Al Capone en la Moncloa
«Los Sánchez de este mundo no sólo necesitan socavar las instituciones, también necesitan llevarse por delante la decencia de la sociedad cuando se les juzga»
Al Capone ha proporcionado a los estudiosos claves en la construcción de sistemas mafiosos capaces de penetrar y controlar toda una ciudad. Pese al mito, no fue la violencia sino la connivencia la clave de su éxito. Es cierto que Al Capone no tenía reparos en recurrir a la violencia (era un tipo extremadamente violento), pero ese no fue su principal recurso. El elemento clave fue su habilidad para construir redes clientelares destinando parte del dinero obtenido con el crimen organizado a comprar voluntades. Mediante favores y sobornos, jueces, concejales, policías y funcionarios cooperaron en la trama criminal y proporcionaron a Al Capone una impunidad casi absoluta.
Para cualquiera con un mínimo conocimiento la pregunta de quién fue Al Capone es muy fácil de responder. Según el conocimiento histórico y popular, fue un gánster, un mafioso que controló la ciudad de Chicago durante la década de 1920. Esa es la verdad que nadie discute. Sin embargo, para la justicia, Al Capone fue simplemente un defraudador de impuestos. Esa es la otra verdad, la verdad judicial.
La caída de Al Capone no fue resultado de un proceso judicial ejemplar donde quedaran demostrados sus asesinatos, palizas, extorsiones, chantajes, sobornos y corrupciones. Al Capone, en realidad, fue condenado a 11 años de prisión y a una multa de 50.000 dólares… por evasión de impuestos. ¿Esto significa que fue un mero defraudador? Por supuesto que no. Fue un criminal, un mafioso y un asesino.
Ocurre que el Estado de derecho democrático es extremadamente garantista. El acusado es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Es el sistema judicial el que debe probar, más allá de cualquier duda razonable, su culpabilidad. Esto, en un entorno extremadamente corrupto, como el que imperaba en el Chicago de 1930, complicaba sobremanera la consecución de testigos y pruebas con los que poner tras las rejas a Al Capone.
La discrepancia entre la verdad y la verdad judicial puede parecer un grave problema, y en ocasiones puede llegar a serlo, como ocurrió en el caso de Al Capone. Pero no lo es en general cuando la sociedad no necesita judicializarlo todo para funcionar correctamente, porque tiene su propio sistema de recompensas y sanciones con el que disuade las conductas indeseables. Así, el engaño, faltar a la palabra dada, la ruptura injustificada de un acuerdo o un compromiso tácito, que difícilmente podrían tener consecuencias en los tribunales, se penalizan de otra forma: reputacionalmente.
«Quienes más se quejan de la judicialización de la política son los que más empeño ponen en judicializar las interacciones cotidianas»
Es curioso que quienes más se quejan de la judicialización de la política sean precisamente los que más empeño han puesto en judicializar las interacciones cotidianas que la sociedad regulaba por sí misma, de tal forma que comportamientos inadecuados que eran considerados simples groserías o falta de educación, con el coste reputacional correspondiente, se han convertido en faltas y delitos que ahora competen a los tribunales.
Por ejemplo, la Ley Orgánica 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual, incorporó un tipo penal, el denominado acoso callejero contemplado en el artículo 173.4 del Código Penal, con el que se castigan expresiones, comportamientos o proposiciones de carácter sexual. Esto da pie a que un piropo pueda considerarse delito, en función de la percepción de la víctima.
El ejemplo más rocambolesco de la judicialización de las interacciones sociales fue la condena hace años de un varón a un mes de multa por soltar una «ruidosa ventosidad» durante una discusión con su pareja. Ella lo denunció y el juez falló que el acto constituía delito por atentar contra la dignidad de la mujer. Resulta maravilloso que alguien pueda ser condenado por tirarse, en lenguaje castizo, un pedo, aun cuando sea con premeditación y alevosía… o incluso, en el colmo del ensañamiento, después de haberse encajado entre pecho y espalda una fabada. Convertir en delito lo que siempre ha sido considerado una mera vulgaridad, una falta de educación y decoro es un despropósito sólo imaginable en estos tiempos de chaladuras progresistas.
Sin embargo, como digo, quienes más se quejan de la judicialización de la política son los socialistas, precisamente los que más empeño ponen en judicializarlo absolutamente todo, hasta los pedos. Pero, claro, esta judicialización sólo aplica en los comunes. Esto se hace especialmente evidente en el caso Begoña Gómez, porque la estrategia de los socialistas, una vez que el torrente de informaciones se ha vuelto incontrolable, ha consistido en apostarlo todo a la verdad judicial para limitar los daños a lo que un juez convenientemente acosado pueda demostrar más allá de toda duda razonable, sometiendo al propio juez a un juicio reputacional paralelo, mientras distraen ese mismo juicio de sí mismos.
«¿Qué sentido tiene callar cuando decir la verdad sólo puede exonerarte?»
No es necesario ser de derechas, basta con ser decente para torcer el gesto ante quienes ponen el foco no en los tejemanejes de Begoña Gómez, sino en quién es el juez que lleva el caso, cuántos DNI tiene, a qué se dedican sus hijos, cuál es su patrimonio, a qué edad accedió a la judicatura o qué opina de él un colega anónimo. Cualquiera diría que en el PSOE no quieren que la opinión pública se detenga a observar los comportamientos y conductas del presidente y su entorno porque, al margen de la verdad judicial, estos deberían acarrear graves costes reputacionales y políticos.
Tampoco hace falta ser jurista para acertar a formular preguntas tan sencillas como esclarecedoras. Si la inocencia de Begoña Gómez es tan abrumadoramente incontestable y todo son burdas mentiras expelidas por pseudomedios, ¿por qué no aprovecha las ocasiones que la justicia le brinda para declarar en su favor y dejar constancia de su impecable comportamiento? ¿Qué sentido tiene callar cuando decir la verdad sólo puede exonerarte?
Cualquier observador, no ya imparcial, porque eso es imposible, sino mínimamente honesto, no necesita la verdad judicial para exigir la dimisión del presidente. Pues, se demuestre o no que se cometieron determinados delitos, los hechos por ahora conocidos, como diría Tarantino, están a mil jodidas millas de ser presentables.
En una sociedad decente, la reputación constituye un valioso capital que aumenta o disminuye según la honestidad y honradez demostrados. De esta forma, quien se gana a pulso la fama de ser poco de fiar tendrá más difícil prosperar que quien se hace acreedor a una reputación intachable. Así se incentivan las buenas conductas y se desincentivan las que son perjudiciales.
«Lo más triste es que esta mafia se sostiene gracias a la complicidad de demasiados ciudadanos»
Si un fontanero cobra una fortuna por hacer una chapuza, lo normal es no volver a llamarlo y no recomendarlo a nadie. Lo mismo sucede con el mecánico que hace una reparación deficiente o con el comercial que promete una serie de ventajas en un determinado producto que luego se demuestran falsas. Ese coste o beneficio reputacional aplica en todos los órdenes y actividades… menos, a lo que parece, en la política y sus aledaños, los medios.
La razón es que, para mantenerse en el poder, los Pedro Sánchez de este mundo no sólo necesitan socavar las instituciones, también necesitan llevarse por delante con diferentes subterfugios, como la polarización, el clientelismo y la compra de voluntades, la dignidad y la decencia de la propia sociedad cuando se trata de juzgarles. Son estos aprendices de Al Capone y sus famiglias, que no tienen reparos en apuntar a los jueces, los que nos obligan a convivir malamente en una suerte de Chicago de los años 30, un entorno insoportablemente corrupto y peligroso donde se persigue a los jueces y se proporciona impunidad a los delincuentes y chorizos. Con todo, lo más triste es que esta mafia se sostiene gracias a la complicidad de demasiados ciudadanos.