Anatomía de la dictadura
«Sánchez tratará de remover todos los obstáculos institucionales y legales que amparan la actitud opositora y ponen límites a su arbitrariedad»
Decíamos ayer: «El balance es desolador. Partiendo de una cuestión de fechas, [al culminar la ofensiva gubernamental contra el juez Peinado], Teresa Ribera llega a la conclusión en El País, como no, de que «nos estamos jugando el Estado democrático». Solo tiene como prueba aquello de que la culpa es del PP. A pesar de lo cual, cabe admitir que su estimación es acertada, si bien en el sentido opuesto. Pedro Sánchez no se encuentra en un «avispero jurídico». Nos está metiendo en un avispero donde su vocación dictatorial busca la destrucción de todo aquel que se le oponga, sin reparar en los medios. No ocasionalmente, sino configurando un régimen a su medida. A sus pasos inmediatos, jugando con la inversión del lenguaje patentada en el Arbeit macht frei de Auschwitz, los titula «plan de regeneración [democrática]».
Nadie que conozca el modo de proceder de Pedro Sánchez podía esperar una atenuación de su ofensiva política por efecto del revés electoral. Es un resuelto antidemócrata. En Francia, cuando un representante del área de gobierno es derrotado en unas elecciones siendo diputado, pierde el escaño. El presidente de la República o el primer ministro toman nota de la desafección popular. En España, para el mismo caso, el derrotado en las urnas es ascendido, como los expresidentes autonómicos de Canarias y Baleares, o el alcalde de Burgos, a ministros o a presidenta del Congreso. El pueblo se ha equivocado y Sánchez no duda en castigarle por ello. Él está por encima de la voluntad expresada por los ciudadanos, y su conducta tras la derrota del 9 de junio lo refleja claramente. Si los españoles le manifiestan mayoritariamente el desacuerdo por su política, actuará en sentido contrario, sobre todo creando las condiciones para que en el futuro esa derrota no se repita. Tratará de remover los obstáculos institucionales y legales que desde el orden constitucional amparan la actitud opositora y ponen límites a su arbitrariedad.
Es lo que están haciendo en otras partes del mundo gobernantes autoritarios como Narendra Modi en India o Viktor Orban en Hungría: imponer en todo momento su voluntad al marco normativo en que se desarrolla su actuación, convirtiendo la división de poderes en papel mojado. A eso se llama, en sentido estricto, construir una dictadura desde un marco democrático. No es cuestión de preferencias o de condenas, sino de rigor analítico.
«No hay peor ciego que el que no quiere ver», sentenciaba el viejo profesor Enrique Tierno Galván. Y por eso no hace falta sino seguir el cúmulo de contradicciones transformistas de Pedro Sánchez para hacer balance de su ejecutoria, partiendo de la caída de Damasco por obra y gracia de Puigdemont en la mal llamada ley de amnistía. Anotemos su ausencia de una sola idea al ceder siempre ante la presión de los independentistas para maximizar las concesiones. El caos reaccionario e inexplicable de su política sobre el Sáhara y Marruecos. Su rechazo insistente y sin excepciones a respetar la convivencia y las normas al uso en funcionamiento de la democracia representativa. La información de los medios del Estado, reducida a propaganda agresiva. La brutal reacción a los recientes casos de corrupción próximos al Gobierno, tratando de taparlos a toda costa y de utilizarlos incluso como un bumerán contra la oposición. Su interesada pero absurda insistencia en identificar Vox y PP cuando todos los ultras del mundo vienen a Madrid para potenciar al primero contra el segundo. La implantación de una guerra civil de palabras, partiendo la nación en dos, cuando nada en la realidad española la justifica.
No hay otra conclusión razonable, sino que estamos ante un comportamiento contracorriente de Pedro Sánchez en Europa, ignorando precisamente esa marea negra que dice combatir para hacer de ella un protagonista que legitima su transformación de nuestra democracia en su dictadura.
«Dictadura porque asienta ese poder excepcional sobre una manipulación sistemática de la opinión pública»
Dictadura, por cuanto Pedro Sánchez ejerce su capacidad de decisión como presidente, sometiendo las instituciones de los poderes Legislativo y Judicial a su voluntad, con una ignorancia deliberada de los límites impuestos tanto por la norma como por el espíritu de la ley. En la acción y en el gesto: recordemos su desprecio chulesco al Congreso cuando se debatió la mal llamada Ley de Amnistía, o las manos en los bolsillos durante el encuentro con el Rey.
Dictadura, porque asienta ese poder excepcional sobre una manipulación sistemática de la opinión pública, utilizando los medios del Estado y los afines para imponer una bipolarización de las conciencias, causante de un ambiente de contienda civil larvada. Desde la mentira y el engaño, convertidos en lanzaderas para la agresión al enemigo político. Nunca una explicación, siempre la invectiva.
Dictadura compatible con el privilegio, exigido rufianescamente por sus socios catalanes para mantenerle en el poder. Sin pudor por su parte al aceptar «la singularidad» catalana, una «soberanía fiscal» que destruiría el principio de justicia interterritorial.
Dictadura ejercida mediante una lógica propia del gansterismo, en la medida que atiende de manera implacable al más mínimo brote de oposición personal o colectiva, buscando su eliminación por todos los medios. Es la lógica del panóptico, de la vigilancia generalizada para responder de inmediato a cualquier transgresión de su orden. De ahí la comparación con el personaje de Gene Hackman en Sin perdón, antes que con el criminal malgré lui de Al Pacino en El padrino.
«El ejercicio personal e ilimitado del poder abre la puerta de modo inevitable a la corrupción por parte del gobernante»
Dictadura y gansterismo también, ya que ese ejercicio personal e ilimitado del poder abre la puerta de modo inevitable a la corrupción por parte del gobernante o de quien se siente protegido por él. Con la consecuencia de una espiral de ulteriores ilegalidad y agresividad para bloquear los efectos de cualquier indagación judicial sobre aquella. Casos Koldo y Begoña Gómez. De la impunidad a la satanización.
Y como último efecto, en este descenso a los infiernos, la persecución individual, hasta la destrucción, de quien se atreva a esgrimir la ley en su contra. Se convierte en blanco y en ejemplo para incautos. La agresión adquiere un sentido didáctico, intimidatorio. Muestra: el aplastamiento de que acaba de ser objeto el juez Peinado, sin un solo argumento, literalmente acribillado reproduciendo las técnicas de destrucción personal que patentara el Völkischer Beobachter, ahora a cargo de probados demócratas. Con éxito. Es que este juez es «un payaso», me decía una persona inteligente tras reconocer sin reservas los indicios de corrupción. Todo menos mirar de frente a la realidad. La difamación ha logrado generalizar el envilecimiento en los juicios.
El éxito es en ese sentido casi total por lo que concierne al PSOE, con García-Page como ínsula de dignidad. La explosión de lucidez de Felipe González no ha tenido repercusión alguna en un partido que carece de toda capacidad política, que no sea la de movilizarse con entusiasmo a las órdenes de su líder. El intelectual colectivo pasó a ser desde hace tiempo un rebaño obediente, sin parangón en ningún otro partido democrático de Occidente. Tal vez los republicanos de Trump. Disciplina absoluta y recompensas a la militancia fiel lo garantizan. Y la sorpresa es que se han apagado los intentos de autocrítica que despuntaron a fines de 2023, en el Círculo Fernando de los Ríos y por veteranos próximos a Alfonso Guerra. Pareció que iban a plantear iniciativas concretas, pero hoy por hoy lo único perceptible es su silencio.
No parece tampoco que la Asociación de Jueces para la Democracia vea nada grave en lo que está sucediendo en las relaciones entre el poder Ejecutivo y el Judicial. Así reconducen una cuestión que concierne al Estado, no a las ideologías, hacia el terreno buscado por el Gobierno: siempre progresistas frente a conservadores/reaccionarios. Algo cuya inconsistencia conviene resaltar. La extrema derecha sí es un referente concreto. En la izquierda, quedarse en la etiqueta identitaria de «progresismo», cuando ahí están esgrimiéndola Maduro, Ortega y otros amigos americanos de Zapatero, es tanto como elegir la confusión.
«La mayoría de nuestros constitucionalistas renuncian a pronunciarse sobre los riesgos de la política de Sánchez»
La sensibilidad ante los grandes problemas, tanto políticos como culturales, dista hoy de ser una seña de identidad de los españoles, a diferencia de la Transición. Del mismo modo que los miles de profesores de historia asistieron en silencio a la ocultación del arte bizantino en Turquía por las «mezquitizaciones» de Erdogan, y que los miles y miles de hiperactivas feministas callaron ante la brutal represión de las mujeres en Irán, la mayoría de nuestros constitucionalistas renuncian a pronunciarse sobre los riesgos que la política de Pedro Sánchez suscita para el orden constitucional en España. Hay notables excepciones, como el libro colectivo La amnistía en España, animado por Manuel Aragón, exmagistrado del TC, pero son excepciones.
A pesar de la gravedad de la situación, con Sánchez dando los primeros pasos de su ofensiva o «plan de regeneración». Va más allá del propósito de Jacobo I, con los jueces como leones bajo el trono. Quiere que sean mastines bajo su mando. Álvaro García Ortiz, en calidad de Fiscal General del Estado, está respondiendo a esa beligerancia requerida, con su descalificación de los cuatro fiscales disconformes para evitar -en sus palabras- que el Judicial se oponga a la decisión del Legislativo, y con su estupendo aval a la difusión de los datos fiscales del novio de Ayuso.
La otra batalla, muy hábil por discreta, pero no menos decisiva, consiste en sustraer a los jueces la instrucción de los casos Koldo y Begoña Gómez, llevándolos al «limbo europeo» de que habla Javier Zarzalejos. Una vez sorteados ambos obstáculos, vendrán las leyes contra la autonomía de los jueces y contra los «bulos», esto es, contra la libertad de expresión. El ingreso de España, paso a paso, en un régimen dictatorial, se verá asegurado.
«A partir de ahora, habrá unos bulos buenos, progresistas, cuando el infundio sea propagado al servicio del Gobierno»
(Apostilla. Al consultar la prensa francesa el domingo a medianoche, vi en Le Figaro una encuesta donde te pedían aprobar o rechazar la propuesta del futbolista Mbappé, capitán de la selección, para las inminentes elecciones de «votar contra los extremos». Di un sí y me picó la curiosidad de ver como se trataba el tema en España y lo primero que encontré, al frente de la edición online de El País fue el titular: «Mbappé llama a votar contra la ultraderecha en un ‘momento crucial’ para Francia». Les hice notar en un comentario la falsedad de su información. Al constatar que la mantenían, incluí la cita literal de las palabras de Mbappé: «No hay diferencia entre los extremos, porque son ideas que dividen. Yo estoy por las ideas que reúnen». Pedí por favor una rectificación en nombre de la verdad. Ni caso: la mentira era demasiado rentable. Les recordé la definición de bulo por la RAE: «Idea falsa propalada con algún fin». Mañana del lunes: sigue el engaño, presidiendo la primera página. Bulo contra verdad.
A partir de ahora, regirá la norma establecida para el caso: habrá unos bulos buenos, progresistas, cuando el infundio sea propagado al servicio del Gobierno, mientras toda noticia veraz que le moleste será calificada de bulo y perseguida).