THE OBJECTIVE
Francesc de Carreras

La opinión pública libre en peligro: preparémonos

«La libertad de expresión es la primera de las libertades de la cual depende la salud de todas las demás. Se debe prohibir su abuso pero no su uso legítimo»

Opinión
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La opinión pública libre en peligro: preparémonos

Ilustración de Alejandra Svriz.

Tras las dos epístolas de Pedro Sánchez a los españoles, motivadas por la apertura de una investigación judicial sobre su esposa y las informaciones de los medios de comunicación sobre sus actividades profesionales, el presidente del Gobierno se ha marcado el objetivo de introducir reformas en la regulación de estos medios a los que reiteradamente ha denominado «máquinas de fango». Preparémonos. 

Y prepararse quiere decir estar bien informados de lo que ello puede significar para nuestra democracia. El artículo 20 de la Constitución regula en líneas generales, pero con suficiente detenimiento, este fundamental derecho y a la importancia del mismo dentro de la historia dedicaremos este artículo, sin perjuicio que en próximos escritos insistamos sobre su significado en el derecho positivo español.

Muy tempranamente nuestro Tribunal Constitucional alertó de la importancia capital de la libertad de expresión para el funcionamiento de nuestra democracia. En la STC 6/1981 -la sexta sentencia de su historia y con Rubio Llorente de ponente- advertía de la importancia de su relevancia en estos términos:

«El artículo 20 CE, en sus distintos apartados, garantiza del mantenimiento de una comunicación pública libre, sin la cual quedaría vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidos a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática que enuncia el artículo 1.2 CE y que es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política. 

La preservación de esta comunicación pública libre, sin la cual no hay sociedad libre ni, por tanto, soberanía popular, exige la garantía de ciertos derechos fundamentales comunes a todos los ciudadanos y la interdicción con carácter general de determinadas actuaciones del poder (verbi gratia, las prohibidas en los apartados 2 y 5 del mismo artículo 20) pero también una especial consideración a los medios que aseguran la comunicación social y, en razón de ello, a quienes profesionalmente les sirven». 

(En las muchas sentencias siguientes que no modifican esta doctrina, sino que la desarrollan, el término «comunicación pública libre» es denominado, de manera más adecuada, «opinión pública libre»).

«Si se quiere limitar, pues, que se haga, pero con buenos fundamentos, no por motivos personales y arbitrarios como ha sucedido con la ley de amnistía»

Así pues, esta jurisprudencia constitucional sitúa a la opinión pública libre como una institución clave de nuestro ordenamiento jurídico y político, como elemento esencial de una sociedad libre y de un Estado democrático, los dos núcleos duros que legitiman el constitucionalismo moderno. Esta posición básica de la libertad de expresión respecto a los demás derechos ha permitido al Tribunal Constitucional configurarlo como un derecho preferente frente a los demás.

La libertad de expresión -que se compone de la libertad de opinión y el derecho a la información- es un derecho propio de la modernidad. Nace con la invención de la imprenta (año 1452 aproximadamente) y las ideas que surgen de una nueva visión del mundo. Erasmo de Rotterdam, a principio del siglo XVI, lo expresa con palabras premonitorias: «El mundo está volviendo en sí como si despertara de un sueño profundo. Pero algunos todavía se resisten a ello con obstinación, aferrándose convulsivamente con pies y manos a su vieja ignorancia. Tienen miedo a que si la literatura y las artes renacen y el mundo se hace más sabio, se ponga de manifiesto que ellos no saben nada».

El avance de las ideas revolucionarias de libertad e igualdad, el avance contra de la ignorancia y a favor de la tolerancia religiosa, el espíritu científico, la filosofía racionalista y la libertad individual, es lento y difícil, pero al final triunfa. 

En plena revolución inglesa, John Milton, en su obra Aeropagítica (1644), enlazándola con la libertad de conciencia, hija de la idea de tolerancia, considera a estas libertades como las primeras y más importantes: «Dadme la libertad de conocer, de expresar, de discutir libremente, de acuerdo con mi conciencia, por encima de todas las libertades». Milton entendió que la defensa de la libertad de expresión era un elemento decisivo de la lucha en favor de la razón y en contra, por tanto, de la arbitrariedad absolutista: «Quien mata a una persona mata a un ser racional, a una imagen de Dios; pero quien destruye a un libro mata a la razón misma».

Este espíritu prosiguió con Locke, con Burke, con los ilustrados franceses, con Bentham y los demás utilitaristas. Ello impregnó a finales del siglo XVIII las revoluciones norteamericana y francesa. La Declaración de Derechos de Virginia (1776) afirmó en su art. 12: «Que la libertad de prensa es uno de los grandes baluartes de la libertad y no puede ser restringida sino por un gobierno despótico». Y el art. 11 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) declara que «la libre comunicación de los pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente, con la salvedad de responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley». 

Así pues, la libertad de expresión no es una más, sino la primera de las libertades de la cual depende la salud de todas las demás. Se debe prohibir su abuso pero no su uso legítimo. Naturalmente, tiene límites, como las otras, pero no cualquier límite es legítimo. Estar alerta para que no se desnaturalice es fundamental para que nuestra democracia sobreviva. Si se quiere limitar, pues que se haga, pero con buenos fundamentos, no por motivos personales y arbitrarios como ha sucedido con la ley de amnistía. Las cartas de Pedro Sánchez, del ciudadano Sánchez, dan indicios de que podemos caer en los mismos graves errores.  

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