Tres colores para una época
«Por noble o urgente que sea, no hay problema público ni causa moral que puedan librarse de la degeneración discursiva ni de la captura de rentas públicas»
Decía el filósofo alemán Peter Sloterdijk en una entrevista reciente que el color de nuestro tiempo es el gris: un tono desvaído que expresa un estado de ánimo colectivo carente de ilusiones. Es posible, claro, si bien convendría preguntar en China o Indonesia: la desazón que caracteriza a unas sociedades occidentales envejecidas no debe diagnosticarse como una enfermedad universal. Pero si hablamos de colores, algo tan propio del verano, bien podemos fijarnos en dos que han ganado actualidad en la convulsa democracia española de ahora mismo.
De un lado, el rojo. Y, en particular, el rojo de los mapas del tiempo que advierten a los espectadores televisivos de las altas temperaturas que se esperan en tal o cual rincón del país. Desde que el cambio climático de origen antropogénico se ha convertido en un arma ideológica, separando a los creyentes de los escépticos, el rojo televisivo se ha hecho más intenso y en ocasiones parece estar hablándose de la sociedad postapocalíptica descrita por George Miller en la saga cinematográfica Mad Max. Si se tratase de temperaturas siempre elevadas, del orden de los 35 o 40 grados, el énfasis visual podría estar justificado; a pesar de que hay zonas de la península donde el calor veraniego nunca ha sido noticia.
Sucede que incluso en el transcurso de un mes de junio tan benigno como el último, desmentidos por fortuna los avisos que unas semanas antes nos hablaban de una canícula estival que batiría todos los récords, el mapa de la península continuaba iluminándose con un rojo infernal. Todo sugiere que la razón es propagandística: el mensaje de que el calentamiento global es un riesgo planetario debe llegar a sus destinatarios, sean cuales sean las circunstancias. Por desgracia, la exageración no es amiga de la verdad; el proverbial hombre —o mujer— del tiempo ganaría credibilidad si manejase su Pantone con mayor ecuanimidad.
Y luego, claro, está el violeta. Este color ha cobrado protagonismo en nuestra vida pública tras saberse que la empresa compartida por Isabel García —Directora del Instituto de las Mujeres— y su esposa Elisabeth García —ex asesora del PSOE en el Senado— habría recibido adjudicaciones por valor de 250.000 euros en distintos municipios gobernados por los socialistas para la gestión de decenas de «Puntos Violeta». Se trata de 64 contratos, adjudicados a dedo; todo queda en familia. Aunque las implicadas trataron de echar balones fuera, confiando quizá en que el Gobierno haría una vez más la vista gorda, no ha sido el caso: la directora es ya exdirectora. Y aunque es posible que los conflictos internos al feminismo hayan contribuido a este desenlace, queda en el aire una desoladora conclusión antropológica: hay quienes se atribuyen el derecho a hacer dinero en nombre del bien.
«¿Estos ‘puntos violeta’ han cumplido su propósito, o este se agota en la dimensión simbólica de las políticas de género?»
Para más inri, hablamos de una política cuya eficacia en la lucha contra la violencia que sufren las mujeres no parece demostrada: ¿sabe alguien si estos «puntos violeta» han cumplido su propósito, o acaso este se agota en la dimensión simbólica de las políticas de género? ¿Basta decir que la existencia de puntos violeta es mejor que su inexistencia? ¿Hay alguien ahí fuera que se dedique a evaluar en serio la eficacia de nuestras iniciativas públicas? Ni que decir tiene que si alguien se atreve a cuestionar la idoneidad de los puntos violeta recibirá una soflama en la que se le acusará de justificar la violencia y reforzar el patriarcado. Ahora bien: no hace falta que se destape un caso como este para constatar que las políticas sectoriales pueden ser también un negocio, lo que a su vez permite cuestionar la honestidad de quienes salen a defenderlas con uñas y dientes.
Tanto el rojo como el violeta nos hablan aquí de lo mismo: por noble o urgente que sea, no hay problema público ni causa moral que puedan librarse de la degeneración discursiva ni de la captura de rentas públicas; como si el éxito que corona los esfuerzos por concienciar al público llevasen aparejada la corrupción —moral o epistémica, en distintos grados y de distintas formas— de sus portavoces. Así son; así somos.