THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

El mundo al revés

«El ‘wokismo’ que domina a la izquierda no quiere sociedades plurales sino monolíticas, sometidas a una doctrina dictada por minorías fanáticas»

Opinión
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El mundo al revés

Ilustración de Alejandra Svriz.

He de confesar que me quedé descolocado tras ver el insulto al cristianismo para realizar una reivindicación queer en la inauguración de los JJOO. No entendí el ataque a una fe que en países democráticos convive pacíficamente con todo tipo de orientación sexual. Es más; si hay una religión que condene la homosexualidad y al mundo LGBTI+ no es hoy el cristianismo, sino el islamismo integrista. Tampoco concibo que una reivindicación sobre la importancia del amor se base en la denigración o el insulto a otros. 

El esperpento demostró varias cosas. La primera es que el cristianismo es actualmente más progresista que el posmodernismo y lo woke. Mientras la fe cristiana se basa en la tolerancia y el respeto, el amor y la aceptación del otro, en vivir en la caridad como si Dios existiera que escribió Ratzinger, ese izquierdismo nihilista es cancelador, se basa en el odio y el rencor, y en la limitación de la pluralidad. 

El wokismo que domina a la izquierda no quiere sociedades plurales sino monolíticas, sometidas a una doctrina dictada por minorías fanáticas. Por eso amenaza, persigue y cancela. De ahí que nuestras democracias, habiendo perdido la esencia cristiana de la libertad que insufló a los regímenes surgidos tras 1945, se encuentren en una crisis profunda. Se ha sustituido una cosmovisión moral e inclusiva de la existencia, solidaria y creadora de comunidad, por la deconstrucción del pasado y del presente sin saber a dónde vamos. 

Lo segundo que demostró el esperpento de esa reivindicación queer es que han cambiado los conceptos de «normalidad» y «sentido común». En este aspecto me ha parecido interesante, discutible e incómodo el libro de Roberto Vannacci titulado El mundo al revés. Todos contra todos (Sekotia, 2024). El autor advierte: lo que nos pasa no se trata del clásico choque generacional, sino del asalto de las minorías nihilistas al poder cultural, que nos quieren convencer de que están mal los valores, principios y costumbres que elegimos y nos han hecho ser quienes somos. De ahí que muchos estemos descolocados, porque su hegemonía se fundamenta en decir que nuestra vida y mentalidad, que son todavía de la mayoría, han sido equivocadas y son tóxicas.

El autor comienza asegurando que el sentido común ha desaparecido. Se refiere a que la vida en comunidad ya no se rige por el imperio de la ley en igualdad, sino que existen «discriminaciones positivas» por razón de sexo o de origen geográfico. Es una lectura incómoda, decía, porque el autor pone como ejemplo la violación real de una joven italiana por un migrante africano en una playa. La Comisión de Igualdad de Oportunidades del Tribunal de Apelaciones de Salerno alegó que el subsahariano desconocía que violar no es admisible en Italia a pesar, escribe Vannacci, de que el tipo tenía un smartphone con acceso infinito a la información del país que lo acoge. 

«Así es lo ‘woke’: prioriza a la mujer sobre el hombre, y al inmigrante delincuente sobre los derechos de la mujer»

Así es lo woke: prioriza a la mujer sobre el hombre, y al inmigrante delincuente sobre los derechos de la mujer. Algo similar, aunque menos doloroso, pasa con el ecologismo, que condena taxativamente el desarrollo industrial y científico que creó la sociedad occidental de lujo en la que protestan nuestros pijos ecologistas. Esos activistas usan las comodidades producidas por el modelo que denostan para pedir su extinción, a cambio de una utopía tontorrona e indefinida. No hay un mínimo acto de gratitud ante el esfuerzo de las generaciones anteriores, sino una condena. Esto ha pasado a la política, de manera que la élite europea prohíbe producir en el continente lo que consume. Así, se produce en esa parte del mundo donde menos avances tecnológicos y democracia existen, lo que contamina más y perjudica los derechos humanos. 

La incomodidad del libro de Vannacci no termina ahí. Asegura el escritor que nos dicen hoy que la sociedad multirracial es mejor, como si la anterior, en la que crecimos, estuviera mal, o se viviera peor, o se fuera menos feliz. ¿Quién ha medido eso? Ese «paraíso multirracial», indica el autor, ¿quién lo ha dictado? Vannacci saca una realidad que escuece: los que vienen ilegalmente sienten que tienen derechos, pero no perciben la necesidad de adaptarse al sistema de valores y deberes de la sociedad de acogida. El efecto perverso es que los europeos originarios los ven como «un peligro y una amenaza». A esto, Vannacci añade una pregunta inquietante: ¿Cuántos más puede absorber Europa sin provocar una quiebra total? 

Vannacci descubre luego las paradojas y excentricidades relativas a la vivienda, la legítima defensa, la familia, la patria, los impuestos, el animalismo o la «nueva ciudad», pero me voy a detener solo en un tema: «El planeta LGTBQ+++». El autor dice que cuando lo comentó con sus amistades le aconsejaron que no lo hiciera por no meterse en líos. Aquí, lo incómodo es la contradicción: los colectivos LGBTQ reclaman la «normalidad» de su libertad, al tiempo que tachan de «anormal» la libertad de los demás para criticar sus actividades o discursos. De ahí la etiqueta de «fóbico» para los críticos, que es un término psiquiátrico. También aquí el autor comete una contradicción al decir que los homosexuales no son «normales» (p. 211), cuando solo están eligiendo libremente su vida. Aunque acierta al decir que el activismo LGTBI+ no admite bromas ni comentarios. Tal para cual. 

La obra es interesante a pesar de que alguna afirmación de Vannacci chirríe y parezca de cuñado. No obstante, no es desdeñable completamente la crítica que hace ni el ruido de fondo de esta Europa en crisis.

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