THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

La opinión pública

«En el actual panorama político occidental parece que no queda más remedio que afiliarse a uno u otro centro de producción de opinión pública, sin que el conocimiento tenga relevancia»

Opinión
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La opinión pública

Marine Le Pen. | Ilustración de Alejandra Svriz

Al principio de Rojo y negro, Stendhal deja caer una observación que hoy nos resuena con especial interés. Hablando de la sociedad opresiva de provincias, el narrador afirma que «la tiranía de la opinión pública –¡y qué opinión!– es tan necia en las pequeñas ciudades de Francia como en los Estados Unidos de América». A salvo de ello quedaba entonces «esa gran república que se llama París». No deja de ser curioso que Stendhal intuyera en una fecha tan temprana como 1830, año de la Revolución de julio que recrea su novela, hasta qué punto el clima de opinión de la democracia iba a equipararse con la asfixia pueblerina, ahí donde rige el qué dirán y se entronizan los dogmas más absurdos. Por aquellas mismas fechas, Alexis de Tocqueville, un joven aristócrata partidario de la democracia, viajaba a América en misión gubernamental para estudiar el sistema penitenciario de Estados Unidos. De esa experiencia surgiría su monumental y cada día más útil La democracia en América (1835-1840).

Como comentó el profesor Allan Bloom –el Ravelstein de la última novela de Saul Bellow– en su viejo The Closing of American Mind (1987), otro ensayo al que hay que volver para entender dónde estamos, Tocqueville fue el primero en darse cuenta de que el gran peligro de la democracia era «la esclavitud de la opinión pública». La democracia, por su propia esencia, supone la liberación de la tradición. El principio de igualdad propone que cada individuo pueda decidir por cuenta propia qué está bien y qué está mal, descartando todos los prejuicios heredados de la aristocracia y de la Iglesia. Ese ideal de emancipación, sin embargo, podía estar amenazado por la imposición de un nuevo sistema de estereotipos, el mismo que Walter Lippman estudiaría y denunciaría un siglo después en su clásico ensayo La opinión pública (1922).

«La debilidad más profunda de la democracia es la falta de gusto o de talento para la vida contemplativa»

La democracia, por otra parte, promovió el imperio de la razón en detrimento de otras formas de entendimiento. Pero como observó Bloom, si la razón no tiene ninguna traba, corre el riesgo de convertirse en otra forma de irracionalidad en tanto que mero culto de sí misma. La desaparición de las cuestiones eternas empequeñece las mentes hasta convertirlas en adictas al curso de la actualidad. La razón se convierte, para decirlo con Hobbes, en la criada de las pasiones. Tocqueville expresó su temor de que, en ese nuevo panorama, el «hombre contemplativo» (the theoretical type) desapareciera. Para él, el epítome de ese tipo de pensador era Pascal, representante de la antigua tradición que la democracia estaba desechando. Bloom comentó al respecto que «buena parte de la reflexión que florece en la democracia moderna puede interpretarse como resentimiento igualitario contra el tipo más elevado que representa Pascal, denigrándolo, deformándolo y juzgándolo fuera de lugar». Así, «el marxismo y el freudismo reducen sus motivos a los que tienen todos los hombres. El historicismo le niega el acceso a la eternidad. La teoría del valor convierte en irrelevante su razonamiento. Si apareciera, nuestros ojos permanecerían ciegos ante su superioridad y se nos hurtaría la inquietud que nos causaría».

Allan Bloom se hacía estas reflexiones para defender, ante las primeras señales de alarma, la función de la universidad como contrapeso a los dictados de la opinión pública. «La universidad exitosa», escribía, «es la prueba de que una sociedad puede consagrarse al bienestar de todos sin dificultar el potencial humano o aprisionar la mente entre las metas del régimen. La debilidad más profunda de la democracia es la falta de gusto o de talento para la vida contemplativa. La cuestión no es si poseemos inteligencia sino si somos adeptos a la reflexión del tipo más amplio y hondo. Necesitamos constantes recordatorios de nuestras deficiencias. Las grandes universidades europeas solían funcionar como nuestra conciencia intelectual, pero con su declive, hemos provocado el nuestro. Nada nos previene de pensar demasiado bien de nosotros».

Desde que Bloom escribió estas líneas, hace ya casi cuarenta años, la universidad se ha rendido sin embozo a los imperativos de la opinión pública. De hecho, todas las ramas del conocimiento, desde el derecho hasta las ciencias, incluso la literatura y las artes, el lenguaje mismo, han sucumbido a ella. Pocas veces se repara en el problema de que la expresión pública y colectiva del descontento, que parece ser la única plausible en las democracias liberales del siglo XXI, oculta, por parte de una sociedad que en el fondo ha perdido sus espacios de representación y discusión crítica, una alta e irrefutable consideración de sí misma que le ha cegado la capacidad de juicio. En el actual panorama político occidental parece que no queda más remedio que afiliarse a uno u otro centro de producción de opinión pública, sin que el conocimiento tenga ya ninguna relevancia. 

Cuando dice que él no miente sino que tan sólo ha cambiado de opinión, Pedro Sánchez tiene más razón que un santo. Su sistema amoral ya no depende de la verdad y de la mentira sino que está dedicado tan solo a mantener viva la antorcha de su opinión. Por eso los políticos corruptos –ya sean los de la estafa de los ERE en Andalucía o los secesionistas en Cataluña– entran condenados por una puerta y salen absueltos por otra gracias a la excepción o la exención constitucional. Pero en ese viaje no se ha aclarado ninguna verdad sino que tan solo se ha impuesto una opinión. La Constitución de 1978 ha pasado de ser un texto consensuado entre diversas fuerzas políticas y fundamentado en una sólida tradición filosófica y jurídica a ser una mina de opiniones. De la ley de leyes a la opinión de opiniones. 

En el Reino Unido, el Partido Conservador acaba de pagar las consecuencias de la gran mentira del Brexit, que no fue sino un histérico estado de opinión que despreció olímpicamente el sentido común al calor de las barrabasadas del beodo Farage. Para calibrar la calidad de la inteligencia pública en Estados Unidos basta comprobar cómo todos los medios están más preocupados por la senilidad de Biden que por las mentiras compulsivas de un miserable como Trump. En Francia, Macron, el último político adulto que queda en Europa, ha sabido neutralizar a Le Pen evidenciando al tiempo la toxicidad demagógica pura tanto del Frente Popular como de la Agrupación Nacional. Uno y otro extremo –Le Pen y Mélenchon– arrastran el mismo cadáver ideológico a sus espaldas. Porque las ideologías han terminado siendo nada más que eso, un fardo de opiniones muertas.

Dos siglos después de aquella afirmación de Stendhal, ya ni siquiera «la gran república de París» está a salvo de la opresión de la opinión pública, puesto que todo Occidente está gobernado por su urgencia. De ahí que ahora sea la publicidad, la ley de la repetición idiota, el verdadero espíritu de las democracias. Como profetizó Benjamin, hoy en día el flâneur que Baudelaire describió paseándose ocioso por los grandes pasajes de París es ya un hombre-anuncio, el usuario de las redes sociales, campeón de la opinión teledirigida. Por ello, más que hacer proclamas vacuas en defensa de la opinión pública deberíamos esforzarnos en tratar de entender qué ha ocurrido con la vieja libertad de conciencia, germen de la dignidad del pensamiento, justamente la que defendió Pascal contra las tiranías de su siglo. 

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