De charla sobre el porvenir con una ballena
«Gracias a la inteligencia artificial se está descifrando el lenguaje de las ballenas y hasta ahora se han podido identificar dos palabras: ‘sopla’ e ‘idiota’»
No somos del todo conscientes de la increíble revolución que trae consigo la inteligencia artificial. En medicina desaparecerán en seguida las especialidades relativas al diagnóstico por la imagen, ya que los datos acumulados y compulsados a la velocidad de la luz (bueno, exagero, pero sólo de momento) las hará obsolescentes. En el mundo editorial desapareceremos muy pronto los traductores, quizá el libro que ahora estoy traduciendo sea el último, pues el algoritmo lo va a hacer mucho mejor que yo. Pero esto son cosas leves. Cuando la física cuántica y la inteligencia artificial se crucen, la imagen del mundo cambiará para nosotros.
Espero alcanzar a verlo, y también asistir a la domesticación eficiente de la fusión nuclear, en la que trabajan varios laboratorios en todo el mundo y que nos proveerá de energía prácticamente incesante y gratuita. Para entonces los coches eléctricos –si es que no se inventa pronto una alternativa al motor de explosión, cosa probable- se habrán señoreado de las ciudades, silenciosos y no contaminantes. Pasear por el centro será una delicia, un paraíso lírico, y será encantador vivir en ciudades hoy tan asfixiantes y contaminadas. Si no nos autodestruimos antes, si no le entregamos el señorío del mundo a las ratas, nos espera un porvenir maravilloso, sólo me preocupa que para mí ya sea demasiado tarde. En fin.
He estado hablando con mi amigo biólogo marino, y me ha impresionado la investigación que gracias a la IA se está pudiendo realizar sobre el sofisticado lenguaje de las ballenas, que como ya es bien sabido se comunican entre sí con unos stacattos de chillidos y silbidos altamente complicados, incluyendo sufijos y prefijos, que en cierto sentido se parecen al lenguaje morse y que parecen desmentir la tesis de Chomsky según la cual el lenguaje sofisticado es característica definitoria del ser humano. Para descifrar el lenguaje de las ballenas es preciso no sólo acumular grabaciones, sino filmarlas en el momento en que emiten esos sonidos, ya que el contexto contribuye a explicarlas de forma decisiva.
De esta manera –es decir: registrando miles de conversaciones y enmarcándolas en la situación exacta en la que se producen- hasta ahora se han identificado dos sintagmas o dos palabras: la primera es «sopla»–en fin, el equivalente a «sopla» en su lenguaje-, que las ballenas emiten cuando conviene que algún miembro de la manada expulse agua por el llamado «espiráculo» para perder peso y así emerger a la superficie. La segunda es una interjección equivalente a «idiota», es decir un reproche, que se emite cuando en el curso de una tarea común, por ejemplo la caza de un banco de peces, algún miembro de la manada se ha despistado y ha dejado escapar la presa.
Es seguro que dentro de pocos años será descodificado un vocabulario mucho más extenso. De momento sólo tenemos estas dos palabras, que, bien pensado, valdrían también para casi todas las relaciones humanas: «Sopla. Idiota». Me recuerda, aunque no venga a cuento, aquella conversación entre Pla y Cambó viniendo a Madrid en el vagón restaurante del tren. Viendo por las ventanillas el paisaje yermo de Castilla, un tercer comensal, o quizá el mismo Pla, observó, graciosillo: «No me parece un paisaje muy parlamentario». A lo que el magnate y político respondió: «Coma y calle». No hace falta decir más. O quizá sí se puede añadir la frase lapidaria de Al Capone que tengo enmarcada en mi despacho: «Cuando quiera saber tu opinión, ya te la daré».
«El pulpo será inteligente, pero en realidad es un bicho de lo más vil, pues se come a los miembros de su propia especie más débiles»
El pulpo, que goza de inmerecida buena reputación como bicho de acusada inteligencia y capaz de soñar de manera semejante a los seres humanos –cuenta Nature que en el estado letárgico sus tentáculos y ojos se agitan, su respiración se acelera y su piel destella con colores vibrantes- será inteligente, pero en realidad es un bicho de lo más vil, pues se come a los miembros de su propia especie más débiles. Desde que lo sé he vuelto a considerarme autorizado a pedir en el restaurante pulpo a feira, tal como hacía sin ningún remordimiento cuando vivía en Santiago de Compostela, tiempo atrás.
Aunque la verdad es que sigo comiéndolo con desasosiego, como Pessoa los callos a la manera de Oporto, que le «servían fríos». «¿Por qué, si yo pedí amor, me sirvieron callos a la manera de Oporto, fríos? Todo el mundo sabe que es un plato que se come caliente». Me cuentan que el tiburón carece de las habilidades lingüísticas de las ballenas, pues no dispone de los órganos físicos adecuados para emitir sonidos elaborados, y además es un animal solitario, nada sociable, poco lingüístico. No me ha extrañado nada saberlo.
¿A quién no le impresiona saber que las ballenas jorobadas tienen un lenguaje articulado, que se interpelan, que se hacen reproches, que se imparten órdenes, y que dentro de poco podremos entenderlas perfectamente, y lógicamente, comunicarnos con ellas, transmitirles mensajes? Imagino la primera conversación.
Dice la ballena: «¿Qué demonios quieres de mí?»
Y el ser humano responde: «Matarte y comerte. ¿Qué creías?…»
La ballena: «Pero hombre, ¿por qué? ¿Qué te he hecho yo?»
El hombre: «No es nada personal. Es que tu grasa sirve para usos industriales, iluminación y alimentación. Tu esperma para cosméticos, lápices labiales, lápices grasos. Tu ámbar gris, para fijadores de perfumes, se considera el más valioso de los productos de la industria ballenera. Tu carne le encanta a los japoneses, islandeses y noruegos».
La ballena (que es especialmente inteligente y culta): «¿Pero no te das cuenta que con esta actitud degradáis los océanos, que son la base misma de la supervivencia humana?»
El hombre: «Bah, ya inventaremos algo. Salimos siempre adelante».