El lugar para ser
«José Carlos Llop celebra en ‘Si una mañana de verano, un viajero’ ese sitio y ese tiempo que captura la luz de aquello que Camus llamó el ‘verano invencible'»
Cuando era niño –y hay que precisar que era niño en hogar de clase media pujante, con dos sueldos– en casa había un salón con los muebles nobles, las reliquias de la familia y los mejores sofás. Allí es donde se recibía a otros adultos muy de vez en cuando, un territorio que estaba vedado a los niños en el día a día, y al que se accedía por la puerta principal. Luego había otra estancia en lo profundo de la casa llamada la «sala de estar» con una vieja moqueta con alguna mancha, la televisión antigua y los muebles de batalla que mis padres entregaban con aceptación al lento e inexorable desguace de la batalla del día a día en una familia de tres hijos varones.
El cuarto de estar era la estancia de la casa donde más horas despiertos pasábamos, daba a un patio de luces de paredes sucias y ropa tendida, a él se destinaba todo lo que daba igual que se rompiera o ensuciara, era un cuarto sin ninguna pretensión de hablar por nosotros ante las visitas (aunque quizás fuera el lugar que mejor describiera nuestra realidad). Era un cuarto de estar, porque en él estábamos, sin pretender ser nada ni nadie. Me hacía mucha gracia la idea de «cuarto de estar» y me preguntaba si, en contraposición a esto, las casas tendrían un cuarto de ser. De ser algo o de ser alguien.
El salón de muchas casas de entonces –la nuestra también– estaba concebido con la intención de un cuarto de ser, aunque en realidad era más bien el cuarto de parecer, pues no era más que un decorado para los rituales de la hospitalidad donde uno demostraba su sentido del gusto a través de la decoración, su cultura a través de los libros de la biblioteca o de los vinilos junto al tocadiscos. O su estatus económico a través de buenas alfombras, tapicerías caras o cuadros. Pero no era un cuarto de ser, porque esa estancia no te transformaba profundamente ni te hacía alcanzar una condición íntima del ser, solo te hacía parecer.
El cuarto de ser es lo que Jose Carlos Llop describe y celebra en su inclasificable libro Si una mañana de verano, un viajero (Alfaguara 2024). Digo inclasificable porque no se ciñe dócilmente a ningún género. Tiene algo de memoria intimista, y algo de libro de viaje que retrata un sitio y un lugar, tiene algo también de elegía y ciertamente nace de la pérdida, pero no es ninguna de estas cosas. Lo situaría más bien en ese tipo de libros en que los escritores esclarecen algo de sus propios procesos y liturgias, de los paseos en los que surgen las frases que descorchan un libro, del paisaje que uno contempla para poder acceder a su paisaje interior, del origen de sus impulsos creativos, del rincón donde se encierran, de los espejos donde se miran, las canciones que escuchan y de sus razones por escribir.
«Llop habla de ese tiempo fecundo que no se mide ya por el reloj porque tiene otra densidad, el de las horas de la sabiduría»
Decía William Blake, «the hours of folly are mesaur’d by the clock, but of wisdom: no clock can measure». Llop habla en este libro de ese tiempo fecundo que no se mide ya por el reloj porque tiene otra densidad, el de las horas de la sabiduría, que son las horas de inspiración, las del diálogo recogido con uno mismo que es la escritura literaria. El cuarto de ser, o más bien, la casa de ser de José Carlos Llop fue su residencia estival durante tres décadas, estaba en una cala apartada de Mallorca, lejos del mundanal ruido por lo que cuenta, e inserta en un paisaje del Mediterráneo idealizado que permite al que mira al mundo desde allí imaginar que está en cualquier otra esquina del Mediterráneo.
En las páginas de este libro, Llop pinta con los cinco sentidos, todos los estímulos que el lugar le ofrece, y que van transformándole en alguien preparado para recibir esas pequeñas epifanías proustianas de las que de repente brota en un desierto del alma el torrente de palabras que termina precipitando un libro. Allí hay compotas hechas a fuego lento, el olor de los árboles cuando los atraviesa la brisa marina, el zumbido de las chicharras, los baños vespertinos, una sonata romántica y una canción de Dylan.
En definitiva, hay un paraíso privado donde uno podía ser al fin escritor, porque lo que no saben muchos lectores, es que los escritores apenas lo somos unos cuantos días al año, si logramos encontrar ese sitio y ese tiempo que Llop celebra en este bello y breve libro de verano, que captura para los días oscuros del invierno la luz de aquello que Albert Camus llamó el verano invencible.