THE OBJECTIVE
Javier Benegas

El sanchismo eres tú

«Quizá los políticos sean los primeros culpables de la degradación que padecemos. Pero la responsabilidad última recae en quienes la consienten: los electores»

Opinión
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El sanchismo eres tú

Ilustración de Pedro Sánchez. | Alejandra Svriz

El castigo del votante es uno de los elementos disuasorios más importantes de la democracia para que los gobiernos no se embriaguen de poder. Existen otros igualmente relevantes, por supuesto, como la división de poderes. Sin embargo, del mismo modo que la democracia necesita de contrapoderes porque el sufragio por sí sólo no es suficiente garantía, ningún contrapeso podrá preservarla si los ciudadanos, mediante su voto, no castigan los abusos de poder.

El voto es el control último, la salvaguarda que trasciende los controles internos del modelo político para recaer, no ya en el Parlamento y sus comisiones de control, o en los jueces del Supremo o en el Tribunal Constitucional, sino directamente en los ciudadanos. Es mediante el voto que las personas corrientes ejercen su soberanía. Una soberanía que no admite discusión. Lo que el pueblo decide en las urnas es inapelable.

Precisamente, para evitar que el voto se convierta es esa salvaguarda última que neutraliza a los malos gobernantes, los líderes poco o nada democráticos tratan por todos los medios de vincularlo a la ideología, de tal forma que ideología y voto se perciban inseparables. La idea es que si, por ejemplo, el elector es socialista, no sólo le resulte imposible prestar su voto a una opción distinta, sino que se sienta obligado a cederlo de forma permanente a quien dice representar los ideales socialistas. Mediante esta estratagema, los políticos sin escrúpulos, como Pedro Sánchez, pretenden privar a los electores de su autonomía y su buen juicio para impedir que puedan castigarlos y desalojarlos del gobierno.

En una sociedad con una tradición democrática arraigada en los usos y costumbres del común, un subterfugio tan grosero difícilmente funcionará porque siempre habrá un número suficiente de electores de cualquier preferencia política capaz de separar sus ideales de los hechos objetivos y fácilmente comprobables. Estos electores no necesitarán tener noticia de escándalos monumentales para castigarlos con su voto. Les bastará con conocer un solo acto que, por sí mismo, deje en evidencia su falta de honradez, como, por ejemplo, plagiar una tesis doctoral.

En comparación con otros escándalos, plagiar una tesis doctoral puede parecer una falta menor. Al fin y al cabo, no hay daño económico ni violencia. El título ni siquiera se habría obtenido mediante su privación a un tercero. Sin embargo, conseguir una acreditación de forma fraudulenta rebela una predisposición al engaño incompatible con el buen gobierno. Quien es capaz de estafar a un tribunal académico para obtener un título, manifiesta una peligrosa querencia, y cabe descontar que, en adelante, no tendrá reparos en estafar a cualquiera para conseguir lo que quiere. La política no es diferente a cualquier otra actividad. Tolerar faltas menores o normalizar pésimas conductas por simple afinidad desemboca en la comisión de faltas mucho más graves. Y no se me ocurre una forma más eficaz de poner en grave riesgo el futuro de un país que normalizar que un estafador lo gobierne.

«Pocos electores emiten su voto por convencimiento: demasiados lo hacen motivados por un antagonismo»

Puede que los políticos sean los principales responsables, así lo pienso yo, de la feroz degradación que padecemos. Pero la responsabilidad última recae en quienes la consienten; esto es, los electores. Nadie en su sano juicio entraría en un quirófano si supiera de antemano que la titulación del cirujano que le va a intervenir está falsificada, ni subiría a un avión sabiendo que el piloto engañó a las autoridades para obtener su título. Sin llegar a ejemplos tan dramáticos, tampoco llevaríamos nuestro automóvil a un taller cuyos mecánicos no estuvieran debidamente certificados, ni dejaríamos en manos de un impostado fontanero la reparación de una fuga de agua en nuestra vivienda. Aun cuando no nos jugamos nada, procuramos mantenernos alejados de los sinvergüenzas y, en general, tratamos de evitar riesgos potenciales o evidentes guiándonos por criterios racionales.

¿Por qué entonces demasiados electores prescinden de su buen juicio cuando se trata de elegir a los gobernantes? La razón es muy simple: porque los políticos, mediante la polarización, han mudado las ideologías, que antes eran más o menos argumentativas, al territorio de las emociones y los sentimientos, reduciendo así la racionalidad ideológica a una reacción instintiva, de tal forma que, por ejemplo, ser socialista ya no consiste en oponerse a la distribución desigual de la riqueza, la feroz competitividad en el mercado, o la incapacidad de autorrealización y desarrollo humano, y juzgar en consecuencia la acción y los actos de los políticos socialistas, sino en aborrecer y temer a sus adversarios. Así hemos llegado a la situación actual en la que pocos electores emiten su voto por convencimiento: demasiados lo hacen motivados por un antagonismo que no se localiza en la cabeza sino en las tripas.

La renuncia a esa racionalidad que previene los riesgos es tan evidente que, incluso, si seguimos los criterios canónicos socialistas, comprobaremos que ni la razón socialista sobrevive en sus propios partidarios. El Partido Socialista retiene a la gran mayoría de votantes, a pesar de que sus políticas, lejos de reducir las desigualdades, las han incrementado, y de que sus medidas tributarias, como no deflactar la inflación del IRPF, castigan más a los que menos tienen. No a los más ricos.

«Tampoco parece que demasiados votantes socialistas vayan a castigar la alianza del PSOE con la ultraderecha vasca y catalana»

Tampoco parece que demasiados votantes con afinidades socialistas vayan a castigar la alianza del PSOE con la ultraderecha vasca y catalana, que ha dado como fruto la impunidad a la carta de sus racistas dirigentes, lo que supone la liquidación de la igualdad (ante la ley) y el establecimiento de dos clases radicalmente desiguales de ciudadanos. Como tampoco parece disgustarles que el entorno más cercano del presidente, el familiar y el político, se dedique a mercadear de maneras cuando menos inmorales y ya veremos si delictivas. Ni siquiera parece que vaya a afectarles que Pedro Sánchez se proponga sustraer a los españoles de las regiones más pobres 13.000 millones de euros para dárselos, no ya a los que españoles de una de las más ricas, sino a los acomodados miembros de la oligarquía catalana, para que entre ellos se los repartan discrecionalmente. ¿Qué tienen que ver todas estas decisiones con los supuestos ideales socialistas?

Comprendo que a las personas con afinidades socialistas les cueste votar a la oposición. Sin ser socialista me resulta tanto o más difícil votar en favor de la alternancia. Ahora bien, si la situación fuera a la inversa y en España gobernara una derecha tan estafadora como el gobierno supuestamente socialista que preside Pedro Sánchez, tendría el amor propio, la racionalidad y el instinto de supervivencia de negarle mi voto. A veces, por desgracia, la coyuntura convierte la facultad de votar en una prueba muy dura en la que ya no sólo elegimos entre opciones políticas, sino que nos vemos obligados a escoger entre salvaguardar la democracia o ser cómplices de sinvergüenzas, delincuentes y tiranos.

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