THE OBJECTIVE
José García Domínguez

El problema no es Milei

«La historia de Argentina se parece a una tragedia griega. Por eso, en el fondo, resulta accesorio que el presidente responda por Perón, Kirchner, Fernández o Milei»

Opinión
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El problema no es Milei

El presidente argentino, Javier Milei. | Ilustración de Alejandra Svriz

No fue Javier Milei el creador de la fantasía peregrina, según la cual Argentina ocupó en algún momento de finales del siglo XIX el puesto de la nación más rica del mundo. Tal disparate había formado parte durante generaciones de los tópicos más repetidos sobre ese desgraciado país del Cono Sur, pero la ascensión de Milei al estrellato internacional de la derecha doctrinaria lo ha vuelto a reavivar con fuerza. La cruda verdad, sin embargo, es que Argentina jamás a lo largo de su historia como Estado independiente ha sido ni por aproximación una nación desarrollada. Cuando el país solo era una inmensa pradera casi huérfana de seres humanos, aunque repleta de vacas, su PIB per cápita llegó a andar, sí, entre los más altos del planeta. Pero ese indicador, como casi todos, puede resultar en extremo engañoso (los 3.000 granjeros y pastores de ovejas que habitan en las islas Malvinas poseen a estas horas un PIB per cápita muy similar al de Alemania). Repárese a esos mismos efectos en que la España de 1913, un país famélico y entre los más atrasados de Occidente, presentaba un PIB que era superior en un tercio al de Argentina (41.000 millones de dólares frente a apenas 29.000). 

No obstante, a aquella Argentina muy escasa de pobladores y llena de rumiantes le fue magníficamente bien mientras existió el Imperio Británico. Porque ni a los españoles ni a los nacionalistas argentinos nos gusta tener que reconocerlo, pero la genuina madre patria de Argentina no es España, sino Inglaterra. Así, mientras Argentina pudo vender carne y trigo al Imperio Británico a cambio de todo tipo de manufacturas inglesas, los argentinos fueron el país con el mayor nivel de vida en América Latina, y con enorme distancia sobre el resto. Piénsese que en la década de los 30 la economía argentina equivalía a la de toda Sudamérica. Pero cuando se acabó el Imperio Británico, a partir de 1945, también se acabó Argentina. De hecho, no han vuelto a levantar la cabeza desde entonces; ni es demasiado probable que lo vayan a hacer en el futuro. Y ello por una razón dolorosa y simple, a saber: Argentina poseía una economía absolutamente complementaria con la del Imperio Británico, pero absolutamente incompatible con la del norteamericano, que sustituyó al inglés tras la Segunda Guerra Mundial. Para desgracia de Argentina, los yanquis producían lo mismo que ellos (trigo, carne…). Por tanto, estaban condenados a ser competidores, no cooperadores. 

«Haga lo que haga y gobierne quien gobierne, a Argentina siempre le va mal desde hace 70 años. El de su fracaso nacional parece el guion de una tragedia griega»

Y resulta que en ese preciso instante, el de la rotación de imperios, llegó Perón. Y con Perón también llegó el problema. No obstante, como sabe cualquiera estudiante de primer curso de estadística, la correlación no es sinónimo de causalidad. De ahí que a la Argentina posterior a la guerra le haya ido mal con Perón y sin Perón, con liberales y con antiliberales, con desarrollistas y con estructuralistas, con proteccionistas y con librecambistas, con civiles y con militares, con el peso y con la dolarización tácita, con la sustitución de importaciones y con la apertura radical al capital extranjero. Haga lo que haga y gobierne quien gobierne, a Argentina siempre le va mal desde hace 70 años. El de su fracaso nacional parece el guion de una tragedia griega. Y, si bien se mira, tiene bastante de eso. Porque el problema de fondo es que una nación de 45 millones de personas no puede vivir de las vacas y del trigo (ahora la soja). Por eso, Perón se lanza a crear la industria nacional basada en el mercado interno. Y tras Perón, los demás que se siguieron. 

Pero Argentina no es China. No hay miles de millones de argentinos sobre la superficie de la Tierra que puedan sostener, solo gracias a su número, un mercado interno rentable y autosuficiente. Y esa debilidad demográfica fue la que condenó a Argentina a alumbrar un capitalismo industrial muy tardío, muy pequeño, raquítico de hecho, ineficiente en absolutamente todos los sectores excepto el agrícola, siempre atrasado tecnológicamente, incapaz por principio de competir en el extranjero, adicto de forma patológica a los subsidios estatales crónicos y, lo peor, destinado a derrumbarse de forma aparatosa sobre sus propios cimientos cada 7 u 8 años, cuando los recurrentes cuellos de botella provocados por la escasez de dólares llevan a la quiebra de las empresas nacionales que ya no pueden comprar fuera de Argentina los insumos imprescindibles para seguir manteniendo activa la producción.

En el capitalismo internacional, para ser más productivo que los demás, hay que aplicar la gran escala. Ser muy grande es la única garantía de ser muy eficiente. Y si se es menos productivo que los demás, solo acabará siendo una cuestión de tiempo que otro ocupe tu lugar y te fuerce a desaparecer. Son las reglas, el sistema funciona así. Pero Argentina, si se la compara con la escala global, ha producido – y sigue produciendo- a escala liliputiense para un mercado liliputiense. Algo que, seamos realistas, ya va a tener muy difícil remedio a estas alturas del proceso de integración de los mercados transnacionales. Por eso, la historia de Argentina se parece tanto a una tragedia griega. Y por eso, en el fondo, también resulta accesorio que el presidente de la República responda por Perón, Frondizi, Videla, Alfonsín, Kirchner, Fernández o Milei.  

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