La decisión del señor Y. Eutanasia y humanismo cristiano
«El poder público debe tener como misión posibilitar que los ciudadanos desarrollen una vida digna, y que ayudarles activamente a morir sea la excepción»
En España, a diferencia de otros países, la práctica de la eutanasia, esto es, la permisión para acabar con la vida ajena para procurar un «buen morir», es un acto médico, sometido a un procedimiento y requisitos legalmente tasados en una ley orgánica (la Ley 3/2021 de Regulación de la Eutanasia o LORE); una reglamentación que por definición se puede incumplir, y que, por ello mismo, puede ser objeto de escrutinio y decisión judicial.
Permítanme que lo ilustre proponiéndoles un caso bien simple. Llamemos al paciente señor Y. El señor Y, de nacionalidad mauritana, ha llegado a las costas de Canarias tras un viaje terrible en patera y al poco de instalarse en Barcelona le es diagnosticado un cáncer de páncreas, un padecimiento indudablemente terminal, irreversible, que le produce sufrimiento y dolor incapacitante. El señor Y, indudablemente competente y en pleno uso de sus facultades mentales, solicita, en el hospital de Barcelona donde se le trata, ser ayudado a morir de manera activa. Su médico, que, al igual que el presidente Illa, abraza una forma de humanismo cristiano muy sensibilizado con los avatares de los inmigrantes, decide administrar por vía intravenosa al señor Y, en dosis letales, un inductor del coma (pongamos Propofol).
Resultando que el señor Y solo llevaba empadronado en España 11 meses, y no los 12 que exige el artículo 5.1. de la LORE, lo que nos encontramos aquí no es el deber, quizá piadoso, que correlaciona con el ejercicio, por parte del señor Y, de un «fundamental», incluso «humano», «derecho a la propia muerte», la renuncia de su «derecho a la vida» o el desiderátum del «libre desarrollo de la personalidad» constitucionalmente consagrado en el artículo 10; no, nada de eso: lo que, de acuerdo con el Derecho español vigente habrá ocurrido es la comisión de un delito por parte del profesional sanitario, un profesional que, quizá, pudo llegar a albergar la idea de que también él ejercía algún derecho.
Contamos ya, como decía, con un acervo de litigiosidad y cierta jurisprudencia a propósito de la aplicación de la LORE cuando un particular, invocando su «derecho» a recibir la «prestación eutanásica», se encuentra con que el poder público se lo deniega, lo que ciertamente habría debido ocurrir en mi imaginario ejemplo. Para muestra un botón: el del supuesto resuelto a principios de este año por la sala de lo contencioso administrativo del Tribunal Superior de Justicia de las Islas Baleares que da la razón a la Comisión de Garantía y Evaluación de aquella Comunidad Autónoma que había denegado a una paciente con una enfermedad pulmonar (EPOC), entre otros padecimientos, que pudiera ser beneficiaria de la asistencia para morir.
«Dada la situación clínica de la paciente… la situación no se puede encuadrar en las definiciones de los apartados b y c del artículo 3 de la Ley 3/2021 y que sí existe posibilidad de mejora apreciable si se cumplen con las recomendaciones y tratamientos…», afirma la Comisión y ratifican los jueces, que de paso nos recuerdan que, tal y como el Tribunal Constitucional ha dejado indubitablemente establecido, el «contexto eutanásico» que torna en ayuda prestacional lo que de otro modo sería delictivo, esto es, los padecimientos graves, crónicos o imposibilitantes, o la enfermedad grave e incurable que origina sufrimientos físicos o psíquicos intolerables para el paciente, habrán de ser en todo caso el producto de una enfermedad somática.
«La exclusión de la enfermedad psicológica de las circunstancias que legitiman la eutanasia es hecha por el Constitucional»
No es ocioso recordar que la exclusión categórica de la enfermedad psicológica –incluyendo la depresión- de la panoplia de circunstancias que legitiman la eutanasia es hecha por el Tribunal Constitucional (STC 19/2023, fundamento jurídico 6) en respuesta a uno de los argumentos esgrimidos en el recurso de inconstitucionalidad contra la ley planteado por los parlamentarios de VOX, quienes, como tantos opositores a la legalización de la eutanasia, secularmente han advertido del peligro de deslizarnos por una pendiente resbaladiza en cuyo final están las admisiones de la ayuda a morir a personas que se sienten solas, desamparadas o desesperanzadas. Ya está ocurriendo en no pocos países.
En casos como el de la señora de las Islas Baleares, el Estado hace preponderante que siga viviendo. La paciente se podrá intentar suicidar, y si fracasa no será castigada por ello, pero si no lo consigue será obligación de los profesionales sanitarios intentar salvarla. Es por ello por lo que su «derecho a morir» es una mera libertad que no implica para los demás respetarla mediante deberes de no-interferencia: el bombero que in extremis agarra al proto suicida en la ventana no comete el tipo de coacciones que sí comete quien tapa la boca a otro y impide con ello el ejercicio de su libertad de expresión.
Pues bien, a principios de agosto hemos tenido noticia del primer caso en el que las cosas ocurren al revés: es un particular –representado por «Abogados Cristianos», dato que no inocentemente se repite de manera machacona- quien se opone a la práctica de una eutanasia bendecida por los que, de acuerdo con la legislación, deben autorizarla. Se trata del padre de una mujer joven que alega la falta de concurrencia de los requisitos del contexto eutanásico y, por ende, de la incapacidad de su hija para prestar un genuino consentimiento a ser ayudada a morir dado su problema de salud mental. Una persona con su enfermedad mental e ideaciones suicidas no está en disposición de decidir sobre su propia vida, ha dicho el abogado que la representa. De atender a un planteamiento semejante, no habría eutanasia moral y jurídicamente aceptable puesto que en un sentido relevante se trata siempre de una «ideación suicida». Cualquier persona que anhela ser ayudada a morir sería por definición incompetente para solicitar la prestación eutanásica y esta misma nunca podría tener objeto.
Lo cierto es, sin embargo, que esa demanda puede ser perfectamente racional y moralmente atendible, y también que las circunstancias que podrían hacer lícita la práctica de la eutanasia no lo sean en un caso como el de Barcelona, sea que lo alegue un abogado cristiano, un humanista cristiano como Illa o su porquero. No solo porque, por lo que parece, hay dudas sobre si el padecimiento o enfermedad que se sufre responde a las características que impone la LORE, sino porque la decisión de la paciente es más bien errática. Así y todo, es controvertible que el padre pueda ostentar legitimación activa para detener un procedimiento en contra de la (presunta) voluntad de quien ha solicitado la práctica de la eutanasia cuando se ha dado el visto bueno por parte de los órganos y profesionales competentes, y sobre si la juez no se estará extralimitando al haber dictado una medida cautelarísima de paralización del acto clínico. Y sin embargo…
«Nuestras intuiciones morales básicas no tienen entre sus cimientos el de que morirse sea el estado de cosas deseable»
Pensémoslo en los términos de mi ejemplo imaginario y descartando que sea un mero asunto administrativo -el de no llevar el señor Y los 12 meses de empadronamiento que exige la LORE- sino algo más sustantivo lo que pudiera aconsejar que la decisión se revoque: imaginemos que, días antes de que se lleve a término la administración de la eutanasia, se descubre que el cáncer del señor Y ahora sí es tratable con un nuevo fármaco recientemente aprobado por la FDA americana, un tratamiento que cronifica el tumor y permite una más que razonable calidad de vida y que pronto va a formar parte de la cartera de servicios sanitarios. Siendo que la decisión de seguir viviendo de nuestro señor Y, a la luz de la nueva realidad, es siempre reversible –puede solicitar nuevamente la prestación de ayuda a morir-, pero lo contrario no, la prudencia exige parar las máquinas.
Y la razón para proceder a una suspensión semejante es que, en principio, y por principio, el poder público debe tener como misión posibilitar que los ciudadanos prosigan con sus planes de vida, a que desarrollen una vida, digna, sin duda, reconociblemente humana, pero vida en primer lugar; y que ayudarles activamente a morir debe ser tenido como la lamentable, sí, lamentable excepción, a aquella regla. Y para sostener semejante principio o conjunto de principios no hace falta ser abogado o humanista cristiano: basta asomarse a alguna de nuestras intuiciones morales básicas, ciertos principios secularmente aceptables y al entramado institucional y normativo del que nos hemos dotado, o al que algunos aspiran a dotarse. Un entramado –derechos sociales, redistribuciones de riqueza, etc.- siempre perfectible y en constante tensión, pero que sin duda no tiene entre sus cimientos el de que morirse sea el estado de cosas deseable o al que hay que aspirar. Todo lo contrario.
Quizá, como cantaba Aute, vivir, más que un derecho, «es el deber de no claudicar». Aunque, claro, no a cualquier precio medido en términos de sufrimiento o de anulación de nuestra libertad sobre cómo queremos ser final, e indefectiblemente, mortales.