Anatomía de Vox
«Alvise define a los de Abascal como una casta que vive del sistema. Por eso Vox ha iniciado una competición para ver quién es más antisistema, y ha roto con el PP»
«Hoy es un gran día para España». Esa ha sido la respuesta de Sánchez al anuncio de Abascal de que rompía los Gobiernos autonómicos con el PP. Las izquierdas se ríen y aplauden, mientras los electores de las derechas españolas están perplejos y decepcionados. Creo que ha llegado el momento de hacer una anatomía de Vox antes de que proceda hacer la autopsia y que el mal sea mayor.
Todo partido acaba en manos de una oligarquía cuyas decisiones solo buscan mantener su poder. Ese poder se cimenta en el reparto de cargos y presupuestos, en nombramientos y ceses, siendo siempre instrumental la doctrina. Esa tensión interna, basada en el mando y la obediencia, se incrementa con el tiempo, lo que exige purgas. Así, lo que importa de un militante no es su profesionalidad o conocimientos, sino su lealtad ciega. Esto ha pasado en Vox. Ahí están las purgas y el juego con los cargos de los subalternos, como es el caso actual de los barones autonómicos.
Vamos con la doctrina que defiende Vox. El partido comenzó siendo el «PP verdadero»; es decir, una especie de organización que recogía el liberalismo conservador abandonado por Rajoy y el nacionalismo español, al que denominan «patriotismo» cuando no lo es. Su propósito era, además de encontrar un medio de vida para sus impulsores, dar la «batalla cultural». Bien. Este es un país libre mientras el que aplaude a Vox, un tal Sánchez, lo permita.
Sobre esos pilares, los de Vox aplicaron el populismo, que es un estilo de hacer política que vive del conflicto. Sin bronca no hay votos. Para entonces ya se habían acercado a Vox dos grupos ideológicos antes marginales: tradicionalistas y falangistas. Estos proporcionaron al partido un discurso sobre la España esencialista que recuerda al relato nacionalcatólico, pero más al que construyó el falangismo de José Luis Arrese. Dejaron a un lado a la Iglesia porque los obispos españoles están a otra cosa, y se centraron en el culto a la nación. Fue así que Vox recuperó la simbología nacionalista junto a un discurso sobre la Reconquista, el Imperio, el antiliberalismo del siglo XIX, el anticomunismo del XX, con reticencias hacia el Rey, la Transición y la Constitución de 1978. Poco a poco, y no solo en las referencias discursivas tomadas de Blas Piñar, como el «sin miedo a nada y a nadie», se fue imponiendo el tono falangista.
Ese falangismo se hizo patente en varias cuestiones. La primera fue abrazarse a los que defienden la democracia iliberal, como se ha visto en el Parlamento Europeo. La segunda fue el estatismo. Quieren conquistar el Estado y hacerlo más poderoso para cambiar España. Es una idea de Ledesma Ramos, el falangista de la «revolución nacional» de los años 30. Recuerden que ese mismo fue el lema de las manifestaciones de Vox en noviembre de 2023 en Ferraz. La dirección del partido pensó que necesitaba un Estado fuerte con la misión de salvar España. Este mesianismo político nos recuerda a lo peor de la historia violenta de los últimos 250 años de Europa. Por cierto, una consecuencia de esa idolatría del Estado fue echar a los liberales de Vox.
«Tomaron la idea del choque de razas con su peor consecuencia, que es la colectivización del otro para demonizar»
La tercera muestra de ese falangismo que se adueñó de Vox fue el nacionalsindicalismo. Crearon un sindicato nacional llamado Solidaridad, que destilaba obrerismo corporativo y animadversión a los sindicatos «rojos», en un modelo de los años 50: municipio, familia, trabajo y justicia social. Pero el eje era la antiinmigración. Tomaron la idea del choque de razas con su peor consecuencia, que es la colectivización del otro para demonizar. El discurso es básico: los inmigrantes quitan el trabajo, se aprovechan del Estado del bienestar, violan a «nuestras mujeres», trafican con drogas, ensucian, roban. ¿Todos? Eso a Vox no le importa, como se ha visto en el caso de los menas. En lugar de estudiar caso a caso, con gran inmoralidad, generalizan por un interés político.
A partir de aquí, la dirección de Vox ha dado un giro de tuerca esta quincena. Ha cambiado la Agenda 2030 por la Agenda de Putin. Vox se ha unido en el Parlamento Europeo a los ultranacionalistas que defienden la reacción frente a la «invasión» inmigrante y que quieren desestabilizar la Unión Europea. El coste es abandonar a Meloni, modelo político de éxito. Su decisión es contradictoria, porque los «patriotas» de Vox se sientan junto a los nacionalistas flamencos y Salvini, que cobijaron a Puigdemont, en un grupo inspirado por Putin, que apoyó el golpe separatista en Cataluña de 2017.
El otro condicionante se llama Alvise, que obtuvo 800.000 votos en las europeas, y la creencia de que Sánchez adelantará las elecciones generales a octubre de 2024. Alvise duele a Vox porque piensa que no va a crecer más por la derecha y, además, porque este personaje ha metido a Vox en «la fiesta». El creador de Se Acabó La Fiesta define a los de Abascal como una casta de aprovechados que vive del sistema. Por eso Vox ha iniciado una competición con Alvise para ver quién es más antisistema, y ha roto con el PP, que es el sistema.
La anatomía de Vox da para mucho, pero aquí lo dejo porque una vez más esto va para ensayo. Solo una advertencia. Despreciar el debate crítico sobre Vox diciendo que el PP es peor, que es «el PSOE azul» y demás zarandajas, es comulgar con una consigna de la dirección del partido de Abascal para que los fieles la repitan en modo calmante y taumatúrgico, evitando así la crítica a sus decisiones y la reflexión constructiva. Pero no somos niños ni un coro norcoreano. Al revés, el realismo político sirve para madurar y desencantar a la gente.