THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

La vivienda en su laberinto

«Si la vivienda es un bien indispensable, cuya producción y distribución no debe estar sometida al mercado, ¿tampoco la alimentación o el vestido?»

Opinión
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La vivienda en su laberinto

Ilustración de Alejandra Svriz.

¿Cuál es el alcance del derecho a una vivienda digna y adecuada que propugna el artículo 47 de la Constitución española? ¿Y cómo medir el nivel de cumplimiento de la obligación que ese mismo artículo impone a los poderes públicos de promover las condiciones necesarias y establecer la normativa pertinente para hacer efectivo ese derecho? Estas, y otras preguntas de parecida enjundia, han ocupado a especialistas diversos en un Curso de Verano celebrado esta semana en la Universidad del País Vasco dirigido por Ignacio Gomá bajo los auspicios de la Fundación Notariado y el Colegio de Notarios del País Vasco. 

Justo en esta semana, la ministra del ramo ha anunciado el inicio de los trabajos de un Plan Estatal de Vivienda. Uno más, y van… pongan ustedes cualquier dígito, por ejemplo, el del número de Foros, Observatorios, Mesas sectoriales y otros parecidos señuelos con los que marear la perdiz y opacar la evidencia desasosegante. 

Son aquellas preguntas arduas porque, aunque compartimos algunos principios e intuiciones básicas –la vivienda, entendida como el lugar en el que se hace la vida privada y familiar y se está a refugio de inclemencias diversas, es una de las condiciones materiales necesarias para desarrollarnos como seres humanos – tenemos desacuerdos profundos, o muy profundos, sobre la manera en la que ese recurso – vivir en una vivienda digna y adecuada- debe ser asignado. «La vivienda no es una mercancía», sostuvo hace algunos años Leilani Farha, relatora especial de Naciones Unidas sobre la vivienda adecuada, y repican hoy voceros diversos de la dizque izquierda. Pareciera que, puesto que la vivienda es uno de esos bienes indispensables para la vida, su producción y distribución no debe estar sometida al mercado. ¿Tampoco la alimentación o el vestido? 

La Ley 12/2023 por el Derecho a la Vivienda (una paradigmática ley santimonia, reparen ustedes en su título, propio de una pancarta) exige a unos llamados «grandes tenedores» –propietarios de 10 viviendas, 5 en Cataluña, o más de 1.500 metros cuadrados de suelo residencial- limitar la subida de sus rentas e incluso el incremento en la renta del alquiler en los nuevos contratos si la vivienda se ubica en una zona de «mercado tensionado». ¿Podría considerarse a uno de nuestros grandes cocineros y empresarios de la gastronomía un «gran tenedor» (no me dirán que el término no le iría que ni pintiparado) y entonces exigirle una limitación parecida en los incrementos de precios en sus menús? ¿O a Amancio Ortega en los precios de sus prendas a la venta en Zara?

No hay un derecho al vestido ni a la alimentación que implique una prestación pública organizada por la Administración como sí lo hay en cambio para la asistencia sanitaria. De hecho, tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 25.1) como en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 11) el acceso a la vivienda es el resultado de «tener un nivel de vida adecuado», que es el derecho que en puridad se consagra. 

«La vivienda no deja de ser una mercancía perfectamente susceptible de ser sometida a las leyes del mercado»

Y es que, a pesar de que la vivienda es un bien que reviste algunas características distintivas frente a esos otros recursos indispensables como el alimento, el agua o el vestido –fundamentalmente su naturaleza de bien raíz que hace mucho más costosa su producción y circulación, y el hecho de que se integra en el espacio común- no deja de ser por ello una mercancía perfectamente susceptible de ser sometida a las leyes del mercado, sea como propiedad sea como arrendamiento. Ello no quiere decir, obviamente, que el poder público –como en otros ámbitos- no deba establecer un marco regulatorio que garantice el equilibrio de prestaciones y contraprestaciones entre las partes, la seguridad jurídica, etc., y también que evite la especulación, y un acaparamiento que incumpla la vieja cláusula cautelar lockeana sobre la apropiación de lo que no es de nadie: dejar suficiente y de parecida calidad a los demás.

No hay que haber hecho un doctorado en física de partículas para darse cuenta de que un arrendador – «gran tenedor» o más bien «cucharita de café» –que comprueba las dificultades que el legislador impone para desalojar al inquilino que no satisface el pago de la renta tendrá un fortísimo incentivo para sacar su vivienda del mercado del alquiler con lo que si ese efecto se multiplica serán muchas menos las viviendas arrendables y por tanto subirá el precio haciendo más difícil el acceso a la vivienda. Con ese baremo y relativo a ese ámbito regulatorio, las políticas públicas de vivienda últimamente desplegadas son un rotundo fracaso. 

Y lo mismo cabe decir si, a los costes financieros de la adquisición de vivienda, se suman los gravámenes e impuestos que administraciones diversas van imponiendo sobre esa transacción, un argumento por cierto este –el de esgrimir que el incremento del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados planteado por el Gobierno de la Comunidad Valenciana en su ley de presupuestos vulneraba el derecho a acceder a una vivienda digna y adecuada que consagra el artículo 47 de la Constitución española- que fue planteado ante el Tribunal Constitucional por parte de diputados del PSOE, un partido que hoy en cambio, mediante el comodín de la «función social de la propiedad» y la presunción de que casi cualquier propietario, promotor o constructor de vivienda incurre en un constante «abuso de su derecho», está entregado al más inmovilista populismo inmobiliario. Quién nos ha visto y quién nos ve…

La asistencia sanitaria, como señalaba antes, sí se organiza como una prestación garantizada universalmente, es decir, distribuida en función de la necesidad y no de la capacidad de pago, si bien ello no quiere decir que el sistema sanitario público pueda y deba satisfacer cualesquiera especificaciones de esa necesidad que pudieran tener los pacientes. Hay buenas razones para que, para tales concreciones o ampliaciones de la cobertura pública, exista un mercado. 

«La vivienda en la que nos podemos proponer cabalmente querer vivir es en buena medida una proyección de lo que queremos ser»

Y también hay buenas razones para que, de manera semejante, el poder público provea de vivienda pública –sea en propiedad, sea en alquiler- a quienes no tienen ninguna posibilidad de acceder al mercado, pero que la vivienda persista como bien provisto por la confluencia entre la oferta y la demanda: sí, una mercancía. Y es que la vivienda en la que nos podemos proponer cabalmente querer vivir es en buena medida una proyección de lo que queremos ser, de lo que vamos siendo, de lo que llegaremos a ser, con todo su haz de preferencias y necesidades cambiantes constreñidas todas a las manifestaciones diversas del principio de realidad. 

¿Y hasta qué punto debe el poder público respetar dichas preferencias? Tiene que ver la pregunta con el también arduo asunto de si el derecho a la vivienda digna y adecuada no será acaso también un derecho-deber y si, entonces, el Estado debe no solo garantizar tal derecho sino también si debe obligar a vivir en una vivienda digna y adecuada, es decir, impedir vivir en la calle, en los espacios públicos, indignamente, a quienes quieren desarrollarse en los márgenes, de manera nómada, alejados por ello de la civilización. Imponer vivir en un lugar en el que no se quiere vivir se llama «prisión» dijo sensatamente Luis Cayo Pérez Bueno, presidente de CERMI. ¿Por qué nos escandalizamos entonces cuando vemos que hay portales inmobiliarios en los que se anuncian alquileres de espacios que no pueden considerarse sino zulos? 

Y es que la dignidad, nunca mejor dicho, va por barrios. Hay quienes anhelan tener familias extensas, quienes se proponen vivir entre libros o cocinando en amplias estancias abiertas, o aviándose en cuartos de baños por los que están dispuestos a sacrificar metros de despacho, de pasillo o de armarios empotrados… Yo mismo, mientras escuchaba a los ponentes en este curso de verano, reunidos en el mayestático Palacio Miramar volcado sobre la aún más mayestática y gloriosa bahía de la Concha, me preguntaba si me podría quedar allí a vivir. Me bastaba con uno de los varios salones. A los expertos varios y notarios allí reunidos no les hizo falta tirar de mucho arsenal jurídico y regulatorio para disipar mi idea. 

Cachis.

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