Predicar y dar trigo
«La ciudadanía no entregada a la fe sectaria asiste entre atónita e indignada al espectáculo grotesco en el que se ha convertido nuestra vida institucional»
Hay buenas razones para criticar el auto del Supremo mediante el que se hace una interpretación retorcida, despegada de la voluntad del legislador, del concepto de «beneficio personal de carácter patrimonial» para así considerar como excluida de la amnistía las condenas por el delito de malversación de caudales públicos por el que fueron castigados algunos líderes independentistas. Tal vez una interpretación muy expansiva —ciertamente no guiada por voluntad alguna del constituyente— del principio de legalidad penal que instaura el artículo 25 de la Constitución española permite amparar a diversos altos cargos de la administración andaluza y políticos del PSOE condenados por los ERE.
Puede que no sea del todo inoportuno que exista un Consejo Asesor de Brecha de Género que, con el expresidente Rodríguez Zapatero entre otros asesores, ayude al Ministerio de Inclusión a mejorar las políticas públicas para que se acorte la diferencia en la cuantía de pensiones entre hombres y mujeres, su afiliación a la seguridad social, etc. Debe inquietar que el PP proponga utilizar la Armada para contener la inmigración ilegal en el Estrecho o el dumping fiscal que favorecen las comunidades autónomas gobernadas por la coalición ultra-ultraderechista.
Puede que sea loable que el Gobierno sacrifique en algo la intimidad personal de los adultos a los que les exigirá un «pequeñín esfuerzo» de identificación en beneficio del superior interés del menor en no poder acceder a páginas web de carácter pornográfico. Puede ser encomiable que una Oficina Nacional de Asesoramiento Científico, cuya puesta de largo tuvo lugar hace muy poco y contó con el presidente Sánchez, se ocupe de aconsejar al Gobierno sobre la mejor evidencia disponible a la hora de propugnar medidas y políticas para el bienestar de la ciudadanía.
¿Cómo no calibrar todo lo anterior, someterlo a escrutinio racional, seguir con el business as usual del enjuiciamiento de los asuntos públicos, ponderando los pros y contras de políticas o decisiones específicas? Así y todo, ¿cómo tomarnos en serio a quienes dicen que el auto del Tribunal Supremo socava la separación de poderes, que incluso pone en peligro la democracia, si son los mismos que han aprobado o celebrado una amnistía hecha a medida por y para los delincuentes, que arrasa con el principio de igualdad entre los ciudadanos para así lograr los siete votos necesarios para una investidura?
¿Cómo atender con paciencia a esos mismos que antes negaron con vehemencia la posible amnistía por inconstitucional y usaron expedientes tramposos de una supuesta necesidad de adecuación a ordenamientos jurídicos foráneos o al Derecho europeo, para así eliminar el delito de sedición allanando la impunidad de los golpistas? ¿Cómo no ser escépticos frente a las decisiones que pueda adoptar un Tribunal Constitucional en cuya última renovación se ha procedido a incluir a un exministro del Gobierno del partido afectado por los ERE y a una constitucionalista de acreditada medianidad, pero también acrisolada colaboración estrecha con ese mismo Gobierno?
«¿Es posible discurso alguno sobre aminorar brechas de género cuando ser mujer u hombre es cuestión de autoidentificación?»
¿Y de qué forma es posible mantener discurso alguno sobre la necesidad de aminorar brechas de género cuando ser mujer u hombre es una cuestión de autoidentificación, y desde hace poco más de un año en España la diferencia jurídicamente relevante entre dos ciudadanos en cuanto a su sexo depende de haber modificado su mención en el Registro Civil por la mera voluntad, una diferencia de colosal irrelevancia moral?
¿Cómo cohonestar el discurso de la solidaridad, la progresividad fiscal y el arrimar el hombro para mantener los servicios públicos o acoger a los inmigrantes en España de modo equilibrado y equitativo, con esa aquiescencia lacerante frente a los privilegios forales, los opacos cupos, las singularidades muy singulares y las exclusiones en el pacto de reparto del acogimiento de inmigrantes exigidas por partidos derechistas o ultraderechistas del más rancio nacionalismo catalán para que así Salvador Illa pueda ser finalmente presidente?
¿Puede un Gobierno que recurre ante el Tribunal Constitucional una medida como la de descartar mediante la mejor evidencia clínica disponible en el ámbito de la psiquiatría infanto-adolescente que un menor deba ser tratado hormonalmente para modificar sus caracteres sexuales secundarios de manera irreversible, puede ese Gobierno, digo, tener una preocupación genuinamente cabal por el acceso al porno de los menores a través de Internet? ¿Acaso no tuvo tiempo aún de preguntar a los miembros de la Oficina de Asesoramiento Científico sobre la muy discutida, por endeble, vinculación entre el acceso al porno y las agresiones sexuales, y la, en cambio, creciente tendencia en todo el mundo civilizado a detener los tratamientos hormonales en los llamados «menores trans»? ¿Cómo puede ese mismo Gobierno tan preocupado por la igualdad y la infancia, tan urgido a acabar con la lacra de la violencia de género en el ámbito familiar, no lamentar o publicitar los datos de esas formas de violencia que afectan a los menores cuando la autora del maltrato o del infanticidio es la madre?
Tengo para mí que no hay nueva epístola a la ciudadanía; intempestivo giro u ocurrencia electoral; espantajo ultra con el que reagrupar al rebaño; fundación, laboratorio, vivero, observatorio o incubadora de ideas progresistas de rimbombante logo y caras demasiado conocidas, nada, nada de todo ello que pueda atar aquellas moscas por el rabo. La ciudadanía no entregada a la profesión de fe sectaria asiste entre atónita, deprimida, exhausta e indignada a este espectáculo grotesco en el que se ha convertido nuestra vida institucional y nuestra conversación pública, un teatro del absurdo en el que ninguna extravagancia populista de ocasión logra desentonar del todo.