriores. Y establecen comparaciones románticas que reducen al absurdo ambos mundos, el de ayer y el de hoy, por ejemplo, contraponiendo la bucólica estampa de un matrimonio de agricultores temerosos de Dios rezando en medio de un campo arado, frente a otra de la Revolución Industrial donde filas interminables de costureras trabajan a destajo bajo la atenta mirada del patrón.
El contraste de estos clichés oculta hechos cruciales. La Revolución Industrial y el capitalismo no arrancaron a las amas de casa de las guarderías y las cocinas. En realidad, estas mujeres no tenían nada con qué alimentar a sus hijos porque el Movimiento de Cercamiento* había reducido a la miseria a una población excedente para la que no había lugar dentro del sistema productivo. Así pues, las mujeres no tuvieron que ser secuestradas de sus pueblos y hogares por el capitalismo, se agolparon voluntariamente en las factorías para poder sobrevivir. Las fábricas se convirtieron en su refugio.
Esta ignorancia deliberada permite mantener vivo el falaz antagonismo y, con él, una disputa ideológica que ha degenerado en esperpento. Pues los políticos han aprovechado el fragor de esta batalla, supuestamente cultural, para convertir los ideales de unos y otros en artilugios con los que mantenerse en el poder. Así, por ejemplo, Pedro Sánchez, ha degradado los ideales socialistas a meros subterfugios con las que exonerar a su mujer y, claro está, a sí mismo. Y a su vez sus encarnizados adversarios aprovechan el escándalo para ocultar su incompetencia y, sobre todo, su indiferencia hacia las vicisitudes del común.
«En ‘Alviselandia’ la disyuntiva consiste en elegir entre nosotros o el fin del mundo para elegir el fin del mundo»
La ignorancia y el descreimiento que hoy afloran con fuerza son los nietos de la cerrazón intelectual que partió Occidente en dos, y los hijos de la consiguiente degradación de la política. Ya sólo parece funcionar el principio de acción y reacción porque el progresismo, el conservadurismo y el liberalismo clásicos han evolucionado, a través de la política, en un oportunismo tan descarnado que se han vuelto indistinguibles. Un camelo que cada vez más jóvenes se niegan a atender. Por eso, en Alviselandia, la disyuntiva ya no consiste en elegir entre nosotros o el caos para elegir el caos. Consiste en elegir entre nosotros o el fin del mundo para elegir el fin del mundo… y celebrarlo en una discoteca.
Pero la culpa no es tanto de los jóvenes como de sus mayores. Y el desaguisado no se arreglará teniendo más presencia en Instagram porque el problema no es el medio, es el mensaje. Y por encima del mensaje, lo es el ejemplo.
(*) El Movimiento de Cercamiento fue un impulso en los siglos XVIII y XIX para tomar la tierra que antes había sido de propiedad común de todos los miembros de un pueblo, o al menos disponible para el público para el pastoreo de animales y el cultivo de alimentos, y convertirla en propiedad privada. El pretexto fue que la concentración de las tierras aumentaría su productividad, pero en buena medida fue instigado por los intereses de una aristocracia, precisamente representante del viejo orden, que estaba siendo desplazada por el auge de la nueva burguesía.