¿Para qué sirven las políticas de memoria?
«No se busca con ellas el esclarecimiento de hechos del pasado, sino su uso en los debates del presente. La memoria es, en el fondo, enemiga de la historia»
En 2011, el ensayista David Rieff, influido por sus años cubriendo las guerras de los Balcanes, escribió un libro con un título polémico y un contenido aún más polémico: Contra la memoria. En él, dice que «la memoria histórica colectiva […] ha conducido con demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación y a la resolución de vengarse en lugar de obligarse a la ardua labor del perdón». Rieff desafía la idea de que la memoria histórica es un deber moral y un acto de reparación, y defiende que quizá el olvido contribuye más a la paz que el recuerdo. «Incluso si al olvidar se comete una injusticia con el pasado», escribe, «esto no implica que al recordar no se cometa una injusticia con el presente, condenándonos a sentir el dolor de nuestras heridas históricas y la amargura de nuestros resentimientos históricos mucho más allá del extremo en el que debimos dejarlos atrás».
Para el autor, hay que distinguir entre «historia» y «rememoración», que es «amor y reconocimiento propios, lo que significa que es poco más que el presente travestido». Y, sobre todo, señala que la memoria no tiene como objetivo reconstruir lo que realmente ocurrió, con un afán histórico, sino poner ese pasado al servicio de unos intereses políticos en el presente: «La cuestión de la fidelidad histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha rememoración pretende generar». Contra la memoria no es un libro minucioso ni pretende serlo. Es, en la tradición de los mejores panfletos polémicos, una provocación intelectual brillante y llena de intuiciones interesantes.
«Es el recuerdo, y no el olvido, lo que le motivó a Putin a invadir Ucrania»
Pensaba a menudo en esa obra leyendo Tejer el pasado. ¿Para qué sirven las políticas de memoria?, de Sarah Gensburger y Sandrine Lefranc, publicado recientemente por la editorial valenciana Barlin Libros. Las autoras, una socióloga y otra politóloga, parten de la misma hipótesis de Rieff (sin mencionar al autor) para preguntarse cuál es la verdadera función de las políticas de memoria histórica. Llegan a conclusiones similares a las del autor estadounidense, pero aportando encuestas y estudios sociológicos. Las políticas de la memoria, dicen, no nos hacen necesariamente más tolerantes o mejores ciudadanos. «El hecho de que evocar los pasados violentos permita evitar nuevos estallidos es una convicción que genera consenso en nuestras sociedades», dicen. Pero no hay pruebas que lo demuestren. «El despliegue de políticas de memoria no es sinónimo necesario del desarrollo de sociedades más pacíficas y tolerantes».
Gensburger y Lefranc critican esa frase de George Santayana, ya convertida en cliché, de que quien no recuerda la historia está condenado a repetirla. «La hipótesis de que ‘el que olvida, repite’ es más un argumento político que una evidencia psicológica», escriben. Es cuestionable que los crímenes del presente sean por culpa de la amnesia sobre el pasado. Basta con mirar el ensayo histórico que escribió Putin un año antes de invadir Ucrania. En él, el presidente ruso hace un ambicioso ejercicio de memoria del pasado imperial ruso, pero elige o directamente se inventa lo que quiere recordar. Es el recuerdo, y no el olvido, lo que le motivó a invadir su país vecino. El historiador A. J. P. Taylor dijo sobre Napoleón que era lo peor que puede ser un líder político: «Un estudiante de historia, y como la mayoría de quienes estudian historia, aprendió de los errores del pasado para cometer otros diferentes».
«Si un hecho del pasado resulta incómodo para la memoria oficial, entonces esa memoria oficial no es historia sino propaganda»
¿Para qué sirven, entonces, las políticas de memoria? Lo que queda claro en la lectura de Tejer el pasado es que su objetivo no es, como era de esperar, histórico sino político. «A pesar de transmitir mensajes pacifistas y humanistas, estas políticas no dejan de basarse en causas específicas. Invertimos en ellas, en realidad, para defender una visión de la historia, en lugar de una historia universal al servicio de la humanidad». No se busca con ellas el esclarecimiento de hechos del pasado, sino su uso en los debates del presente. La memoria es, en el fondo, enemiga de la historia. Como dice Rieff, «siempre es selectiva, casi siempre interesada y todo menos irreprochable desde el punto de vista histórico». Si un hecho del pasado resulta incómodo para la memoria oficial, entonces esa memoria oficial no es historia sino propaganda.
Las autoras terminan con una reivindicación de la historia frente a la memoria. «El lema ‘nunca más’ debe enseñarse como parte de la historia; una historia ni cosificada, ni monumentalizada, ni contada en caliente por la emoción, ni tampoco dispersa en la lógica relativista de la pluralidad de relatos». Es decir, una historia con sus ambivalencias, complejidades y relatos contraintuitivos, y sobre todo con rigor y vocación por la verdad, no interés político.