San Sestabién
«Si nunca hubiera salido de San Sebastián, aún no sabría lo que es el aire acondicionado. Es un lujo que no necesitamos en verano»
«¿Y tú dónde veraneas?» me preguntan por estas fechas amables desconocidos. Y yo, en lugar de contestar como debería «en mi infancia», para no parecer enigmático, respondo: «En San Sebastián«. En realidad es en mi infancia, claro, o sea en La Concha, en unos cuantos libros escogidos y apartados a lo largo del año, en películas gozosas (una cada noche) y en algunas grandes carreras de caballos. Recuperar la infancia no es tan difícil, basta con abandonar la preocupación por el futuro. Los niños no piensan en el mañana, son los adultos quienes les inoculan el virus letal del porvenir con sus «¿qué quieres ser de mayor?», algo tan irreal como preguntarles «¿qué quieres soñar esta noche?». Del mañana, al niño sólo le preocupa lo que les ocurrirá a las personas mayores que le rodean: si se morirán o se irán lejos o se volverán muy pobres o dejarán de cuidarle. Si el panorama adulto está tranquilo y parece seguro, la infancia renuncia a lo que vendrá y sólo se preocupa de que sea grato lo que tiene delante. La vejez ayuda a recuperar la infancia con ciertas ventajas y algunos inconvenientes. Principal ventaja es que del futuro ya nada nos preocupa, ni siquiera la suerte de los otros, que vemos tan evanescente como la nuestra. El inconveniente es que el pasado se apodera de nuestro presente con la misma avidez que antes lo hacía el futuro, tan inexorable en sus exigencias como lo fue éste. Pero considerada en su conjunto, recuperar la infancia sigue siendo la mejor opción para un viejo bien aconsejado: nada de empeñarse en seguir siendo útil ni en competir con jóvenes o maduros en sus pretenciosas funciones.
De modo que veraneo en mi infancia, para lo cual no necesito moverme de casa. Claro que para esto hay que tomar la precaución de vivir en San Sebastián. Aquí casi nunca hace mal tiempo, como es frecuente en verano. ¿Qué es mal tiempo? Sin duda, sol abrasador hasta las ocho de la tarde y cuarenta grados a la sombra. Puede que el mal tiempo resulte agradable para un finlandés o un sueco, que se pasan los meses soñando con sudar lo mismo que un fogonero con tiritar un poco. Nada que objetar, pero tampoco nada que aprender para los que tenemos la suerte de habernos criado y vivir en climas humanos. Si nunca hubiera salido de San Sebastián, aún no sabría lo que es el aire acondicionado. Es un lujo que no necesitamos en verano, quizá porque entre nosotros el calentamiento global no tiene tantas ganas de hacerse notar. Este verano del 2024 d.d.JC, me han llegado todos los días mensajes angustiosos de amigos que me contaban lo felices que se hallaban en su asueto veraniego, rematando siempre sus whatsapps con el mismo lamento: «¡Lástima que haga tanto calor! ¡Si tuviésemos algo menos de calor!». Por supuesto no me alegro de su congestionada incomodidad diurna y sobre todo nocturna, pero no niego una cierta pecaminosa satisfacción al recordar que aquí estamos pasando la canícula con 24º de máxima y 19º de mínima. El agua de La Concha, bendito lugar, se mantiene a veintitrés grados, por lo cual está con frecuencia aún más tibia que la temperatura exterior. No me importaría que bajase dos o tres puntos centígrados, la verdad, porque a mi entender el agua del mar está para refrescar, no para abrigar. Pero no es cosa de ponerse exigentes. Por supuesto, cuando bajo a la playa camino del mar (desde que dejé de hacer castillos de arena y flanes con el cubo, para mí la playa no es más que un tramo menos pródigo en top-less de lo que quisiera hasta llegar a la orilla) agradezco que por lo general esté nublado o seminublado. Algunos lo toman como una auténtica ofensa personal: ¡no hay sol! Y se niegan en esas nubosas condiciones a bajar a la playa, protestando como si hubiera un metro de escarcha. ¡Con lo dulce, mimoso y agradable que es un cielo color panza de burro -Platero, sin duda- sobre una temperatura tan suave como caricia de amante en siesta bien compartida! Y por la noche a recorrer el paseo de La Concha echándose por encima de la blusa lo que mi madre y las señoras de su generación llamaban «una rebequita», en homenaje inconsciente a Hitchcock y Joan Fontaine.
«No niego una cierta pecaminosa satisfacción al recordar que aquí en San Sebastián estamos pasando la canícula con 24º de máxima y 19º de mínima»
Ahora la moda es quejarse del turismo, que enriquece la ciudad desde los años veinte del siglo pasado, cuando se la homenajeaba coloquialmente llamándola «San Sestabién». Naturalmente, el dinero de los visitantes no molesta a nadie, sólo la presencia masiva de los que se lo gastan: por lo visto preferirían que enviaran la pasta por giro postal y ellos se quedasen en su casa. Vivo sobre un piso turístico y con otros varios en el vecindario y la verdad es que no me molestan en absoluto, debo tener suerte. Hace tiempo tuve buenas razones para quejarme no de los de fuera sino de los de dentro, de los indígenas, pero ahora ya ni eso. Las únicas visitas molestas son las de las carabelas portuguesas, unos bichos urticantes que de vez en cuando fastidian a algún bañista descuidado, aunque sin exagerar. Cuando uno está en casa sentado cómodamente, releyendo un buen libro que tenía casi olvidado o viendo una película de hace muchos años, de aquellos tiempos en los que ni actores ni actrices se despeinaban, todos fumaban con entusiasmo y nadie decía palabrotas, seguro que ni carabelas importunas ni turistas van a molestarnos. Aquí puede uno vislumbrar lo que en momentos de euforia podemos llamar paraíso o al menos «paraíso terrenal», para no desbarrar demasiado. Un sitio y una postura en la que nos olvidamos del Gobierno y sus obtusos palmeros, del cretinismo evanescente de Puigdemont, de todos los y las Bildus que en el mundo abundan. Sólo cuenta la brisa y el mar que viene con ella, el mar que vuelve a comenzar una y otra vez.