La inmigración y el 'gaslighting' político
«Que gran parte de los partidos políticos no reconozcan el problema de la inmigración está haciendo que en varios países de Europa suba la ultraderecha»
Pocos días antes de la segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas salió una encuesta según la cual la mayoría de votantes de Agrupación Nacional afirmaban no ser ni racistas ni homófobos. Tiene su lógica, porque sería raro pensar que muchos de los hasta ahora votantes de opciones más centradas y liberales hubieran mutado de repente. También sería extraño que los homófobos votaran por un partido en el que hay candidatos abiertamente homosexuales y cuando su propia líder, Marine Le Pen, convive con una mujer. Según ellos, los votan porque el Gobierno actual no había sido capaz de dar soluciones a sus problemas. Y uno de ellos es, sin duda, la inmigración ilegal.
Perdónenme el pordelantismo, pero gran parte de mi vida he trabajado con personas procedentes de otros países y, personalmente, me gusta mucho conocer diferentes culturas. De hecho, siempre que he compartido piso ha sido con extranjeros y en mi círculo íntimo siempre ha habido gente de otras latitudes. Creo que la inmensa mayoría vienen a España con el propósito de conseguir una vida mejor para ellos y, sobre todo, para sus hijos. Quiero decir con esto que no soy contraria, ni mucho menos, a la inmigración, pero eso no quita que reconozca que, en muchos casos, se está convirtiendo en un problema y el hecho de que gran parte de los partidos políticos no lo reconozcan y se dediquen a ensalzar solo sus bondades está haciendo que en varios países de Europa suba la ultraderecha.
Para mí el caso más evidente es el de la libertad de las mujeres. España sufrió una larguísima dictadura que supuso que las féminas fueran consideradas unas eternas menores de edad y por eso nuestras madres y abuelas tuvieron que luchar para conquistar terrenos que ya creíamos ganados. Pero la realidad es que ahora nos encontramos por la calle mujeres y niñas tapadas de pies a cabeza, que en sus países de orígenes son consideradas ciudadanas de segunda y aquí también lo son por parte de sus comunidades y de las autoridades que miran para otro lado. Y la situación está empeorando porque en algunos lugares de Europa ya hay hombres que se dedican a increpar a mujeres autóctonas por la calle y en el trasporte público por su forma de vivir.
Por otra parte, casi el 50% de las agresiones sexuales las cometen extranjeros – eso sin contar que muchos están ya nacionalizados- y la mitad de las asesinadas son extranjeras, pese a que los inmigrantes representan el 12% de la población. Si no se tiene en cuenta esta variable es muy difícil poner solución al problema, porque es evidente que hay una cuestión cultural que es necesario trabajar. Por otra parte, no conozco los datos de los ataques homófobos disgregados por nacionalidad, pero es probable que suceda algo similar porque de la misma manera en muchas culturas la condición de la mujer es inferior a la del hombre, no se tolera bajo ningún concepto la homosexualidad. Por eso me resultó extraño que en el Orgullo de este fin de semana se clamara por la paz en Palestina –fin muy loable-, pero no se hiciera mención que esa anhelada paz no incluiría a los miembros del colectivo LGTBI, pues allí son tratados como delincuentes.
Y hablando de delincuencia, casi el 60% de los menores de 22 años presos son extranjeros, pero la ocultación de la nacionalidad en los medios ha llegado a tal punto de ridículo que la RAE ha acabado aceptando los términos «Jovenlandia»; «jovelandés» porque cuando el autor de un delito es extranjero se habla de él como «joven» -les dejo aquí el artículo de ese mismo nombre de mi compañero Marcos Ondarra, uno de los pocos periodistas que se atreve a hacer públicos este tipo de datos, lo que nos lleva a que políticos, poderes públicos y gran parte de la prensa se dedica a hacer gaslighting a la población.
«En lugar de reconocer que convivimos con culturas que someten a las mujeres, se acusa a quienes lo sufren de racistas»
Este término, utilizado en psicología para denominar a una forma de manipulación, consiste en un patrón de abuso emocional en el que se hace dudar a la víctima de su propia percepción o juicio. En lugar de reconocer que estamos conviviendo con culturas que someten a las mujeres, no aceptan la homosexualidad y que, además, comenten más delitos para intentar poner remedio, se acusa a las personas que lo sufren –normalmente, las que viven en lugares más pobres- de racistas y de ultraderechistas. Un caso evidente es el de los menores no acompañados: mientras que muchas personas han sufrido la consecuencia de tener un centro de acogida cerca y se quejan, en los medios se los trata de desalmados sin humanidad.
Y no, eso no significa ser racista. Se puede estar a favor de que vengan inmigrantes y criticar ciertos aspectos; se puede entender que seguramente su situación en su país era muy desesperada para arriesgar la vida en un cayuco y señalar que es un problema que haya exceso de inmigrantes en un centro escolar. Y ahí tenemos uno de los ejemplos más claros de la hipocresía de los progres con respeto a la inmigración. En mi barrio, a 400 metros de distancia, hay un instituto público y otro concertado religioso: en el primero, la mayoría son de origen inmigrante y en el segundo, autóctonos. Las familias que llevan a sus hijos a esos centros viven en el Raval o en Sant Antonio y en ambos barrios arrasó el partido de Colau. Saquen sus propias conclusiones.
En Barcelona, la población inmigrante más numerosa es la italiana (muchos son, en realidad, argentinos) y, sin embargo, nunca he visto a nadie quejarse de ellos. Por supuesto que hay gente racista, lo cual me parece horrible, pero harían bien los políticos en escuchar a los ciudadanos cuando se quejan de los problemas que produce cierta inmigración, porque no parece demasiado alentador que Europa acabe gobernada por antisemitas pro Putin o en países parecidos a la Francia que se describe Houellebecq en Sumisión.