Elogio parcial de Milei
«Sus ideas, que tienen mucho de sectarias y que además resultan inaplicables en España, me parecen casi todas equivocadas y sus principios casi todos acertados»
Ha venido de nuevo Javier Milei a España y ha sido recibido como una estrella mediática. Levanta pasiones y suscita la ira a partes iguales, como se espera en un mundo polarizado. Al día siguiente sucedió lo mismo en Alemania, donde fue acogido entre gritos de «fascista» y aclamaciones de los liberales. Fascista realmente no lo es ni lo son sus ideas que, por otro lado, me interesan poco. A Milei se le puede llamar «demagogo», «populista de derechas», «fanático de la Escuela Austríaca» (una especie de religión económica), «anarcocapitalista», «neoliberal» y no sé cuántas cosas más, pero difícilmente «fascista». Da igual: las etiquetas se utilizan para desprestigiar a las personas y la del fascio es de uso universal.
De Milei –lo decía antes– no me interesan demasiado sus ideas, que tienen mucho de sectarias y que además resultan inaplicables en España. En cambio, lo que me llama la atención de él son sus principios. Quiero decir que sus ideas me parecen casi todas equivocadas y sus principios casi todos acertados. Solía repetir el gran historiador John Lukacs que, antes que en las ideas, tenemos que fijarnos en los principios que vertebran la vida de las personas. Churchill, por ejemplo, era un hombre más de principios que de ideas y se ha convertido con razón en uno de los héroes del siglo XX. Los principios son la moral, pero también las intuiciones básicas que sostienen esta moral; se encuentran en el corazón argumental de los cuentos de hadas clásicos que tanto inspiraron a Chesterton, donde sólo los héroes mantienen la cordura en medio de un mundo enloquece.
«Bajo el disfraz del liberalismo, nos hallamos ante un reaccionario en la acepción más elemental de la palabra»
¿Podemos considerar al presidente Milei un hombre cuerdo? A saber, aunque sus convicciones más básicas sí lo son: no sus exageraciones. Milei no duda en mostrarse excesivo, teatral, apasionado, sordo y altivo a la vez; todo ello nos habla de una personalidad ciertamente complicada. Bajo el disfraz del liberalismo, nos hallamos ante un reaccionario en la acepción más elemental de la palabra: alguien a quien el sentido de los tiempos le irrita lo suficiente como para reaccionar en contra de ellos; y esto en cierto modo lo ennoblece. Pero no son sus ideas, sino sus principios lo que le convierte en un reaccionario.
La defensa de la libertad, por ejemplo, es un principio vital y no una idea. La defensa de los no nacidos (en Madrid habló con gran contundencia de este asunto) es un principio moral y no una idea. Como también lo es la defensa del ahorro frente al vaciamiento de las arcas y el endeudamiento: una filosofía de vida aplicable tanto a los Estados como a las familias. O la convicción de que una sociedad que emprende resulta preferible a otra subsidiada. Los principios no definen a un hombre, no construyen una civilización, pero sí propician un humus moral que resulta, a su vez, cultural.
La gran economista Deirdre McCloskey solía referirse a las virtudes burguesas que hicieron posible el gran estallido de prosperidad y hablaba de «virtudes» y no de «valores», porque estos son ideológicos mientras que las aquellas se refieren a los hábitos e intuiciones que orientan nuestra existencia. «¿Qué es el liberalismo?», le preguntan una y otra vez a Milei. Y él, como los predicadores, repite: «El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad». Lo cual, en efecto, nos proporciona un ramillete de principios que articulan una vida y no una ideología.