THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

Paisajes sin agricultores

«Más allá del suicidio alimentario en el que estamos empeñados, lo importante es la mirada de los tiempos, que mira al campo sin ver a personas ni ganados en él»

Opinión
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Paisajes sin agricultores

Unsplash.

Las cosas no son como son; para nosotros, son como las vemos. De ahí, la importancia de la mirada, que nos oculta o muestra realidades de manera independiente a que estén, o no, ahí, aguardando pacientes a nuestra mirada advertida. Y es que la mirada no es una simple cuestión de óptica entre el objeto y la retina, sino que, al modo de las revisiones en el oculista, se interponen las lentes superpuestas de valores, creencias, paradigmas, ideologías o costumbres. Pues bien, durante miles de años, cuando mirábamos al paisaje, nos considerábamos, como humanos, como una parte más de él. Por eso, representábamos campesinos y ganados como parte del paisaje que veíamos y pintábamos. Pero nuestra mirada ha cambiado y ya no los vemos, o no queremos verlos. ¿Por qué?

Recientemente pronuncié la conferencia de clausura en la Escuela de Paisaje que cada verano organizan los pintores y docentes Macarena Ruiz y José Carralero, impulsados por el alcalde de Carracedelo, Raúl Valcarce. Una iniciativa formidable que concluyó con un acto de entrega de premios en el importante monasterio cisterciense de Santa María de Carracedo, situado en El Bierzo, hermosa comarca con fuerte personalidad de la provincia de León. A lo largo de una semana los alumnos residentes en el albergue de peregrinos salieron al campo a pintar paisajes, combinando su actividad artística con clases teóricas y conferencias complementarias. Una experiencia única y sumamente enriquecedora, enhorabuena a los organizadores y participantes.

La iglesia, bellísima, acogía una exposición con la selección de las obras de los alumnos. El espacio, solemne, con esa espiritualidad gótica de bóvedas y nervaduras, resaltaba la calidad de las obras. Sin duda alguna el nivel era alto y los artistas se habían aplicado. Antes del comienzo del acto, disfruté con la contemplación de todas ellas. Alamedas, ríos, caminos y praderas sugerentes que se perdían hacia un horizonte de montañas y bosques. También, con vistas de las ruinas del Monasterio de Santa María de Carracedo, fruto de la semana de trabajo en la que salieron al campo mañana y tarde.

Los cuadros, excelentes como repito, eran obras de artistas hijos de su tiempo. Les irá bien. Pero más allá de su innegable calidad artística, también me sirvió para reflexionar sobre la mirada de la época hacia el campo. La mirada de los artistas participantes era la propia de cada cual, pero, también, la de toda una generación, una generación que idealiza el retorno a la naturaleza, virgen, sin presencia ni acción humana sobre ella. Por eso, en ninguna de las obras expuestas aparecía figura humana alguna.

Agricultores y ganaderos no son visibles para la mirada de los tiempos, han dejado de ser y conformar paisaje para nosotros, sociedad urbana. Molestan, quitan el marchamo de natural a montes y praderas. Por vez primera en la historia del arte, excluimos a los humanos del paisaje, como si resultáramos extraños y ajenos a la propia naturaleza que nos engendró. Si miramos hacia atrás, en un sobrevuelo somero sobre la historia del arte, nos encontramos representados desde las escenas de caza de las pinturas rupestres hasta los campesinos y jornaleros famélicos y sudorosos bajo un sol implacable de la pintura social del XX.

«¿Qué artista de paisajes desearía incorporar a esos humanos que tanto perjudican a la naturaleza?»

En el arte romano los jardines y patios tienen protagonismo junto a las personas que los gozan. ¿Y qué decir de los paisajes flamencos o de los pastoriles? Pastores, campesinos, molinos, carros y las diversas faenas agrícolas eran con frecuencia representadas en las obras de arte que tenían al paisaje como protagonista. Los humanos, como una especie más, figurábamos como parte de él.

Ahora, ya no. Ante nuestra actual mirada, somos una especie invasora, algo así como un cáncer que corroe al planeta. ¿Qué artista de paisajes desearía incorporar a esos humanos que tanto perjudican a la naturaleza y a sus paisajes idealizados? Los agricultores, ganaderos y pescadores desaparecen ante la mirada de la época. Es decir, miramos sin verlos, porque, en el fondo, no queremos verlos. Su sola presencia choca contra nuestro imaginario de paisaje y naturaleza.

Somos paisaje, pero el paisaje también somos nosotros. Somos paisaje porque el paisaje nos conformó. El paisaje es vital, esencial. Antes de ser, fuimos paisaje. Su geología y biología; sus leyes físicas, químicas y bioquímicas, nos conformaron evolutivamente por simple azar, contingencia o inteligencia, quién conoce o sabe. Una vez nacida como especie nómada, cada geografía esculpió evolutivamente nuestra genética y morfología con el cincel implacable de sus climas, su naturaleza, su fauna, su botánica, su fertilidad. Paisajes ubérrimos o paisajes yermos, que engendraron razas y culturas distintas, moldeadas para sobrevivir y prosperar en cada ecosistema. El paisaje parió razas y ciudades, de piedra, barro, madera o hielo, erigidas sobre el agua, la tierra o bajo ella.

Actualmente conformamos una sociedad eminentemente urbana, paulatinamente indiferenciada. El paisaje urbano se uniformiza. Edificios, comercios, avenidas, rotondas y centros comerciales hacen indistinguibles las ciudades del Oriente a las del Occidente, de las del Norte de las del Sur. Somos paisaje, pero cada vez lo somos en menor grado. Los alimentos que nos nutren, el agua que sacia nuestra sed, provienen de paisajes lejanos y azarosos; las leyendas, músicas y mitos culturales que nutren nuestro espíritu son iguales en el mundo entero. Los paisajes del planeta son bien distintos, cierto es, pero nosotros somos cada vez más parecidos, quizás, por eso, nos odiemos más entre nosotros, intolerantes ante el mínimo rasgo que nos distinga o diferencie.

«Los agricultores, ganaderos y pescadores que nos alimentan están ahí, pero ya no los queremos ver»

Los paisajes urbanos se homogenizan, cierto es. Pero, ¿y los naturales o rurales? En principio, bien podríamos decir que las diferencias se mantienen, que la luz mediterránea nada tiene que ver con las penumbras de las selvas ecuatoriales o que el blanco níveo de los polos en nada se parece a las arenas resecas y doradas de desiertos tórridos y yermos. Pero no olvidemos que el paisaje también somos nosotros, es nuestra mirada la que lo conforma. Y como nuestra mirada evoluciona con los tiempos, los paisajes que reflejamos lo hacen a su son. Tenemos mirada urbana, con sus valores e imaginarios. Y observamos cómo, desde hace poco tiempo – muy poco en escala histórica – los humanos hemos desaparecido del paisaje que deseamos y reflejamos a través de nuestra mirada. Los agricultores, ganaderos y pescadores que nos alimentan están ahí, pero ya no los queremos ver. Queremos alimentarnos, pero sin ellos.

Pero no adelantemos conclusiones. Decíamos que el paisaje también somos nosotros y cierto es, porque con nuestra actividad acumulada a lo largo de milenios lo conformamos. Desde el neolítico y calcolítico, cuando comenzamos a quemar los bosques de montañas para favorecer al pasto que precisaban nuestros rebaños, hasta las avanzadas vías del tren de Alta Velocidad que nos transporta veloz, creamos paisaje. Pero más allá de estas evidentes huellas física, también cambia ante nuestra mirada, que posee esencia engendradora de paisajes. Y, como bien sentenció el bueno de Heráclito, todo es cambio, nunca te bañarás dos veces en el mismo río. Por causas climáticas y geológicas, los paisajes cambiaron. Por nuestra acción antrópica – a veces dulce, a veces despiadada -, también lo hicieron. Pero es la propia evolución de nuestra mirada, la que realmente los está transformando en la actualidad.

No vemos lo que es, vemos lo que nuestra mirada nos hace ver. El exterior no es objetivo, sino esencialmente subjetivo. Comprobémoslo. Y, para ello, nada mejor que el ejemplo que nos legaron los primeros pintores de paisajes, los artistas paleolíticos que plasmaron su mirada artística y simbólica en las paredes de cuevas y cavernas. Sus pinturas siempre estuvieron ahí… aunque durante mucho, muchísimo tiempo no supiéramos verlas.

La Cueva del Castillo es una enorme caverna, bellísima en lo geológico y espectacular en lo artístico, con sus paredes repletas de pinturas paleolíticas. Dada su cercanía al balneario de Puente Viesgo, durante todo el siglo XIX recibió visitas turísticas, algunas de ellas de gran nivel intelectual y cultural. Por allí pasaron escritores, médicos, ingenieros, artistas… y ninguno vio las enormes pinturas de las paredes, ante las que inevitablemente tenían que pasar. Pues bien, miraban, pero no las veían. Ni una sola reseña, ni en periódico o libro alguna hizo la menor referencia a las enormes pinturas que adornaban sus salas. Cuando hoy la visitamos, no logramos comprender como no vieron los evidentes bisontes nítidos de dos metros de altura o las docenas de manos en negativo lanzando su grito de eternidad sobre los blancos lienzos de calcita imposibles de eludir. Parece increíble, pero así sucedió. Miraban sin ver, porque las lentes del conocimiento de la época no reconocían la existencia del arte rupestre.

«Las pinturas rupestres siempre estuvieron ahí y hasta que no nos pusimos la lente adecuada para mirar, no las supimos ver»

Algo idéntico ocurrió en la Cueva de doña Trinidad, en Ardales, Málaga, la primera de España que se abrió a las visitas turísticas por Doña Trinidad Grund, propietaria también del cercano balneario de Carratraca. Ninguno de los numerosos y cultos visitantes que la cueva tuvo durante el último tercio del siglo XIX dejó testimonio de los numerosos grabados paleolíticos que jalonaban el itinerario espeleológico.

Y en esas estábamos cuando llegó Altamira. El inquieto Marcelino Sanz de Sautuola supo ver que aquellos bueyes pintados en el techo que su hija María había descubierto, se trataban, en verdad, de soberbias pinturas realizadas por nuestros antepasados paleolíticos, algo del todo revolucionario y rompedor con las creencias de la época. La publicación en 1880 de Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander generó un vivo debate. La autoridad académica del momento, el francés Cartailhac, sentenció que se trataba de una falsificación, que pinturas de ese periodo resultaban imposibles. Nos podemos figurar el desconsuelo del buen Marcelino, que moriría sin ver su logro reconocido. Tras los descubrimientos en Francia, la ciencia tuvo que reconocer la existencia del arte paleolítico. El propio Cartailhac tuvo que asumir su error en el célebre artículo Mea culpa de un escéptico que publicó en 1902 y que hizo llegar hasta la viuda de Sautuola. Desagravio tardío, pero cierto, al fin y al cabo.

Tras el reconocimiento de las autoridades francesas, los descubrimientos se multiplicaron. Nos habíamos puesto las gafas de ver y nuestra mirada ya veía aquellas portentosas pinturas que nos habían resultado invisibles hasta la fecha. Comenzaron a descubrirse docenas de espectaculares yacimientos rupestres. Entre otros, los de la Cueva del Castillo, en 1903 por Herminio Alcalde del Río o la de la cueva de Ardales por el famoso abate Breuil. Las pinturas siempre estuvieron ahí, delante de nuestras narices, y hasta que no nos pusimos la lente adecuada para mirar, no las supimos ver.

Y cuando creíamos que habíamos aprendido la lección, volvió a saltar la sorpresa. Unos gigantescos grabados paleolíticos grabados en el exterior se descubrieron en Siega Verde, Salamanca, ¡en 1988! Parece imposible comprender cómo, en un lugar tan transitado, nadie supo ver el impresionante arte paleolítico grabado en esquistos. Simultáneamente, se descubrió otro espectacular yacimiento, de kilómetros de longitud, en Foz Coa, Portugal. Nuestra mirada sabía ver el arte rupestre de las cuevas, pero no el del exterior. Esos bellísimos grabados siempre estuvieron ahí, junto a nosotros, y nuestra mirada no los identificó hasta fechas tan recientes. ¿Cuántas cosas, pues, estarán por ahí fuera y todavía no las sabemos ver? ¿Cuántas cosas que están las hacemos desaparecer? Nunca lo olvidamos, la mirada crea realidad y paisaje para nosotros.

«¿Cuándo comenzaron a sobrarnos los agricultores en nuestros campos?»

La etimología de la palabra paisaje nos conduce hasta la expresión francesa paysan, que significa campesino y que a su vez proviene del latín pagensis, campesino o el que vive en el campo. O sea, que el origen del paisaje suponía no solo una observación humana, sino su presencia en él. Ahora, ya no queremos paisajes con agricultores y ganaderos, ni marinas con pescadores. Nuestra mentalidad de época desea desdibujarlos del paisaje. No los consideramos un elemento más, integrado, sino directamente un enemigo del mismo.

Durante mucho tiempo, la mirada de los artistas llevaba impregnada una realidad vital. El campo nos alimentaba. Sin su producción, las hambrunas y enfermedades diezmaban a la población. Por eso, los artistas representaban escenas de caza, en el arte más primitivo, o de campesinos laborando felices -durante el barroco– o sufrientes y explotados – en la pintura social del XX -, en función de la mirada de los tiempos, pero, siempre, incorporando a la figura humana en el paisajismo artístico. Al agricultor y ganadero se le respetaba en virtud de su calidad de proveedor de alimentos. Es cierto que también se representaron pasajes de montañas agrestes o de bosques solitarios, sobre todo en el Romanticismo, pero dentro de una corriente general que valoraba el campo como fuente de alimentación… y de paisaje. ¿Cuándo esa relación de amor se trocó en una relación paradójica y contradictoria? ¿Cuándo pasamos de amarlos a odiarlos o, al menos, a desconfiar de ellos? ¿Cuándo comenzaron a sobrarnos los agricultores en nuestros campos?

Ya analizamos la evolución de la mirada urbana hacia la actividad agraria a lo largo de los artículos que componen el ensayo La venganza del campo (Almuzara 2023). La globalización subsiguiente a la caída del muro de Berlín, combinada con el efecto de un euro fuerte y con la concentración del poder de compra en las grandes cadenas de distribución hicieron bajar los precios de los productos agrarios, al punto de que jamás Europa gozara de una alimentación tan barata como la que disfrutó de 2000 a 2020. La alimentación dejó de ser un problema.

Y ya se sabe lo que ocurre cuando algo es muy barato y abundante. Que no se valora. Así, los productores del sector primario perdieron prestigio e importancia ante la mirada urbana, para diluirse e invisibilizarse ante nuestra mirada de manera inconsciente, sin maldad ni intención alguna. Lo mismo ocurriría con los médicos en una sociedad que jamás enfermara. ¿Qué valor tendrían entonces? Y, al tiempo que disminuía la inquietud por la alimentación, dada su abundancia y bajo precio, aumentaba el interés y la preocupación por las cuestiones de sostenibilidad y medio ambiente, una dinámica sin duda alguna positiva.

«Ojalá, en el futuro, logremos una mirada que logre equilibrar la sostenibilidad y la naturaleza con nuestras necesidades alimentarias»

Más recientemente se acentuó la sensibilidad animalista, impulsada por la pasión que las clases urbanas experimentamos por nuestras entrañables mascotas. ¿Qué tipo de norma íbamos a aprobar como sociedad a la que no le preocupa la alimentación, pero sí – y mucho – el medio ambiente y los animales? Pues las que llevamos dos décadas aprobando en Europa, que, sistemáticamente restringen, limitan y encarecen la producción agraria. Así nos irá y así habremos de pagarlo en la factura de la cesta de la compra. Pero, más allá del suicidio alimentario en el que estamos empeñados, lo importante es la mirada de los tiempos, que quiere mirar al campo sin ver a personas ni ganados en él. Atención, atención, que la mirada es la que crea los paisajes. Si no cambiamos la actual, al final, erradicaremos a los agricultores de ellos, que es, en el fondo, lo que hoy queremos conseguir.

Ojalá, en el futuro, logremos una mirada que logre equilibrar la sostenibilidad irrenunciable y la naturaleza – a cuidar, conservar y mejorar -, con nuestras necesidades alimentarias. Entonces, las figuras de agricultores, ganaderos y pescadores regresarían a un paisaje rural que no hiere al medio ambiente, sino que lo conforma y mejora. Desgraciadamente, nuestra mirada no está en eso, todavía, hoy por hoy. Y el futuro… ya dirá.

Porque, al final, sabemos lo que pasará: les tocará a agricultores, ganaderos y pescadores garantizarnos la comida que una mirada extraviada puso en riesgo para nuestras bocas, genéticamente necesitadas.

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