Alivio real
«Felipe VI es un símbolo viviente que nos permite soportar con alivio nuestra ciudadanía española, pese a que muy malos vientos soplan contra ella»
Al cardenal Richelieu todos los que leímos de pequeños Los tres mosqueteros le consideramos un personaje malvado (y hasta nos lo figuramos con el rostro de Vincent Price). No fue un santo, desde luego, pero tampoco un simple villano de opereta. En su lecho de muerte, el confesor le preguntó si perdonaba a sus enemigos. «No tengo -repuso- sólo los del Estado». La frase es hermosa, aunque de veracidad muy discutible. Pero demuestra que Richelieu entendía a fondo lo que debe ser un servidor público. Nuestro Rey Felipe lleva diez años en el trono y el deseo de que se prolonguen lo más posible es mayoritario en el país. Sólo el propio Rey puede saber si considera enemigos a unos o a otros, pero en sus manifestaciones externas no demuestra enemistad salvo a quienes son explícitamente hostiles a la democracia española. E incluso esa aversión la expresa de modo mesurado, razonable, regio. No es Óscar Puente, vamos a imaginar lo peor.
El momento más severo de su reinado fue la famosa alocución del 3 de octubre de 2017 sobre lo que ocurría en Cataluña. La nitidez y perfecta argumentación, pero sobre todo el tono de sus palabras, hizo vibrar el atribulado corazón de millones de españoles, no necesariamente monárquicos. Algunos separatistas catalanes lamentaron lo bronco del mensaje (Raúl Romeva hace poco) y se empeñan en sostener que estuvo mal aconsejado, que se enemistó con muchos en aquellas tierras. No entienden cuál es el papel simbólico pero nada neutral de su Majestad. Su obligación no es disimular o minimizar los ataques a la Constitución para no caer antipático a quienes los provocan: él representa el país unido en torno a la Carta Magna, no a cualquiera con DNI. Su agrado y su desagrado dependen también del interés del Estado, no del muy comprensible pero poco elevado afán de hacer amigos. Con su alocución, don Felipe dejó claro que no todo vale en democracia: no se enfrentó a los catalanes, sino que censuró sin rodeos a quienes tratan de imponer en Cataluña un separatismo obligatorio, etnicista y excluyente. Señor Romeva y compañía, muchísimos españoles respiramos aliviados al oírle.
La tarea del Rey es mantener viva y presente la realidad para cada uno de nosotros de un albergue cívico común llamado España. No somos simples residentes aquí, como podíamos serlo de cualquier otro rincón habitable del planeta, sino ciudadanos que comparten una personalidad histórica y somos dueños junto con los demás de una nación inconfundible, única pero diversa. No vivimos en España, sino que tenemos España, la sostenemos entre todos y ella nos caracteriza en el concierto a menudo desconcertante de la geopolítica planetaria. Fueron los griegos los primeros que señalaron que los humanos no vivimos en cubiles como las fieras o los conejos, sino en polis, en urbes diseñadas por la memoria, por las leyes y por las necesidades compartidas. Cada una de esas polis tiene sus propios símbolos colectivos que son como las asas mentales por las que identificamos y agarramos nuestro patrimonio nacional: en el caso de España, nuestro símbolo mayor es la Corona. Su rasgo simbólico más importante hoy, cuando vivimos amenazados por las pulsiones separatistas que son en el plano social el equivalente al despedazamiento con que la enfermedad mental acosa al individuo, es precisamente la totalidad sin excepciones ni privilegios con que la Corona cubre el conjunto del país. El Rey lo es de toda España, lo mismo que cada uno de nosotros, ciudadanos españoles, somos copropietarios y a la vez deudores de cada rincón de la patria. El Rey simboliza nuestra propiedad y nuestra obligación de servicio con la nación que vamos creando juntos, a partir del ejercicio de nuestras libertades. No somos vasallos del rey constitucional ni compartimos un yugo, sino que por lo mismo que el Rey lo es de todos y en todas partes cada uno somos príncipes legales de cada rincón de este país: eso significa ser ciudadanos. No me cuente dónde nació ni de dónde vienen sus padres, la Corona le absuelve de someterse a particularidades y le autoriza a sentirse dueño de una nación unida, sin fracciones ni rodajas oportunistas. Por eso los enemigos de España deben serlo también de la Corona, símbolo de lo que nos mantiene juntos y dueño cada uno del país entero, no del pedazo de terruño donde tiene puestos los pies.
«Es precisamente el sometimiento escrupuloso del trono a la Constitución lo que hace a la monarquía compatible con la democracia, pese a su carácter no electivo»
El aspecto negativo de la monarquía, que desde luego lo tiene, es que la aprobación o repulsa que despierta en los ciudadanos se debe en demasía a la calidad personal de quien ocupa el trono. Porque los reyes malos pueden ser malos, pero no por ello dejan de ser tan reyes como los otros. Si el símbolo se empaña por pecados humanos, es el propio rey quien se convierte para muchos en argumento contra la institución. Lo curioso es que si el rey es muy bueno, también eso puede resultar perjudicial para los entusiastas que no entienden su papel institucional. Kant propuso como metáfora de algo que aquí no viene al caso el modelo de una paloma que vuela libremente sintiendo la resistencia del aire que se le opone y cree que sin aire, en el vacío, aún volaría mejor, ignorando que es precisamente el aire lo que la sostiene y permite volar. De igual modo, cuando el monarca es excelente -es el caso del actual según mi criterio y el de muchos- los hay convencidos de que aún sería mejor si no tuviera que someterse a las reglas constitucionales y gobernase con poder absoluto, negándose a firmar las leyes infectas que se le ponen delante o no reconociendo a gobernantes de ética muy dudosa. Sin embargo, es precisamente el sometimiento escrupuloso del trono a la Constitución lo que hace a la monarquía compatible con la democracia, pese a su carácter no electivo. Los que suponen que un buen rey no necesita escrúpulos constitucionales piden a la paloma que vuele rauda en el vacío… hasta estrellarse.
Felipe VI es un símbolo viviente que nos permite hoy, y esperemos que por muchos años más, soportar con alivio nuestra ciudadanía española, no étnica ni regional, pese a que muy malos y corruptos vientos soplan contra ella.