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Pablo de Lora

Falacias meritorias

«La preocupación por la desigual distribución de la riqueza, la aspiración a su reparto más equitativo, no conlleva la eliminación del criterio de mérito»

Opinión
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Falacias meritorias

Carlos Corrochano, asesor de Internacional de la Vicepresidencia segunda del Gobierno y coordinador del programa de Sumar para las elecciones europeas. | Fernando Sánchez (Europa Press)

Esto del scrolling –y ustedes me perdonen por el anglicismo– en X depara sus momentos de gozo, no lo neguemos, y además proporciona material para el columnista hambriento y ayuno de ideas para esta encomienda semanal. Así, se entera uno de que a Carlos Corrochano –28 años, jurista y politólogo, profesor de Critical Theories of IR en Sciences Po en París, miembro del Gabinete de Comunicación de la Vicepresidencia II del Gobierno y coordinador del programa político de Sumar para las elecciones europeas– se le ha concedido una beca para estudiar el doctorado en relaciones internaciones en los Estados Unidos. «Todavía no sé dónde estaré los próximos años –si en Berkeley, Nueva York, Boston o Chicago– pero sí que soy enormemente afortunado», nos comparte. La beca la concede la Fundación de la Caixa y su equivalente dinerario no es magro. En cualquiera de las universidades a las que alude (NYU, Harvard, quizá el MIT, quizá Northwestern) un año escolar –incluyendo la tuition y los costes de vivir allí– supera ampliamente los 70.000 dólares al año. 

Tras comprobar los muchos correligionarios que le felicitan con efusión, colegas muchos de ellos campeadores contra la meritocracia, me topo con unas declaraciones de David Trueba en un programa de radio. A la pregunta «¿Por qué a una parte de la juventud le ha dado por esta idea de la meritocracia?», el cineasta responde que no lo sabe, que le parece lamentable, que cree que es por el deporte, pues es una actividad en la que hay ganadores y perdedores, y si a uno le ofrecen la alternativa de ser lo uno o lo otro, pues obviamente va a querer ganar… así, se ponen a pisar cabezas sin darse cuenta de que el 98% de los ricos lo eran gracias a sus padres. «Estos pobres chicos» –concluye– «van allí creyendo que la meritocracia es la solución a sus problemas». 

En esta forma de ver las cosas está encapsulada toda la fabulosa confusión que viene rodeando este asunto –una confusión no siempre inocente, más bien enormemente interesada– en los últimos tiempos. Es por ello por lo que traigo a colación estas opiniones y, siquiera sea rápidamente, voy a intentar desbrozar las malas hierbas con las que se impide tener un terreno limpio en el que discutir y pensar en condiciones sobre la meritocracia. 

Para empezar, como casi siempre, tenemos que distinguir, aislar para su reflexión ordenada, distintas cuestiones. Así, de más profunda o genérica a menos, hay que abordar la pregunta acerca de si existe tal cosa como el mérito, es decir, si cabe atribuir a alguien en concreto, al Carlos Corrochano de turno, un determinado beneficio, posición normativa o social, reconocimiento simbólico, título, etc. Es decir, si alguna de esas cosas le pertenecen a él y a nadie más. Y la pregunta no es baladí porque, como también saben, es de antiguo creer que el merecimiento, como la culpa y el castigo adherido, son ficciones, fantasías o creencias sin un correcto fundamento causal. Atribuimos mérito, como responsabilidad, bajo el dogma de fe de que lo que hayamos hecho nos tiene como última causa. La tan comentada –para lo bueno y para lo malo– reciente obra de Sapolsky abunda en esa idea. Nota al pie: afirmar que una de las razones por las que debemos aceptar las tesis de Sapolsky es que un mundo en el que desechamos el libre albedrío, el mérito y la responsabilidad, es «mejor», es una razón inasequible para las tesis de Sapolsky, auto-refutatoria, vaya. Sigo.

Ahora bien, incluso si uno cree o afirma que tal cosa como el mérito tiene sentido, puede también creer que ese mérito no debe ser el criterio de atribución o distribución de bienes o reconocimientos, o que con respecto a algunos sí debe serlo, pero no con respecto a otros, o que, en ocasiones, su determinación es errada. Los recursos sanitarios básicos no son disfrutados por los méritos, sino por la necesidad (en un Estado que garantiza el derecho a la asistencia sanitaria); las entradas para ver el concierto de Taylor Swift no son una cuestión de mérito, sino que se distribuyen en función de la capacidad de pago, y, sin embargo, el acceso a la función pública sigue (i.e., «debe seguir») el principio de «mérito» y capacidad (artículo 103.3 de la Constitución española). 

«¿Prohibimos las academias, las clases extraescolares, que los padres utilicen su biblioteca a discreción con sus hijos?»

Ulteriormente cabe pensar que los méritos no se cuentan bien, que el auténtico mérito debe ser depurado si se ha adquirido gracias a la concurrencia de otras circunstancias, sean naturales, o sociales, desigualmente distribuidas. Es muy probable que el mérito cinematográfico de David Trueba esté determinado por su entorno familiar, y que, por ello, las probabilidades de que otro joven que se dedique al cine triunfe como él serán probablemente inferiores. En ese sentido, si aquél logra alcanzar los éxitos de Trueba podremos decir que «tiene más mérito», de la misma manera que el deportista que, con condiciones genéticas menos favorables, logra superar a quien tuvo más «fortuna natural». ¿Qué quiere decirse entonces cuando se afirma que la meritocracia es una engañifa? 

Corrochano confesaba sentirse muy afortunado, pero no cabe afirmar que su beca sea el resultado de un sorteo como el del cupón de la ONCE. Quiero pensar que Trueba también se siente igual cuando recibe algún premio. En ambos casos, como en tantos otros, se quiere significar con ello el componente azaroso de la competición, y, quizá, también, la conciencia de que uno no lo ha hecho todo y que otros dispusieron de mucho menos para desarrollar sus planes de vida, sus propósitos o ambiciones. Así y todo, la pregunta es: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar las libertades personales en aras a esa depuración de las condiciones iniciales, sabiendo que nunca será posible la igualación absoluta? ¿Prohibimos las academias, las clases extraescolares, que los padres más cultos utilicen su campo semántico o su biblioteca particular a discreción con sus hijos, las segundas residencias en la montaña donde las familias pudientes esquiarán mucho más frecuentemente y sus vástagos serán probablemente mejores competidores?

La crítica a la meritocracia a la Michael Sandel, consistente en rebajar los humos a quienes ejercen de patricios por la vida cuando buena parte de lo que tienen o logran dependen de lo que han heredado o de aquello con lo que han podido criarse, tiene sentido. Y también, cómo no, eliminar la competición «salvaje», «desregulada», esa que supone ir por la vida «pisando cabezas» al decir de Trueba. ¿Pero acaso deriva de ello que las becas de la Caixa deben otorgarse por sorteo? ¿Y los Oscar o Goya ponderando la renta familiar? ¿Y el acceso a la función judicial descontando el número de jueces o profesionales del Derecho en las pasadas generaciones?

Todo lo anterior, junto con el lamento por lo poco que se retribuyen empleos con mucho mayor «valor social» (que tendrían «más mérito»), es arteramente mezclado en el discurso anti-meritocrático y tiene su momento culminante en la denuncia de que el ascensor social no funciona toda vez que Donald Trump –ejemplifica Trueba– ha podido ser rico gracias a lo que le dio su padre, y que, por tanto, ni Trump, ni ningún otro millonario, «se merecen» lo que ganan. Pero es obvio que del hecho de que la meritocracia no funcione siempre bien no se sigue que debamos prescindir de la misma, ni en el caso de la renta o patrimonio disponibles, ni en ninguna otra asignación o distribución de bienes, derechos, posiciones, etcétera (mejor que subir ya siempre a pie por la escalera, mejoremos el ascensor); además, la preocupación por la desigual distribución de la riqueza, la aspiración a su más equitativo reparto, no conlleva necesariamente la eliminación del criterio de mérito. 

Incluso en una sociedad que se diseña bajo parámetros radicalmente igualitaristas en los resultados, habría espacio para que David Trueba recibiera merecidamente el Óscar.

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