THE OBJECTIVE
Carlos Granés

Elogio y refutación del panhispanismo

«Una historia tan compleja merece mayor matización y es bueno que el panhispanismo reabra debates y convierta en tema de discusión pública las relaciones con América Latina»

Opinión
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Elogio y refutación del panhispanismo

Hispanoamérica.

En los últimos años, ha venido ganando fuerza un nuevo discurso que promueve la unión, el acercamiento o al menos solidaridad entre España y los países americanos que formaron parte de la Monarquía hispánica, y que por obvias razones se llama panhispanismo. La película de José Luis López-Linares, Hispanoamérica, canto de vida y esperanza, con su interés explícito, casi militante, en mostrar la cara benigna del mestizaje y el resultado fastuoso que supuso trasladar una civilización entera, con sus creencias religiosas, su lengua, sus instituciones educativas, su producción cultural y tecnológica, de una punta del mundo a otra, ha renovado esta discusión. Y es verdad: nada más urgente que unir, mediante el conocimiento mutuo, los intercambios culturales y comerciales, las dos orillas del charco, y pasar por el escrutinio crítico las versiones simplistas y las caricaturas perezosas que nos han mantenido distantes y hasta enemistados. 

En este sentido, es benéfico que se cuestione esa visión reduccionista de la colonia, según la cual esos trescientos años de vida en común solo fueron opresión y yugo, o en todo caso un largo y tedioso bostezo del que no quedó nada digno que mostrar. Una historia tan compleja merece mayor matización, por supuesto, y es bueno que el panhispanismo contemporáneo reabra debates y haga cuestionamientos y convierta en tema de discusión pública las relaciones con América Latina, los vínculos históricos y las posibilidades que una relación más cercana podría abrir hacia el futuro.

«Nada más urgente que unir, mediante el conocimiento mutuo, los intercambios culturales y comerciales, las dos orillas del charco»

Lo que resulta cuestionable de su empeño es otra cosa. Para empezar, que caiga en el error inverso, la idealización, ese anhelo de revisar el pasado para satisfacer el narcisismo patriótico o identitario del presente, que suele transformar la historia en militancia o, como decía Luis Villoro, «en instrumento de ataque y defensa». Siendo esta una tentación nociva, en realidad no es lo más grave. Lo verdaderamente inquietante de los panhispanistas es su persistente empeño en volver a pensar el mundo en términos de civilizaciones -la hispana, la sajona, la eslava…-, un marco conceptual que los emparienta con intelectuales como Samuel Huntington o John Mearsheimer, y en especial con el eslavófilo radical Aleksandr Dugin. 

Uno de los más vehementes panhispanistas que aparece en el documental de López-Linares, el argentino Marcelo Gullo, es discípulo y promotor de las ideas de Dugin. Y Dugin, no debe olvidarse, no solo es un reaccionario antioccidental, crítico del capitalismo y del individualismo moderno, sino el filósofo que justifica intelectualmente la invasión de Ucrania. La humanidad, según Dugin, se divide en civilizaciones forjadas por la lengua, la religión y la sangre, que se extienden por sus zonas de influencia hasta donde se lo permitan las civilizaciones rivales. Con esa idea en mente es fácil justificar la expansión paneslávica de Putin por la Europa del Este, pisoteando Ucrania, o, como hizo Huntington, alertar sobre la corruptora influencia de los latinos en Estados Unidos. Siguiendo la misma lógica, los panhispanistas contemporáneos plantean la alianza entre España y América Latina como una manera de enfrentar al enemigo eterno, los sajones, ese palo en la rueda que explicaría todas nuestras desgracias.

Esto es lo que pervierte el benéfico propósito de estrechar los vínculos entre América y España. Los panhispanistas no lo entienden como la manera más directa de que América se integre de cuerpo entero en la modernidad occidental y participe de las ventajas que ofrece la economía, la cultura y la política europeas, sino para que España deje de considerarse un país occidental y europeo y se reconozca como la Roma del mundo hispánico. Es mejor ser cabeza de ratón que cola de león, le están diciendo a España. Su destino, insisten, está con América Latina, no con Francia, Alemania o Italia; no con la «sidosa» Europa, ni con su unión de naciones, ni mucho menos con la modernidad, la democracia liberal o los derechos humanos. Está fuera de Occidente, en un pasado remoto que se fue para no volver; en una fantasía premoderna nacional católica, inspirada en el Perón derechista y sus sueños imperiales y antiyanquis, que no casualmente son los que también inspiran al paneslavista Dugin.

La integración de las dos orillas del Atlántico, que en efecto es virtuosa, debe concebirse en términos modernos, con el Estado-nación como engranaje ineludible, y debe contemplar que América no es solo hispana, sino negra, asiática, judía, árabe y europea. Como decía Iturbide en su plan de Iguala, americano «comprende no solo a los nacidos en América, sino a los europeos, africanos y asiáticos que en ella residen». Latinoamérica es universal por sus migraciones y mezclas, y su lugar es Occidente, como también los es el de España. El hispanismo que pretenda revertir ese proceso de modernización y de integración conjunta al mundo, que se impregne de los sueños húmedos de Putin, no solo comete un disparate, también trabaja en contra de sus mejores intereses.

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