THE OBJECTIVE
Gabriela Bustelo

Vicio público

«Cuando los servidores públicos actúan en contra de los intereses de quienes los pusieron en el poder, ese servicio público se convierte en un vicio público»

Opinión
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Vicio público

Ilustración de Alejandra Svriz.

¿Qué es un presidente? ¿Qué es un alcalde? ¿Qué es un diputado? Tal vez podamos disculpar que el español medio no sepa responder a estas preguntas. Pero es un problema grave que los propios ocupantes de estos cargos públicos no tengan del todo claro qué implica el puesto y cuál es su objetivo trascendental. En Suecia, cuando un periodista pidió a un concejal municipal recién elegido que explicara su futura tarea, el político novato se quedó sin palabras. El asunto fue un mini escándalo local hace unos años.

Basta imaginar a un periodista español preguntando a cualquier cargo público de este país qué significado tiene para él o ella que la ciudadanía española les haya confiado una misión cívica y patriótica remunerada con dinero procedente de los esforzados impuestos de los contribuyentes. La sospecha fundada es que en España los puestos estatales se persiguen ávidamente por un solo motivo: el sueldo (y la pensión correspondiente). Todo parece indicar que palabras como honor, deber y servicio ni pasan por la cabeza de ninguno de los agraciados.

No saber lo que involucra un cometido de la administración civil es un fracaso esencial, incluso existencial. Si un líder político no sabe en qué consiste su trabajo, es decir, si no sabe que el servicio público es un encargo casi sacerdotal o espiritual para mejorar la vida de sus propios conciudadanos, que le han confiado su porvenir y le remuneran con fondos procedentes de sus propios salarios, será una quimera pensar que pueda cumplir con su cometido de una manera digna.

En nuestro país se llega a un cargo público con la intención manifiesta de beneficiarse de un chollo —y así se describe jocosamente a los amigos— durante la mayor cantidad de tiempo posible. La mentalidad nacional es que, una vez conseguida la bicoca, la misión de todo buen cristiano de derechas y de izquierdas es enchufar cuanto antes a todos los familiares de primer grado. Y en una etapa posterior a todos los familiares de segundo grado y a los amigos de la infancia, incluyendo los que se hayan quedado fondeados allá en el pueblo.

Tal vez lo hayamos olvidado, o quizá nunca lo supiéramos, porque en España apenas lo hemos tenido, salvo en los primerísimos tiempos de la Transición, pero un gobierno de servicio público debe cumplir un programa electoral que previamente haya establecido sus propósitos y medidas para mejorar el bienestar de la población. Un gobierno de servicio público no es una letanía de consignas partidistas, trucos agresivos y campañas antipersonales, sino un equipo que debe coordinarse en la tarea de gobernar en pro del interés nacional. Décadas de cinismo gubernamental y de espectáculos pirotécnicos de la dinastía bipartidista han desvirtuado esa función honorable, hasta el punto de que las jóvenes generaciones probablemente la desconozcan por completo.

«Los partidos políticos son las instituciones que menos confianza (18%) generan en España, según la OCDE»

El 10 de julio, la OCDE ha publicado la Encuesta de Confianza 2024 sobre los factores que determinan la fiabilidad de las instituciones públicas y la fe de la población en los gobiernos democráticos. Tras la primera encuesta de 2021, en esta segunda edición participan 30 países. En sintonía con la mayoría de los países de la OCDE, los españoles se fían en primer lugar en la policía (61%). Y en orden descendente confían de otras personas de su ámbito social (59%), en los tribunales y el sistema judicial (45%), en el gobierno local (44%) y en el gobierno central (37%). Aproximadamente un tercio de la población española dice tener una confianza alta o moderadamente alta en el poder público central (38%), en los medios de comunicación (34%) y en el parlamento (34%). Pero atención a este dato: los partidos políticos son las instituciones que menos confianza (18%) generan en España.

Las leyes, los códigos, los procedimientos, las normas, las regulaciones y los protocolos no existen de un modo innato en la naturaleza. La humanidad ha creado una parte no pequeña de estos mecanismos de autorregulación para mantener a raya el poder que detentan los servidores públicos. Es un poder transferido que les dan sus cargos, un poder que de otro modo no tendrían.

Esta fuerza o potencia temporal debe usarse para el fin previsto. De lo contrario, el país habrá concedido el cargo inútilmente o —como se lleva viendo en España durante décadas— como un torpedo contra el bienestar común y a favor del lucro personal. Con la muerte de Marta Ferrusola hemos vuelto a recordar el abuso de poder de su marido, tal vez el servidor público que en medio siglo de democracia menos haya servido al público.

Cuando los servidores públicos —e incluso sus familiares— actúan en contra de los intereses de quienes los pusieron en el poder, abusando ese poder para el enriquecimiento privado, ese servicio público se convierte en un vicio público. Y tan culpables son los perpetradores como somos culpables los votantes que, una y otra vez, fingimos creer que los políticos españoles distinguen el servicio público del vicio público.

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