THE OBJECTIVE
José Luis Pardo

Amores imposibles

«Es una maldición que la sociedad esté en proceso de reconfesionalización al servicio de una nueva religión obligatoria que tiende a reducir el amor al sexo»

Opinión
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Amores imposibles

Françoise Hardy. | Europa Press

La muerte de Françoise Hardy el pasado 11 de junio, aunque reclamada en vano durante años por la cantante para aliviar su tormento, no por ello ha dejado de propinar un nuevo zarpazo a una generación que hoy está en sus postrimerías. ¡Qué asco le cogí yo al bueno de Jacques Dutronc porque, no conforme con haber conquistado el corazón que latía en aquella mirada de inconsolable tristeza, seguía presumiendo de lo mucho que le gustaban todas las demás chicas («J’aime les filles…»), el muy bribón!

Pero esto me ha dado que pensar. ¿Cuándo empezaron los enamorados a caminar juntos de la mano en público? En su primer y mayor éxito, Hardy hablaba de ello (la main dans la main) casi como si ya fuera una costumbre. Quizá lo era en Francia, o al menos en París. Pero, ¿lo era en el resto del orbe, al menos del orbe occidental, o en el entonces llamado «mundo libre»? Espero que algún lector más versado que yo me saque de dudas. Desde luego, no me imagino a mis padres, en sus años mozos, caminando juntos de la mano por las calles de Madrid. Quiero decir que estoy contemplando la hipótesis de que la letra que Hardy cantaba en 1962 —debido a su enorme difusión— fuera la responsable de que se extendiese rápidamente este nuevo uso amoroso.

Está claro que ya estaba normalizado cuando, en 1963, Lennon y McCartney escribieron I want to hold your hand (o sea, «quiero tomarte de la mano», una fórmula de petición de mano en la que el padre de la novia ya no tenía autoridad alguna), su primer número uno mundial y una de las pocas canciones de los Beatles —no creo que lleguen a veinte— que no pueden atribuirse exclusiva o principalmente a ninguno de ellos dos, sino que son hijas naturales de los tempranos días de su providencial sintonía. Sus versos revelan que ya en ese momento la muchacha que dejase a su pretendiente tomarla de la mano por la calle le había aceptado como pareja, al menos a prueba, y por ello los autores lo reclamaban con ansiedad.

Nótese que, aunque estos dos jóvenes descubrieron el sexo de un modo bastante rudo en Hamburgo, su despertar al erotismo se produjo en Francia y en francés (Michelle, ma belle…). Sin embargo, parecían estar menos enamorados de Françoise Hardy que otros colegas suyos, como Dylan (que pidió que Hardy estuviese presente en su primer concierto en el Olympia de París), porque ellos bebían los vientos por Brigitte Bardot, tanto que imponían a sus novias británicas la obligación de vestirse, teñirse, peinarse, maquillarse y hasta fumar como BB, so pena de ruptura sentimental, y desde luego a cambio de financiar la parafernalia. También ellos requirieron la asistencia de su diva a su primer concierto en el Olympia, pero la diosa, naturalmente, declinó la invitación: Bardot ya estaba en el Olimpo, y por entonces los Beatles sólo habían conseguido actuar como teloneros de Sylvie Vartan.

Me he estado fijando un poco, y tengo la impresión de que ahora en España ya no se estila demasiado que los jóvenes vayan de la mano por la calle (también me dejaré corregir si me equivoco). Entre los jóvenes españoles contemporáneos de Tous les garçons et les filles, cuando el nacionalcatolicismo más recalcitrante desaconsejaba esta práctica porque podía inducir al sexo sin fines reproductivos, era una audacia. Pero, aunque fuera pecaminoso, aquellos jóvenes (la cantante francesa tenía 18 años cuando grabó el tema) estaban acostumbrados a rebelarse contra el catecismo y, más tarde o más temprano, hacían eso que entonces se llamaba enamorarse (ils s’en vont amoureux, decía la canción). Y esto me ha llevado a esta otra pregunta: ¿cuántos jóvenes españoles se enamoran actualmente? O, dicho de otra manera, ¿cuántos utilizan ese verbo para describir sus relaciones?

«El amor es expansivo y necesita declararse, por lo que sus efectos adquieren una cierta consistencia pública»

A decir verdad, en la década prodigiosa de 1960 también había una minoría de jóvenes que se consideraban políticamente concienciados (no se había impuesto aún el anglicismo woke) y que llegaron incluso a adoptar con entusiasmo un contracatecismo tan asfixiante como el católico-integrista, contenido en las páginas ciclostiladas en las que circulaba como un pasquín el texto de La función del orgasmo, de Wilhelm Reich, que presentaba el sexo como la medida higiénica más segura para combatir la neurosis y el capitalismo (que no eran más que una sola y la misma cosa) y despreciaba el amor «burgués» como lo que alguien llamó un sentimiento de segunda mano, mero efecto patológico de la sublimación de la libido forzada por la represión.

Entendámonos: el sexo tiene una jurisdicción legítima y una relevancia indiscutible, y no hay amor (del tipo que aquí estoy considerando) sin atracción sexual. Pero el sexo, por su propia naturaleza, pertenece al ámbito de lo privado, por lo que tendemos a mantenerlo a salvo de la mirada púbica mediante la barrera del pudor. El amor, en cambio, por muy íntima que sea su condición, es expansivo y necesita declararse, por lo que sus efectos adquieren una cierta consistencia pública (la consolidación social de la pareja), que se encarnaba en aquellos años en el gesto de tomarse de la mano.

Pero el contracatecismo de aquella minoría «concienciada» que pretendía que el sexo suplantase al amor y, como éste último, se declarase públicamente en lugar de mantenerse en la reserva de lo privado, arruinó la vida sentimental de al menos tantas personas como las que quedaron emocionalmente traumatizadas por el catecismo propiamente dicho, porque el intento clerical de eliminar el sexo de la pasión amorosa fue siempre tan inútil como la exigencia militante de reducir el amor al sexo, vigente desde los sarcasmos de los poetas satíricos de la antigüedad hasta la vulgata freudomarxista. Y puedo dar fe de lo ineficaz que resultaba intentar ligar mediante un seminario sobre la revolución sexual, y del papel crucial que desempeñaron las chicas en la desestimación de esta sandez.

La cuestión es que aquella opción ayer minoritaria se ha vuelto hoy mayoritaria o, al menos, ideológicamente dominante, entre otras cosas porque se ha hecho de la sexualidad privada una fuente de obligaciones y derechos públicos. Añádanse a ello las abultadas cifras que alcanzan entre nosotros el subempleo y el desempleo juveniles, y se entenderá que se haya generalizado una actitud de prevención contra ese amor que tanto anhelaba la protagonista de la canción de Françoise Hardy. Se trata de un sentimiento que, al producir una crisis de pasmo y estupefacción, puede conducir al compromiso y, en casos extremos, al matrimonio o al emparejamiento de larga duración y hasta a la reproducción, algo contra cuyos graves riesgos (especialmente para las cismujeres) nos tiene advertidos la presidenta del Consejo de Estado.

«El catecismo oficial de nuestros días denuncia el amor como una plaga tóxica»

No sé si esta prevención obedece exclusivamente a la necesidad de otorgar una cobertura ideológica a las dificultades económicas, pero la verdad es que el catecismo oficial de nuestros días denuncia el amor como una plaga tóxica, y recomienda a los heterosexuales infectados al menos disimularlo en público y, por tanto, abstenerse de caminar de la mano por las calles. También es verdad que la mala prensa del amor se debe asimismo a los abusos que de su imagen ha hecho la pornografía sentimental del sector de negocios conocido como «del corazón», incluidos los reportajes fotográficos del jefe del Ejecutivo de la mano de su pareja y sus epístolas preconciliares, que constituyen una objeción de peso contra el vicio de enamorarse, sobre todo si es «profundamente».

Se dirá que exagero al hablar de una prevención contra «el amor» a secas, ya que el objeto de la actual aversión escolástica es lo que se llama el amor romántico. Pero el calificativo «romántico» con el que así se insulta al amor no se refiere al romanticismo de Herder o a la épica nacionalista, ni tampoco a los versos de Hölderlin. Este amor es romántico como las coplas de Quintero, León y Quiroga que cantaba Concha Piquer, como el Ne me quitte pas de Brel, como el Ay, pena, penita, pena de Lola Flores, como la Lucía de Serrat, como el Fly me to the moon que inmortalizó Sinatra, como el Porque te vas de Perales y, para decirlo todo, como la inmensa mayoría de las canciones populares (no confundir con el folklore), que a oídos de los fieles de la nueva religión sonarán como cursiladas negacionistas, sexistas, imperialistas, racistas, homófobas, neoliberales y heteropatriarcales, igual que sonarán seguramente Tous les garçons et les filles e incluso I want to hold your hand.

Ahora bien, lo que esos oídos desprecian hoy como una insoportablemente incorrecta vulgaridad es el hecho de que una gran cantidad de personas encontró en esas canciones el modo de expresar sus propias penas (es lo mismo que un nublao de tiniebla y pedernal) y alegrías (el corazón se me salía del pecho / cuando crucé la sala/y ella puso su mano en la mía) de amores , es decir, que esas personas no recibieron al escucharlas un mensaje que alguien les comunicara o una historia que alguien les contase, sino que hallaron refugio en la voz de un cantor que había convertido la visceralidad opaca de una sensación privada en un sentimiento compartido, como según Sánchez Ferlosio ocurre siempre con la lírica. Y por ello, esas cantinelas, igual que las imágenes radiantes de Brigitte Bardot o Alain Delon, son como comprimidos en los que está encapsulada una emoción de alto voltaje que se puede despertar intempestivamente cuando se ven o escuchan al margen de todo prejuicio clerical.

Como decía Georges Bataille, el amor «se basa en el deseo de vivir en presencia de un objeto tan preciado que el mero temor de su pérdida hace que desfallezca el corazón»; y es muy poco realista que esto ocurra, y aún lo es menos esperar que la persona a quien se otorga tan alto valor, elegida entre miles de seres humanos, corresponda al enamorado y le conceda la felicidad. Pero eso es lo que sucede en esas canciones, y a eso mismo es a lo que aspiraban todos los que las cantaron como si fueran sus protagonistas. Una aspiración que tiene, sin duda, muchos inconvenientes desde el punto de vista pragmático.

«No creo que haya una forma de cursilería más desvergonzada que la de la jerga pirotécnica de la hipertrofia identitaria»

Si aún viviera, podría atestiguarlo el eminente Alfonso Sánchez, primer crítico cinematográfico en aparecer en la televisión española, a quien se preguntó una vez qué le habría gustado ser si no hubiera ejercido esa profesión, a lo que respondió tímidamente: «guapo». El motivo de ello era que estuvo toda su vida perdidamente enamorado de Anouk Aimée —también ella desaparecida recientemente—, cuyos pasos, según la leyenda, seguía por todos los festivales de cine europeos sobornando a los camareros para que le sentaran al lado de la actriz en las cenas de gala, y que al no ser correspondido tuvo que resignarse a vivir sin la única mujer que habría sido capaz de librarle de su empecinada soltería.

Con todo, a pesar de sus muchos inconvenientes, y de los muchos pecados que hoy le encuentra el catecismo de la minoría concienciada a este sentimiento, no ha aparecido un amor alternativo que le sirva de recambio, y si tomamos el calificativo «cursi» en la acepción con la que se consolidó en el siglo XIX (persona que presume de refinamiento y elegancia, pero que resulta ridícula y de mal gusto), no creo que haya en nuestro tiempo una forma de cursilería más desvergonzada que la de la jerga pirotécnica de la hipertrofia identitaria y la pastoral de la empatía, el antinarcisismo contrahegemónico, el género fluido y la santa indignación contra las élites integradas.

En la España que escuchaba Tous les garçons ete les filles el Estado era confesional y, por tanto, la moral sexual del catolicismo era una obligación pública: («Todo el que mira a una mujer deseándola ya cometió adulterio con ella en su corazón», Mt 5, 27-28). Así que fue una auténtica bendición que en 1978 desapareciese esa confesionalidad y tanto la vida sexual como la fe religiosa se convirtieran (siempre que no infringiesen ninguna ley) en opciones privadas. Pero es una maldición que, en 2024, la sociedad esté en proceso de reconfesionalización al servicio de una nueva religión obligatoria («Todo el que mira a una mujer deseándola ya la sexualizó y la convirtió en objeto en su corazón») que de nuevo tiende a reducir el amor al sexo. ¿Nadie les ha dicho a estos papanatas que desear sexualmente a alguien por quien nos sentimos atraídos no es ninguna anomalía, sino que lo anómalo es más bien lo contrario?

Sin duda, hoy también es difícil y arriesgado para la gente joven rebelarse contra el catecismo vigente, que aunque sin duda es descendiente del de Wilhelm Reich, se ha dotado de una moralina más actualizada y se ha encarnado en leyes orgánicas —acaso habría que llamarlas, mejor, leyes orgónicas— supuestamente ideadas para luchar contra un integrismo hace tiempo derrotado, pero que puede ser finalmente resucitado por esta lucha, aunque sea como esperpento, dando lugar a un nuevo contracatecismo tan autodestructivo como dicha moralina. Cualquier cosa menos enamorarse.

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