Los que no quieren aprender
«Me gustaría disuadirles de algunas de las cosas que habrán escuchado en la ola propagandística de estas elecciones europeas»
A la mañana siguiente de las pasadas elecciones europeas cumplí la invitación que me había hecho un colegio de la periferia madrileña y fui a charlar con los alumnos. Chicos y chicas de quince o dieciséis años, formales, atentos, bien articulados, que me hicieron preguntas tan pertinentes que a veces no me resultó fácil responderlas. El tema principal era hablar del terrorismo etarra, pero también me referí a la evolución de la democracia y a la actualidad política española y europea. Mientras intentaba enseñarles algo y desde luego aprendía con ellos, repasando sus rostros despiertos y traviesos que realzaba ese adorno que nada sustituye -la extrema juventud-, me preguntaba qué sería de ellos en la España que iba a tocarles gestionar. Porque la pregunta importante no es qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos, como plantea la retórica inane de Greta la Zumbada y compañía, sino cómo van a ser los hijos que heredarán nuestro mundo. ¿Se creerán las trolas de tantos políticos y medios de comunicación o reaccionarán contra ellas? ¿Preferirán la moderación, que a menudo se equivoca o no se atreve a acertar, a los extremismos, siempre equivocados? Lo importante no es que piensen por sí mismos, ninguno lo hemos hecho, sino que elijan con fortuna los apoyos intelectuales de los que van a valerse. Uno quisiera señalar, proponer, encauzar… pero qué sabe uno.
Me gustaría disuadirles de algunas de las cosas que habrán escuchado en la ola propagandística de estas elecciones europeas, aunque parecían chavales sensatos y lo más probable es que no les hayan prestado atención. Por ejemplo destacado la impostada alarma ante el crecimiento de la ultraderecha. ¡Los ultras! Ya ser de derechas es una enfermedad grave, pero ser de ultraderecha es la fase terminal de la dolencia. En cambio no hay ultras de izquierdas: en el bien no puede haber exceso. Hace unos años solía decirse, como una broma cínica, que nunca se es demasiado rico, ni se está demasiado delgado, ni se sale demasiado por televisión. Ahora el criterio que impera es que nunca se es demasiado de izquierdas…ni se es de izquierdas demasiado tiempo. Hace poco se preguntaban en El País (cada vez más a la vanguardia de la falsificación pseudomoderna) por el futuro de «los partidos de izquierda situados más a la izquierda de la izquierda», risible perífrasis que se abreviaría llamándoles «ultraizquierda». ¡Ah no, ultras nunca, ser ultra es malo y de izquierdas bueno, no pueden juntarse ambos términos por lo mismo que no hay círculos cuadrados! Para ser justos, no sólo en El País se leen cosas así. En El Mundo, Antonio Lucas nos envía este mensaje (14 de junio): «A mí no me cansa escribir que la extrema derecha es una amenaza para cualquier forma potable de democracia. Entre otras cosas porque siempre lo ha sido. Para eso está a mano el siglo XX, para recordarlo. También el comunismo, claro. También el comunismo fue dañino e ineficaz. Pero no detecto tics comunistas en el gobierno que tengo más cerca y si escucho algunas soflamas reaccionarias en la oposición ultra que me queda tan lejos». Vaya, que cosa tan rara: don Antonio no detecta tics comunistas en el gobierno español, el que tiene más cerca, a pesar de que hay en él ministros declaradamente comunistas desde que llegó Sánchez y que no se recatan en demostrar su ideología en declaraciones e intervenciones institucionales sobre temas sociales y económicos. Todas ellas «dañinas e ineficaces» para emplear sus propios términos. En cambio escucha soflamas reaccionarias de la oposición ultra al gobierno sanchista, ese coro de arcángeles que ha inventado la anticonstitucional (y por tanto antidemocrática) ley de amnistía, ataca a los jueces que no se le arrodillan y a los periodistas que osan censurarles. Ultras, más que ultras. En fin, hasta luego, Lucas.
«Les dije que a su edad lo más válido políticamente que pueden y deben hacer es estudiar»
La ultraderecha, también llamada «fachosfera» por los más pintorescos, es muy antieuropea y su antieuropeismo se pone de relieve por la crítica de dos principios fundamentales que todo buen europeísta debe asumir con los ojos cerrados y una jaculatoria piadosa en los labios. El primero, que toda inmigración debe ser bienvenida y fomentada porque es muy beneficiosa; considerar a los inmigrantes irregulares ligados a la delincuencia, en especial a la inseguridad de las mujeres, es una clara muestra de xenofobia o abierto racismo. El segundo, que la mayor amenaza que pende sobre Europa es la catástrofe climática y que todas las medidas que contribuyen a paliarla o detenerla debes ser apoyadas: cuestionarlas o relativizarlas es también pecado, en este caso de negacionismo, falta tan grave como la xenofobia. ¡El negacionismo climático es una xenofobia a nivel planetario! Pero el auténtico problema político en Europa no es la existencia de partidos de extrema derecha ni el aumento de votos que reciben, sino los motivos pudorosamente ocultos que movilizan a esa multitud creciente de votantes. A saber: que la inmigración trae beneficios, sin duda, pero también muchos y muy graves problemas laborales, de seguridad, de identidad social, etc… Problemas que no sufren los ciudadanos pudientes que viven atrincherados en sus barrios premium pero sí muchísimos otros que deben soportar la peor parte de ese fenómeno complejo (por ejemplo en las ciudades francesas), tan difícil de gestionar. Del mismo modo, los votantes llamados «ultras» reaccionan ante las medidas dictatoriales exigidas por un apocalipsis climático más que dudoso (aunque las protestas de los científicos disidentes sean acalladas como las de los oponentes a Lyssenko en la Rusia de Stalin) que imponen restricciones energéticas o un control paranoico de la agricultura, sacrificando el bienestar de los europeos presentes (porque ni China ni India van a plegarse a esas imposiciones inquisitoriales) en nombre de la «salvación» de la humanidad futura… que vaya usted a saber. Desgraciadamente no hay evidencia de que los partidos más derechistas tengan buenas soluciones para estos problemas pero no los ocultan o prohíben mencionarlos como hace la izquierda biempensante.
¿Qué les digo?, pensaba yo mirando a mi audiencia juvenil. Y sobre todo ¿cómo se lo digo para que tomen conciencia de lo que ocurre sin por ello desanimarse ni abandonar su necesaria inquietud política? Les imaginaba en algún momento frente al televisor, oyendo las imperturbables mentiras del presidente Sánchez, a cuyo lado hay una especie de mono con rizos, chillón y gesticulante, que amigos con mejor vista que la mía se empeñan en decir que es la vicepresidenta. Veo a estos chicos y chicas que crecen en el país con más paro juvenil de Europa y como compensación sólo escuchan diatribas contra la ultraderecha. Cuando terminó mi charla, algunos de los que más y mejor habían intervenido en el coloquio se me acercaron para los inevitables selfies. Un muchacho muy espabilado me preguntó: «¿Y qué tenemos que hacer para intervenir mejor en política?». Les dije que a su edad lo más válido políticamente que pueden y deben hacer es estudiar. Entrenarse en el saber, que es lo que ha hecho el joven Alcaraz para convertirse en campeón. No les dije el fondo de lo que pensaba: «Estudiad… para no repetir las pamemas pseudoprogres de vuestros papás y , ¡ay!, mamás. O aún peor, de vuestros hermanos mayores…».