THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

El auge de la ultraderecha y sus causas

«Las explicaciones habituales nunca tienen que ver con las razones de los votantes, sino con emociones inasequibles a los argumentos: angustia, miedo, enfado»

Opinión
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El auge de la ultraderecha y sus causas

Ilustración de Alejandra Svriz

Qué difícil materia es la politología y su «transferencia de resultados» al aquelarre cotidiano de las tertulias, las tribunas de opinión y el teatro de las cámaras legislativas. Veamos. 

Si yo lo he entendido bien, tanto aquí, en España, como «a nivel global», hay un «ascenso» u «ola» de la ultraderecha cuyas causas nunca tienen que ver con las «razones» de los electores– por ejemplo, que se esgriman consideraciones atendibles sobre la aprobación de determinadas leyes o el despliegue de políticas sobre las que quepan muy robustas, aunque razonables, discrepancias- sino con la  «angustia», «miedo» o «enfado», es decir, todo un conjunto de emociones perfectamente inasequibles a los argumentos. Por ejemplo: si un elector vota a Meloni porque está en contra de que se consagre a nivel europeo el derecho a abortar, ese elector tiene una «frustración».

Si una electora vota a un partido que, convencida de las razones de James Lovelock (uno de los postulantes, con Lynn Margulis, de la «hipótesis Gaia»), apuesta por la energía nuclear, esa electora tiene «rabia»; quizá es una «perdedora del gran pacto verde», una agricultora al borde de un ataque de nervios o algo así.

Si una madre, ella misma consciente feminista, no entiende que se pueda administrar fármacos a un menor que se reclama trans sin que preceda un análisis de comorbilidad de un equipo acreditado de psiquiatría infanto-juvenil, estará presa de la «nostalgia» de un feminismo transexcluyente; si un joven sevillano que ha estudiado Derecho y entiende las exigencias del ideal del imperio de la ley, cree que debe mostrar mediante su voto cuánto se opone a las cesiones al independentismo catalán –incluida la Ley de Amnistía-, ese joven está en realidad evidenciando una intolerancia epidérmica al carácter plurinacional del Estado español, un poco como el que sufre un prurito tras la ingesta de lactosa a la que es alérgico, y lo mismo si decide votar a Vox porque es el único partido que pone en cuestión muchas de las premisas en las que se basa la legislación en materia de violencia de género; en ese caso estamos ante un machista que reacciona de manera visceralmente lógica a su «pérdida de poder». 

No, no soy ingenuo y debo ser honesto: sé perfectamente que hay votantes «disruptivos» que introdujeron la papeleta Se Acabó La Fiesta como en su día otros votaron a un Ruiz Mateos que se disfrazaba de Superman o a la actriz porno Cicciolina; y también sé que hay electores «religiosos», esto es, que votan a aquel a quien consideran «suyo» independientemente de lo que hayan demostrado ser capaces de hacer cuando ejercen su cargo, del mismo modo que el judío no deja de ir a la sinagoga, aunque, como a Woody Allen en Hanna y sus hermanas, le parezca que la religión católica es «más bonita».

«Si Sánchez es presidente gracias a los votos de Junts, inmediatamente esa formación deja de ser ‘la derecha’»

Es el caso de muchos votantes de Donald Trump, que certeramente señaló que podría matar a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York y aun así ser reelegido (de hecho, no es descartable que, siendo nuevamente elegido, Estados Unidos le tenga como presidente y en la cárcel). O a Pedro Sánchez. Sí, también a Pedro Sánchez, no a una opción «ideológica», progresista, sino a quien basta para votar que se proponga evitar que «gobierne la derecha o la ultraderecha», sin importar qué exactamente signifique tal cosa.

Si Pedro Sánchez es presidente del Gobierno gracias a los votos de un partido como Junts, inmediatamente esa formación deja de ser «la derecha». Tampoco lo fue Ciudadanos cuando llego a un acuerdo de Gobierno con el PSOE, pero no mucho tardó Albert Rivera en ser tenido por «falangista». Recientemente se ha escuchado en el Congreso decir a Íñigo Errejón que dudaba si la diputada de Vox se habría alegrado de la liberación de París en la Segunda Guerra Mundial, cosa que ni de lejos se escuchó decir nunca a ningún diputado del período 1979-1981 refiriéndose a Blas Piñar, entonces «Jefe Nacional» de Fuerza Nueva y diputado a Cortes uno de los más conspicuos defensores del régimen franquista. 

Y esto es muy importante porque –segundo corolario que hemos aprendido desde que concluyó el recuento de las elecciones europeas- el culpable del auge de la ultraderecha, es decir, de que aparezcan muchos votantes «rabiosos», «frustrados», «angustiados» o llenos de «miedo», es… la «derecha». Veamos.

En España, los partidos que representan «el progreso», la «lucha feminista» y las políticas que tratan de mitigar el cambio climático –o, en general, el deterioro del medio ambiente- gobiernan e implementan políticas diversas. Los datos muestran que algunas de ellas no han sido eficaces, cuando no contraproducentes: una ley por el derecho a la vivienda no parece haber dado frutos y es mucho más difícil alquilar y más caro comprar; la reforma con vocación feminista del Código Penal en materia de delitos contra la libertad sexual ha tenido efectos no deseados y graves; el número de víctimas de violencia de género no parece descender significativamente a pesar de que el Ministerio de Igualdad ha contado con un presupuesto creciente y cuantioso; las posiciones relativas a graves asuntos de política exterior han dividido notoria y ruidosamente al Gobierno, algunos reales decretos en materia social también…

«El 10,6% de los votantes que se sitúan en el 10% de los más pobres de España votan a Vox, frente al 3,6% a Sumar y el 2% a Podemos»

Nada de eso, por lo que parece, es causa del auge de la ultraderecha, sino que la causa es «la derecha» que no gobierna. Bueno, sí lo hace en el nivel autonómico y allí donde lo hace, por lo que parece, aumenta su representatividad. Y ello a pesar de que en muchos lugares gobierna con la ultraderecha a la que, lejos de poner un cordón sanitario, ha «normalizado» a dicha formación. En esos lugares, esa «normalización» no parece que haya impresionado mucho a los votantes. En dos de los municipios más pobres de España, de acuerdo con los datos del INE, Palmar de Troya (Sevilla) y Albuñol (Granada), Vox obtiene más votos que Sumar y Podemos juntos. El 10,6% de los votantes que se sitúan en el 10% de los más pobres de España votan a Vox, mientras que solo lo hacen a Sumar el 3,6% y el 2% a Podemos. En esa franja el mayor porcentaje de voto lo recibe el PP por encima del PSOE. ¿Bajo qué condiciones cabe decir que Sumar y Podemos son la voz de los más vulnerables?

Ante este panorama, destacados portavoces de la coalición progresista no han tardado mucho en reconocer que los resultados –esto es, la pérdida de cientos de miles de votos- «no son buenos» y en la necesidad de hacer autocrítica, concretamente en proponerse hacer una «reflexión profunda». Está más que confirmada una ley de hierro acerca de esa –o similares- proferencias: son inversamente proporcionales al cuadrado de la velocidad con la que ese mismo portavoz u otro de su formación proferirá una excusa auto-absolutoria, o la urgencia de profundizar en lo que ya ha hecho. A ello responde la idea de que «el fascismo se combate con más derechos y apostando por la paz», como no se ha cansado de repetir Irene Montero.

Todo lo anterior lógicamente invita a la politología o aledaños gnoseológicos a que se plantee qué debería hacer la derecha para no ser la causante del «auge de la ultraderecha». Durante la campaña a las europeas, por ejemplo, no se ha escuchado el nombre Alvise en boca de ningún representante del Partido Popular, pero sí muchas veces en boca de destacados miembros del PSOE. Y en los días posteriores más si cabe. Del mismo modo, uno ha tenido la sensación de que el PP ha tratado de evitar en todo momento el acercamiento a Vox, partido que, por otro lado, no ha perdido muchas ocasiones para criticar la tibieza, connivencia incluso, del PP con lo que ellos llaman «políticas progres».  

¿Han escuchado a alguno de estos analistas señalar algo sobre las medidas o políticas concretas que tendrían que proponer las derechas y que activarían ese freno a la ultraderecha? ¿En qué condiciones podríamos afirmar que la responsable de ese ascenso no es la derecha? Quizá se trate simplemente de apoyar todas y cada una de las decisiones que adopte la coalición de progreso. O sencillamente de no concurrir a las elecciones. Claro que en ese caso se precisaría una «nueva derecha» que sea «nuevo motor» o causa del auge de la ultraderecha, es decir, de la propia condición de posibilidad de quienes se autoproclaman «zurdos», «progresistas», que lo serán siempre por oposición, más allá de lo que hagan. 

Y por los siglos de los siglos, por lo que vemos.

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