El enésimo timo del bipartidismo
«No se puede travestir el pasteleo de los jueces en un impostado respeto de las leyes o, aún peor, en una esperanza de restitución de la separación de poderes»
«La casualidad es la forma en la que Dios se mantiene en el anonimato». Esta frase, atribuida apócrifamente a Albert Einstein, expresa la creencia de que nada es fortuito, que todo obedece a un propósito divino. En política, aunque también casi nada suceda de forma casual, la mano invisible poco tiene de divina. De ahí que no sea casualidad, mucho menos celestial, que el PSOE y el PP alcanzaran un acuerdo sobre el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) justo en el momento en que lo hicieron.
Llevaban días en el Partido Popular anunciando la inminencia del acuerdo porque —¡oh, casualidad!— el PSOE, es decir, Pedro Sánchez, a través de su intermediario Bolaños, estaba mostrando signos de una generosidad inesperada. Por fin, en el momento y a la hora señalados, el negociador socialista puso sobre la mesa la paridad de nombramientos: diez jueces para ti, diez para mí. Un regalo extraordinario que había que coger al vuelo, pues apenas había puesto pegas a los nombres. El PP se apresuró a firmar para asegurarse el preciado botín de sus diez nombramientos, con la venia socialista para adornar el obsceno pasteleo con una promesa de despolitización de la Justicia que quedaba, también casualmente, a merced de los buenos deseos.
Así, el PP, llevado del ronzal de sus propios intereses, firmó en el momento exacto que al PSOE más le convenía. Justo cuando en la prensa rugía el escándalo del borrado del delito de malversación en el caso de los ERE por parte del Tribunal Constitucional, la ignominiosa ley de amnistía daba sus primeros y venenosos frutos y la bola de nieve, por no decir de mierda, del caso Begoña alcanzaba dimensiones colosales. Todo esto no sólo quedó obsoleto, sino que, incluso, a pesar de la polémica, pasamos en 24 horas del hedor insoportable de la corrupción sanchista al aroma embriagador de la esperanza de que, quizá, podría salvarse la Justicia. ¡Una casualidad, un prodigio fortuito, un milagro!
Pero, como digo, la casualidad no existe en política. No habían transcurrido ni 24 horas del anuncio de la buena nueva por parte de González Pons —nuestro Corín Tellado de la política— cuando el intermediario Bolaños volvió a ser activado desde la Moncloa para declarar en ese pseudomedio llamado Cadena SER que el acuerdo para cambiar el sistema de elección de jueces no era vinculante y, a renglón seguido, dejar clara la postura del Partido Socialista: defender el modelo vigente. Lo que rápidamente sería utilizado para tachar de ingenuo al Partido Popular.
Pero discrepo de este último punto. Ni siquiera Feijóo puede ser tan ingenuo como para creer que el PSOE iba a consentir el establecimiento de una Justicia independiente. Ocurre que el PP tampoco lo quiere. Demasiados casos sub iudice, con ilustres nombres del partido de por medio, como para consentir que los jueces de los más altos tribunales se gobiernen a sí mismos, libres ya de cualquier injerencia partidista.
«De qué sirven las formas cuando el fondo se desintegra por los terribles usos y costumbres políticos»
Lo advertía de forma muy temprana, creo recordar que en la red social X, Guadalupe Sánchez Baena. Si el Partido Popular de verdad hubiera querido ir más allá de cumplir su propia ley (Ley Orgánica 4/2013), renovando el CGPJ y conseguir que la enfermiza democracia española tuviera por fin al menos uno de los tres poderes sano, el orden habría sido justo el contrario: primero la reforma de la LOPJ y después, simultáneamente, la renovación del CGPJ.
Nadie, ni siquiera el líder del PP, puede ser tan miope como para creer que la reforma de la LOPJ dejada al albur de las casualidades de los dioses, es decir, de los intereses del Gobierno, podía llegar a buen puerto. De hecho, a tenor de las declaraciones socialistas, el «acuerdo no vinculante» ha naufragado antes siquiera de iniciar tan incierta travesía.
La oportunidad o inoportunidad de la renovación del CGPJ me ha regalado, en lo personal, estupendas trifulcas con quienes consideraban que, por encima de todo, el Partido Popular estaba obligado a cumplir con la legalidad vigente llegando a un acuerdo para renovar el CGPJ. Porque, de no hacerlo, se convertiría en la imagen especular del sanchismo y la selva se propagaría a ambos márgenes del cada vez más difuso eje ideológico. Y stricto sensu tienen razón, aunque paradójicamente, a veces, su pasión por defender las formas los lleve a perderlas.
Sin embargo, no puedo evitar seguir preguntándome de qué sirven las formas cuando el fondo se desintegra por los terribles usos y costumbres políticos, en los que, todo sea dicho, el PSOE brilla con luz propia, una luz inigualable. Al fin y al cabo, si el fondo desaparece, ¿no se reducen las formas a una mera liturgia? ¿Qué utilidad tienen, por ejemplo, los buenos modales, si lo que se planea es abusar de quien con tanta cortesía se saluda? ¿No se degradan así las formas a mero decorado de una realidad inexistente, la de un régimen político que en la práctica está siendo liquidado?
«Los ciudadanos llevamos décadas siendo devorados por una clase política que es alérgica a la separación de poderes»
Que las formas son importantes no lo discuto, en absoluto. Pero, del mismo modo que el fondo necesita de las formas para no desmoronarse, estas pierden su sentido cuando el fondo desaparece. Es como dar por cierto que una tribu de caníbales es civilizada porque se viste de chaqué cada vez que se va a merendar a un congénere.
Y en España, los ciudadanos llevamos décadas siendo devorados por una clase política que es alérgica no ya a la separación de poderes, sino a cualquier propósito de enmienda. Una clase política egoísta e irresponsable que nos vende, en ambos lados del bipartidismo, que el Estado de bienestar podrá seguir funcionando con cada vez más viejos, menos hijos, más inmigrantes sin cualificación, más personas dependientes, más ecologismo, menos energía y más cara, más impuestos y más funcionarios, cuando es sencillamente imposible.
Había una única vía para que en este caso concreto las formas se respetaran y, al mismo tiempo, el fondo se reconstituyera, y era vincular en el orden correcto la renovación del CGPJ a la reforma de la LOPJ. No se ha hecho, pero no porque fuera imposible, sino por comodidad, por vaguería y pereza, pero, sobre todo, conveniencia.
La amenaza de Sánchez de imponer su propia ley, si el Partido Popular no se avenía a cumplir la vigente, era un farol. Y aún en caso de no serlo, hubiera sido peor para Sánchez. No porque Europa se le fuera a echar encima, que también podría haber sucedido, sino porque su menguante apoyo electoral, esta vez sí, se habría resentido las décimas necesarias como para no poder reeditar nuevamente la coalición de extrema izquierda, caciques secesionistas y, en general, antidemócratas que le mantiene en la Moncloa.
Las formas importan. Pero, en política, a veces hay que atreverse a jugar por los extremos, a correr el balón por encima de la misma línea. A apropiarse, en definitiva, de esa audacia de Sánchez que tanto admiran los defensores de los buenos modos. Pero para eso antes hay que ser no ya valiente, sino íntegro. Y no travestir el enésimo pasteleo de los jueces en un impostado respeto de las leyes o, lo que es peor, en una esperanza de restitución de la separación de poderes que, en realidad, ya había sido traicionada antes siquiera de que fuera proclamada.