THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Ilegalizar ya los pisos turísticos

«El esfuerzo de generaciones laboriosas no se hizo para que un negocio inmobiliario oportunista expulse a las familias españolas de sus viviendas»

Opinión
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Ilegalizar ya los pisos turísticos

Una pegatina de protesta contra la principal plataforma de pisos turísticos vista en el centro de Madrid. | David Canales (Zuma Press)

Hay una serie de negocios nuevos muy provechosos para los buitres, y para los vivales, pero muy dañinos para la ciudadanía, que tienen en común la particularidad de basarse en alguna ingeniosa app, radicada, generalmente pero no siempre, en Estados Unidos —vivales los hay en todas partes—, mediante la cual se burlan las medidas y contrapesos que el Estado del bienestar implementó para proteger a los ciudadanos. Son negocios como los de reparto de comida a domicilio, los taxis de pegolete (Uber, etc.) que arruinan a las familias de los taxistas, los pisos turísticos de Airbnb y sus réplicas.

Los pisos turísticos son un cáncer, con metástasis en todas las ciudades españolas con atractivo turístico. En Valencia y en Madrid se ha impuesto una moratoria —veremos cómo acaba— para que no sigan proliferando, mientras que en Sevilla se les deja manga ancha para crecer y multiplicarse. En Barcelona, por el contrario, la alcaldía intenta cortar de cuajo el problema.

Contexto: el Gobierno catalán (ERC) no es sino poco más que una banda de aventureros, pero algo positivo ha intentado: un decreto contra los pisos turísticos. Contra ese decreto el PP ha recurrido ante el Constitucional, en base a unos cuantos conceptos garantistas inverosímiles y en realidad para mostrar que son oposición.

Investido de la potestad que el decreto le concede, el alcalde Collboni (PSC) ha anunciado, días pasados, otra vía para frenar la metástasis: anuncia que dejará extinguirse los permisos ya concedidos a los pisos turísticos y cuando caduquen no los renovará. Naturalmente, los filibusteros de la vivienda están que trinan. ¡Tampoco le parece bien al PP regional! ¡Vaya, por Dios, qué sorpresa!

En las trabas bizantinas que pone a medidas que son clamorosamente reclamadas por los vecinos, y en buscar soluciones de compromiso, manifiesta sus ganas de marear la perdiz so pretexto de ecuanimidad, de garantizar los intereses de «todos los implicados», etcétera. A no ser, claro, que además haya por ahí detrás los consabidos intereses económicos más o menos inconfesables.

«Los vecinos que vieron expulsados a otros vecinos para que se alojen cómodamente los de las Birkenstock»

El parque de viviendas en las ciudades españolas bellas (es decir, las que se salvaron de la fealdad y la destrucción del patrimonio paisajístico a manos de la especulación-corrupción inmobiliaria, confer La España fea, Andrés Rubio, ed. Debate); el mantenimiento de las calles y de los edificios históricos; los servicios modernos; el orden público garantizado por la Policía y la Guardia Civil; la sanidad; las vías de comunicación de alto nivel europeo; la oferta de ocio e incluso el servicio de recogida de basuras: todos estos elementos (además de la notoria inferioridad de los sueldos españoles, de los precios de los artículos de consumo y especialmente del vino), contribuyen a hacer de España un destino turístico atractivo y accesible para los pueblos del Norte, y ahora también para los orientales y los americanos.

Bien está. Pero todos esos servicios no son bienes que hayan brotado así como así, como las setas en el bosque. Han costado y cuestan mucho esfuerzo y dinero a los contribuyentes españoles… y a la Comunidad Europea.

Este esfuerzo continuado de generaciones laboriosas no se hizo, cabe suponer, para que un negocio inmobiliario pingüe y oportunista, como el de los pisos de marras, expulse a las familias españolas de sus viviendas y transforme éstas en ruidosos hoteles sin vigilancia, para satisfacer la avidez de unos cuantos desalmados —sic, ¡nada personal, sólo negocios!— y para solaz de esos grupos de bobalicones de vacaciones, vestidos en short, camiseta y riñonera, y calzados con sandalias Birkenstock o chanclas, para más inri no pocas veces con calcetines, que en todo su esplendor de vulgaridad brotan del ascensor o aparecen en la escalera convertida en lugar de tránsito como fantasmas que no arrastran la preceptiva bola de hierro, sino la maletita arriba y abajo, y montan fiestas de madrugada, sin duda muy divertidas pero fastidiosas para todos los vecinos. Bueno, los vecinos que quedan. Los vecinos que vieron expulsados a otros vecinos para que se alojen cómodamente los de las Birkenstock. Y a esto algunos lo llaman «libre mercado».

Naturalmente, los codiciosos dueños de los pisos turísticos ya han encontrado portavoces en la prensa para argumentar que las medidas regulatorias en el fondo no solucionan nada y que los pisos turísticos «crean riqueza», y para minimizar la gravedad de la metástasis: al fin y al cabo de momento son sólo 10.000 viviendas en Barcelona. Hasta ahora, de momento, sólo 10.000 familias barcelonesas y otras tantas sevillanas, y otras tantas granadinas, etc., han sido legalmente expulsadas de casa para que el propietario y la app ganen cinco veces más con el alquiler turístico.

La política va siempre más lenta que el dinero, pero hay que frenar la metástasis y extirpar el cáncer. Hacen muy bien la Generalitat de Cataluña y el Ayuntamiento de Barcelona en intentarlo, y muy mal el PP en poner palos en las ruedas. Por el contrario, deberían los dirigentes de este partido en todas las ciudades que gobiernan seguir, sin que sirva de precedente, el ejemplo catalán y procurar que sus moratorias desemboquen, cuanto antes, en una cancelación total de negocio tan lesivo. O pensaremos que los dueños de los pisos turísticos, los vivales, son… ellos mismos.

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