¿Y si Khelif fuera trans?
«Llama la atención la prontitud con la que, quienes defienden la inclusión de Khelif en la categoría femenina, han esgrimido su condición de mujer»
No, Imane Khelif, la boxeadora argelina cuyos golpes forzaron a su contrincante italiana Ángela Carini a retirarse pronto en el primer asalto, no es una «mujer trans». Pero ¿es una mujer?
Pasado ya el tiempo suficiente, como espectador de la suerte de combate de boxeo dialéctico que sigue al episodio de la participación de Khelif, llama la atención la prontitud con la que, quienes defienden su inclusión en la categoría femenina, han esgrimido su condición de mujer, implicando que, de haber sido una «mujer trans», entonces sí, no debería competir con mujeres. Y es que, si las «mujeres trans» son mujeres simpliciter, es decir, si esa propiedad «trans» fuera tan accidental como cualquier otro atributo o predicado que pudiera asociarse al sujeto, esa inmediata apelación de no ser Khelif una trans frente a la acometida de «la extrema derecha» – básicamente todo el que reivindique que el sexo es biológico y que ese criterio debe determinar la segregación entre hombres y mujeres en las competiciones deportivas- se habría revelado sencillamente ridícula, un puñetazo al aire. Piensen en esa respuesta sustituyendo «trans» por «marroquí»: «Imane Khelif no es una mujer marroquí, es argelina». O «Imane Khelif no es una mujer lesbiana/pobre/negra/rubia de bote…, es una mujer heterosexual/rica/blanca/rubia natural…». ¿Acaso las marroquíes o las mujeres lesbianas/pobres/negras/rubias de bote… no pueden competir como deportistas en la categoría femenina de los Juegos Olímpicos?
Cierto: la inmensa mayoría de quienes defienden a Khelif frente a la «extrema derecha» la califican como «mujer cis», esto es, una mujer conforme con su sexo asignado al nacer, y que, además, ha vivido como tal desde siempre. Y añaden: cualquiera que ose proponer una comprobación sobre tal condición se estaría comportando como una suerte de «sexador», una práctica tildada de atentatoria contra los derechos humanos básicos (así de hecho se establece en una resolución de 2019 del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas).
Más puñetazos al aire, si es que no al propio rostro del ideario contemporáneo del colectivo LGTBI. En Argelia, podemos intuir, reina la creencia en el dimorfismo sexual, y, por lo que parece, a los recién nacidos se les consigna como hombres o mujeres dependiendo de la apariencia de sus genitales. Pero esto, como sabemos muy bien desde hace tiempo, no es un indicio absolutamente fiable del sexo del individuo. Y los primeros que lo saben muy bien son quienes desde hace décadas se han servido de la condición intersexual – lo que ahora denominamos «personas con desarrollo sexual diferenciado (DSD)»- para movilizar su causa a favor de las personas trans, es decir, quienes sostienen que el sexo es una «construcción social» debido, en parte, a que es una categoría espectral, lo cual haría normativamente justificable que la auto-determinación de género fuera lo decisivo a la hora de inscribir el sexo en los registros oficiales. Así ocurre en España desde la aprobación de la vulgarmente conocida como «ley trans», uno de los hitos en el haber de la exministra Irene Montero, quien, pese a su constante lucha para hacer de España una República plurinacional, ha sido recientemente honrada con el Real aprecio del Rey Felipe VI y la concesión por su parte de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III (Real Decreto 824/2024, BOE de 31 de julio de 2024).
«Sabemos muy bien desde hace tiempo que consignar a los recién nacidos como hombres o mujeres dependiendo de la apariencia de sus genitales no es un indicio absolutamente fiable del sexo del individuo»
En Argelia – y bien se han encargado los defensores de Khelif de remarcarlo- tal cosa es sencillamente impensable. Pero ahora imaginemos que, en Argelia, o en cualquier otro país, no ha habido un «error registral» en la inscripción de Khelif – persona que, pese a las apariencias, pudiera tener genotipo de varón y pudiera haber cursado un desarrollo puberal masculino- sino que, por alguna razón, quizá vinculada a una mala digestión de la obra de Judith Butler, o una deficiente traducción al árabe de El género en disputa, el Registro Civil asigna el sexo aleatoriamente, tirando una moneda al aire. El individuo al que le tocó «varón» es criado como tal, y a la que le tocó «mujer» pues ídem de ídem. Y ello, entonces, se traslada mecánicamente a la competición deportiva, y así, países «butlerianos» inscriben, por ejemplo, en la prueba de 1.500 femenina a un Nuredin Morcelli capaz de correr dicha distancia en 3:27:37 (fue su mejor marca obtenida en 1995 como el hombre y prodigioso medio-fondista que fue). A la actual poseedora del récord femenino en esa distancia – la keniata Faith Kipyegon- le sacaría más de veinte segundos de diferencia.
La pregunta que urge responder a los precipitados defensores de la condición de mujer de Khelif y de su derecho a competir en boxeo femenino en París, pero que al tiempo simpatizan con, o viven entregados a, las reivindicaciones del colectivo LGTBI, es: ¿por qué no sería aceptable semejante inclusión de esa atleta Morcelli? O, dicho de otra forma: ¿qué criterio piensan que es justo y operativo a la hora de competir en una u otra categoría?
Es cierto que nos servimos de indicios para propiciar una competición lo más equitativa posible y que es inevitable la existencia de outliers, individuos que se salen del promedio. Las categorías por edad tratan de aproximar la fuerza, potencia y destreza de los contendientes, pero por supuesto hay deportistas precoces o muy precoces que podrían competir con mayores – de hecho, lo hacen como Lamine Yamal- o destrozar a sus pares –con 15 años Mike Tyson ya era demoledor-. En boxeo precisamente, y en otros deportes de lucha, el peso parece también un indicio razonable de las características que harán de la pugna algo equilibrado, y en general, lo es el sexo para distinguir de manera transversal en todos los deportes, aunque, como en relación con cualquier otra categoría biológica, no dispongamos de un conjunto de rasgos individualmente necesarios y conjuntamente suficientes para definirlo. Las personas, como es presuntamente Khelif, así lo constatan, y aunque nadie en su sano juicio puede esgrimir que su derecho a competir está por ello derogado, cualquiera puede legítimamente apostar por su exclusión de la categoría de mujeres, es decir, de quienes, en todo el espectro de su variedad fisiológica y antropomórfica (mujeres citius, altius, fortius) no han disfrutado de las ventajas de un desarrollo puberal como el que disfrutan los hombres.
Claro, se puede encajar el golpe de mi ejemplo imaginario (el de un país con Registro Civil «butleriano») y llevar la conclusión de la construcción social del sexo y la reivindicación trans hasta sus últimas consecuencias: que haya una única categoría, sin distinción alguna por «sexo», o con categorías conformadas por la mera voluntad de competir como «mujer» u «hombre», significantes ya puramente vaciados, como es el de «no-binarios» que ya empieza a circular: ¿es eso por lo que apuestan? Dígase, y dígase, sobre todo, de qué manera mantener entonces la espuma que preside cualesquiera de las olas del feminismo como teoría de la justicia: la vindicación del tratamiento distinto a quienes son –en aspectos relevantes como la práctica deportiva- distintos.
Tengo para mí que encajar ese golpe es tanto como aceptar el knock out a la lucha de tantas mujeres de hoy y de ayer; deportistas o espectadoras.