El sueño de la izquierda
«Ante la crisis de la socialdemocracia, la derecha sestea; pero la izquierda sigue negándose a confrontar el coste de sus deseos»
Como argumenté aquí el pasado domingo, la derecha sigue de siesta tras haber suscrito el programa socialdemócrata de los años 1980. Pero no es la única que vive en el pasado. No me refiero al neocomunismo, que aún habita en los años treinta, sino a la parte sensata de la izquierda, aquella que también sigue plantada en los ochenta. Es lógico que persiga sus ideales de siempre, pero no se aprecia en ella mucho espíritu crítico ni intento alguno de considerar las consecuencias reales de perseguirlos. Da por bueno el modelo, y, como mucho, se declara perpleja antes los desafíos emergentes, escamoteando así su responsabilidad.
Me propongo explorar hoy a qué obedece esta perplejidad y qué necesitaría para entender la situación. La clave reside en aclarar el papel relativo que deben jugar política y mercado como mecanismos complementarios, que no sustitutivos, de decisión social. El error central de quienes —a derechas e izquierdas— defienden a la vieja socialdemocracia es que, si bien creen ver los fallos del mercado libre, cierran los ojos ante los fallos de la política; y, por añadidura, obvian que la intervención política agrava a menudo los fallos del mercado.
«Si no pueden darnos lo que queremos es solo porque nuestros deseos son a menudo contradictorios: lo queremos todo y gratis»
Por ejemplo, la política quizá puede atenuar la desigualdad con más rapidez, pero solo sobre la base de destruir los incentivos para arriesgar y esforzarse, lo que nos condena al estancamiento a medio y largo plazo. Si fuera cierto que la política europea ha aliviado la desigualdad, ¿no se trataría de una igualdad de resultados más que de oportunidades? Ese igualitarismo, ¿no habría destruido los incentivos para esforzarse, invertir y asumir riesgos? ¿No sería acaso el derrumbe de la enseñanza, reconvertida de inversión productiva en mero consumo lúdico, el paradigma de ese proceso? En consecuencia, ¿no sería ese igualitarismo causa primordial de la actual frustración europea? ¿No estaría, incluso, detrás de nuestro colapso demográfico?
Ciertamente, los más sagaces y cínicos admiten que el igualitarismo de resultados genera distorsiones; pero lo aceptan como mal menor porque anestesia el conflicto social: «Lo que pagamos en impuestos se ahorra en policía y guardaespaldas». Ese tradeoff quizá haya funcionado durante décadas. La duda es si seguirá siendo eficaz en el futuro o, por el contrario, el actual descontento y polarización ya nos alertan de que ese cambalache tiene los días contados.
Esta ambigüedad de resultados afecta a todo tipo de políticas. El intervencionismo macroeconómico resuelve las crisis sólo posponiendo los ajustes y creando crisis aún mayores, a semejanza de lo que sucede con los incendios forestales cuando, al apagar los más pequeños, acabamos provocando otros gigantescos. A escala microeconómica, es cierto que las economías de escala generan monopolios en los mercados de bienes y servicios; pero al menos quedan sujetos a competencia potencial, mientras que el poder político es y genera monopolios contra los cuales no cabe competencia alguna. Asimismo, es sabido que las empresas suelen capturar al decisor político; pero esta captura aumenta cuanto más intervencionista es el Estado. En España, la corrupción fue máxima con la autarquía; y hoy proliferan ya los mismos indicios a raíz de los fondos europeos. También hay quien considera como un gran logro socialdemócrata la creciente esperanza de vida, que en España es de las mayores del mundo; pero nuestra ventaja desaparece cuando la medimos en años con calidad de vida ajustada. Vivimos muchos años pero más pobres y en peores condiciones. Es difícil discernir si ese resultado es fruto de nuestros deseos o, más bien, de nuestros errores.
Volviendo a lo general, muchos consumidores y trabajadores también suelen estar peor informados, y sufren por ello cuando contratan en el mercado. Pero no solo tienen la posibilidad de adquirir información por sí mismos o de asociarse para alcanzar economías de escala, sino que esos mismos problemas de desigualdad y asimetría informativa también plagan los procesos políticos. Con el agravante de que, en política, en vez de tener obligaciones informativas, los gobernantes se gastan nuestros impuestos en hacer propaganda y aumentar la asimetría.
Por ejemplo, en Europa nos hemos dado una Directiva que obliga a las empresas a informar de los precios con todos los impuestos incluidos, lo que quizá mejora la información a la hora de comprar; pero también la empeora a la hora de votar. Y, si hablamos de trabajadores, ¿cuántos de ellos saben la ingente carga fiscal que grava su trabajo? Muy pocos, porque, con sus retenciones, nombres falsos y demás triquiñuelas, el sistema fiscal está diseñado para esconder al trabajador los impuestos que pesan sobre su trabajo. No parece que la politización de esas decisiones sociales lleve a que estén mejor informadas.
Esta dificultad informativa debería recordarnos que somos seres imperfectos, y exhibimos dosis notables de desinformación y egoísmo, pero se trata de defectos que plagan por igual el mercado y la política. Por eso, al comparar soluciones que descansen más en la política o en el mercado es imprescindible aplicarles similares supuestos en cuanto a la intención de los decisores y la información de que disponen. En caso contrario, estaríamos prefigurando la respuesta a favor de aquella solución cuyos decisores supusiéramos que son más benevolentes o que están mejor informados.
Buena parte de la actual perplejidad de la izquierda biempensante tiene como origen su sorpresa indignada ante los fallos de la política real. Mejor sería que no hubiera empezado por idealizarla; pero lo que resulta más inaceptable es que, llegados a este punto, cuando los fallos de la política se hacen evidentes, los atribuyan a que los políticos al mando son malos, egoístas, iletrados o incluso psicópatas. Todo para proponer acto seguido la falsa solución de reemplazar, o bien a los gobernantes, a los líderes, a los partidos, o a los demás mecanismos de representación.
El problema no es que nuestros políticos no sean ángeles, que ni existen. Tampoco que no sean sabios, máxime cuando —relativamente a otros europeos— los españoles preferimos ser representados por mediocres. El problema principal no es tampoco que nuestros representantes sean desobedientes. Al contrario: lo son en demasía, como corresponde a su escasa competencia y su bajo coste de oportunidad. Si no pueden darnos lo que queremos es sólo porque nuestros deseos son a menudo contradictorios: lo queremos todo y gratis.
Se trata de una contradicción que la política tolera y estimula. Al revés que en el mercado, cuando se decide cualquier cuestión mediante la política, los costes suelen permanecer escondidos (piense en quienes hoy no encuentran un piso para alquilar); o los desplazamos convenientemente al futuro («la deuda no se pagará nunca»); o los cargamos a otras personas («lo pagaremos cobrando más impuestos a los ricos y reduciendo el fraude fiscal»); o a territorios («solo te votamos si nos das el cupo vasco»).
Hasta ahora, la socialdemocracia real se ha alimentado de esta ocultación. Si sus partidarios en verdad aspiran a resolver los actuales problemas que tanto han contribuido a crear, deberían empezar por juzgar con imparcialidad los méritos relativos de la política y el mercado, y atribuir los mismos supuestos de conducta a quienes deciden en cada uno de ambos sistemas sociales.
Lo anterior parece una perogrullada pero en el actual contexto europeo no lo es. Sucede que el paradigma socialdemócrata es tan dominante que una propuesta que solo pide juzgar los méritos reales se descarta como insensata porque pone en duda méritos imaginarios, unos apriorismos de cuya solidez, en el fondo, quizá se desconfía, siendo éste así el verdadero motivo de que se evite someterlos a escrutinio.