THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

La mano de Fabián

«Tengo que confesar que fue en Derecho Romano, ya en el inicio de mi edad adulta, cuando aprendí, más bien aprehendí, el significado de la palabra tradición»

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La mano de Fabián

Ilustración de Alejandra Svriz.

Quizá sea motivo de vergüenza, pero tengo que confesar que fue en Derecho Romano, ya en el inicio de mi edad adulta, cuando aprendí, más bien aprehendí, el significado de la palabra tradición. Resulta, nos explicaba aquel profesor barbudo de líneas apolíneas al que llamábamos «el pretor urbano» (quizá todo ello era pura proyección sugestionada), que el dominio de las cosas –su posesión por variados títulos, o su propiedad- podía surgir no solo porque se entregaba materialmente el objeto o algo que lo representase (las llaves que dan acceso o uso) sino también de modo simbólico o espiritualizado.

«Por ejemplo» —decía nuestro pretor— «con el brazo extendido» —el suyo parecía alcanzar la misma Toscana desde el árido campus de Cantoblanco— «el enajenante señalaba la finca y así la transmitía al adquirente». A esa forma de inmaterial entrega se le llamaba traditio longa manu, y cuando resultaba que el adquirente ya estaba en poder del bien —porque, por ejemplo, lo tenía en régimen de arrendamiento—, la forma de transmisión apenas exigía esfuerzo alguno en la ostensión corporal y por ello era denominada traditio brevi manu. Así que la «tradición», lo «tradicional» tiene intrínsecamente que ver con la «entrega» … musitaba yo para mis adentros descubriendo el Mediterráneo.

Quedé con Fabián, uno de esos que primos que denominamos lejanos aunque no sepamos cifrar nunca bien del todo el linaje correcto que nos lleva a tal título. Aún nos damos la mano al vernos, o un semiabrazo de esos con los que se aprietan los hombros, como cuando se regaña a los niños, pero no se liman hebillas. Durante muchos años nuestras vidas se desenvolvieron por sendas alejadas, pero siempre nos tuvimos cariño y nunca hubo desencuentro alguno. En los últimos tiempos nos hemos topado en el refugio de las añoranzas.

Me cuenta de los avatares de su madre y abuela, de cómo él recordaba a la mía, a la que un poco también tiene como suya, e igualmente aprovecha para evocar a mi padre. «Recuerdo una vez, en la Jarilla, con los primos, que salimos a montar en bici. Tendría yo 10 u 11 años. A mí me tocó una de esas BH del año de la tana y bajando a toda galleta por la cuesta de la finca salí volando con la mala suerte de que me clavé toda la manilla en el muslo. Sangraba como Paquirri y así llegué a la casa, donde solo estaba tu padre que inmediatamente me subió a vuestro coche, un R-12 ranchera, blanco, no se me ha olvidado, y raudo me llevó al puesto de la Cruz Roja en la carretera de Colmenar. Lo más cercano. Nada más ver el alcance de la herida, aquella auxiliar nada angelical me advirtió de que los necesarios puntos me dolerían un poco. Entonces tu padre, junto a la camilla, me extendió su mano y me dijo que la cogiera fuerte, tanto como quisiera. No se me ha olvidado ni se me olvidará».

Apuramos la cerveza y nos dimos un abrazo. Esta vez apretado, pero enseguida extendí mi longa manu a la suya agarrándola con firmeza, recreándome en esa posesión no tan momentánea.

Este lunes 1 de julio, cuando el verano ya trae al recuerdo el regusto del cloro mezclado con la saliva de los primeros besos, el olor a Nocilla y aquel ruido de frenazos de las bicis de ocasión, mi padre habría cumplido 92 años.

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