Buenismo artístico, ramplonería política
«Si algún fin tiene la cultura -la alta cultura-, si para algo habría de servir, es justamente para combatir la forma estereotipada, el moralismo azucarado, el facilismo binario»
Decía Angélica Liddell hace unos días, en una entrevista que le hizo Antonio Lucas para El Mundo, que la intención educativa que se veía hoy en el arte estaba infantilizando a la sociedad. «Esa clase de creadores, los misioneros didácticos y moralizantes que quieren contribuir a un mundo mejor, que hacen del arte una responsabilidad democrática más, no me interesan», añadía. Supongo que se refería a las corrientes actuales en la plástica que han asumido como deber denunciar la crisis climática, la tragedia de las migraciones, el racismo y las injusticias patriarcales, y también, como innovación o tendencia del 2024, los prejuicios coloniales.
Tanta teoría crítica ha desaguado finalmente en la autoayuda. Los museos son ahora centros de buenismo que regalan una experiencia de lavado de conciencia. En sus salas ya no entra el vicio ni la corrupción ni la miseria ni la víscera humana; sólo la crítica a las taras sociales sancionadas por el nuevo moralismo importado de las universidades estadounidenses. Al arte le corresponde ahora enmendar las omisiones de la política y defender a las víctimas. La política, mientras tanto, ofrece un espectáculo de corrupción, zafiedad e impostura teatral nauseabundo, fundado en un muestrario extenso de transgresiones performáticas que imitan, así no lo sepan, al teatro contemporáneo. Mientras más mierdosamente humanos se muestran nuestros gobernantes, más artificialmente seráfico se hace el arte.
Menos mal quedan los escenarios, lugares menos masivos que las salas de cine y los museos, donde aún siguen ocurriendo cosas interesantes. Las viejas lecciones de Bataille y Artaud arden allí en silencio, y por eso no hay miedo, más bien lo contrario, a transgredir y a explorar esa parte humana que ya no ha vuelto a verse en la plástica: por un lado, la obsesión, el furor sexual, el impulso violento, la revelación, la secreta perversión; por otro, la exaltación de la belleza, el erotismo, el genio, el talento, la destreza y los ideales clásicos de perfección estética. Aunque la fórmula de la transgresión puede caer en el facilismo y hacerse predecible, como ocurrió a finales de los noventa con Damien Hirst y los Young British Artists, en medio del puritanismo actual es un alivio.
El puritanismo y el infantilismo que Liddell critica se refleja en la inclinación actual, visible en muchos creadores, de hacer un arte que imita al género infantil por excelencia, la fábula; un arte que siembra en la conciencia del espectador un mensaje edificante, y cuya nociva consecuencia es la previsibilidad de la obra. Si algún fin tiene la cultura -la alta cultura-, si para algo habría de servir, es justamente para combatir la forma estereotipada, el moralismo azucarado, el facilismo binario. El buen arte es o debería ser un antídoto contra el cliché, contra el eslogan político y contra el jingle comercial; contra las fórmulas rematadamente obvias e hipócritas del pink y del greenwashing.
Pero si en lugar de explorar la complejidad, las zonas de sombras, la ambigüedad y ambivalencia humanas, se conforma con repetirnos machaconamente que el bien es bueno y el mal es malo, que el colonialismo es feo y el machismo aún peor y que denunciarlos nos hace buenas personas, además de generar bostezos cae en lo peor que puede hacer el arte: propagar el cliché, ponerse al servicio de la moda, hacerle el juego a la corrección política, servir de ejemplo a la teoría o imitar el programa ingenuo e infantil del gurú biempensante del momento.
«Tenemos un arte inocuo e impostado, insoportablemente aburrido y conservador, más a la defensiva que abierto a la experimentación y la sorpresa»
Tal vez se deba a eso, al descrédito de la política y a que ya nadie cree en las buenas intenciones de sus representantes, que el artista se haya decidido a ocupar su papel y lanzar en sus obras benevolentes promesas de redención social. Es una de las paradojas de nuestra época: el arte y la política han confundido sus misiones y propósitos. Tenemos una política entretenidísima, muy televisiva y de pésima calidad, inmoral y salvaje, una amenaza a los ideales civilizatorios de Occidente; y un arte inocuo e impostado, insoportablemente aburrido y conservador, más a la defensiva que abierto a la experimentación y la sorpresa. Tal vez por eso los jóvenes prefieren la chiquillada infantil y la irresponsable incontinencia de un Milei, a las muy responsables y concienciadas exhibiciones que buscan descolonizar sus mentes y hacer de ellos unos ciudadanos ejemplares.