THE OBJECTIVE
Teresa Freixes

Vencedores y vencidos

«¿Se puede llegar a acuerdos con quienes defienden que sólo aplicarán lo que ellos consideren adecuado? ¿Se pueden forjar consensos con quienes desprecian la ley?»

Opinión
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Vencedores y vencidos

Ilustración de Alejandra Svriz.

Si vas a Piazzale Loreto, en Milán, según cómo sople el viento, todavía parece rugir la muchedumbre ante los cuerpos inertes de Benito Mussolini, Clara Petacci y otros tres prebostes del fascismo, colgados por los pies, en lo alto de una hoy inexistente estación de servicio (habían sido fusilados con anterioridad). Se trata de una plaza fría, como lo es el norte de Italia, en la que hoy, salvo esa frialdad, nada hace recordar los tremendos sucesos que tuvieron lugar allí, el 29 de abril de 1945. El fascismo había sido vencido por las armas. Y los vencedores se tomaron su venganza.

También hubo vencedores y vencidos, aunque sin tanta escenificación dramática, en Portugal y en Grecia, otras dos dictaduras del sur de Europa.

En Grecia, la crisis con Turquía (a cuenta de Chipre, que acabó, y todavía continua, partida en dos, con el norte ocupado de facto por los turcos) terminó con la caída del régimen y la posterior condena judicial de los militares golpistas, que habían actuado contra Makarios, el gobernante autóctono de Chipre, porque los coroneles griegos querían disminuir su creciente desprestigio con una victoria militar, anexionándose la isla (la llamada enosis).

En Portugal, la Revolución de los Claveles, originada por el descontento de los militares destinados en África (básicamente en Angola y Mozambique, donde se había librado una larga guerra colonial) también provocó la caída del salazarismo, iniciándose así un sistema democrático que se consolidó no sin problemas debido a la gran influencia que los llamados Capitanes de abril, con fuerte componente izquierdista, desarrollaron al inicio de la democracia, hasta que los militares fueron apartados de la política, se suprimió el Consejo de la Revolución y se consolidaron los partidos políticos civiles.

En ambos casos, en Grecia y en Portugal, el componente exterior fue determinante, como lo había sido para el establecimiento, o restablecimiento, según los casos, de la democracia después de la Segunda Guerra Mundial, en los países que no cayeron bajo la órbita comunista.

«En España no se produjo una derrota militar del franquismo, ni hubo factores exteriores que fueran determinantes»

Sin embargo, en el caso de España, no se produjo una derrota militar del franquismo, ni tampoco existieron factores o intervenciones exteriores que fueran determinantes en su finalización, a pesar de que en algunos sectores de la oposición existió durante un tiempo la creencia de que el triunfo de los Aliados podía conllevar la caída del régimen (a ello se aplicaron los maquis, esperando poder unirse en paseo triunfal a los vencedores europeos y americanos cuando, según creían en la clandestinidad, cruzaran los Pirineos para deponer a Franco).

Pero Franco se murió en la cama, le pese a quien le pese. Y la transición a la democracia fue el resultado de un acuerdo amplio entre quienes consideraron que el franquismo ya no se correspondía con los tiempos y quienes se habían opuesto a él, con mayor o menor fuerza y resultados, especialmente en los últimos años de la dictadura.

No hubo, pues, en España, vencedores y vencidos. Nada de Piazzale Loreto, ni condenas a militares golpistas, ni claveles en los fusiles. La política de «reconciliación nacional», proclamada por el Partido Comunista de España en su Declaración de junio de 1956, en la que proclamó «solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco», convergió con los acuerdos derivados del «Contubernio de Múnich», en 1962, protagonizado, entre otros, por liberales, democristianos y socialistas.

Todo ello dio sus frutos 20 años después, cuando tras la formación del Gobierno Suárez y la adopción de los Pactos de la Moncloa, el llamado «consenso» facilitó que, todos, los que estuvieron en un lado y los que estuvieron en el otro, pudiéramos pasar página civilizadamente, a pesar del terrorismo que ya estuvo presente en ese tiempo, para comenzar esta etapa de constitucionalismo democrático que, lamentablemente, algunos quieren destruir para volver a entronizar los conceptos de vencedores y vencidos.

«Vuelven a aparecer, reforzadas en forma populista y con los nacionalismos destructores, las opciones que preconizan la división»

¿Cómo lo hicimos? Buscando lo que nos unía, renunciando a algunas cosas y dejando a un lado lo que nos separaba. Sobre todo, buscando lo que nos unía: el deseo de contar con un Estado de derecho, con democracia y con derechos humanos. Aunque se tuviera que renunciar, en aquellos días, a símbolos que, de mantenerlos, hubieran hecho imposible la transición. Recuerdo, al respecto, las silenciosas lágrimas de los veteranos miembros del PCE cuando oficializaron el cambio de bandera, ante una mesa presidida por la republicana, que fue retirada para ser sustituida por la bandera nacional; habían mantenido durante toda la clandestinidad un símbolo al que fueron capaces de honrar declarando que la reconciliación, como valor superior, bien valía su cambio

Hoy en día, cuando, repetidamente ya, nos encontramos ante resultados electorales que no ofrecen mayorías claras, sería necesario volver a poner de acuerdo a las fuerzas políticas, precisamente en unas circunstancias de crisis, tanto internas como externas. En cambio, lejos de lo necesario, vuelven a aparecer, reforzadas en forma populista y con un regreso a los nacionalismos destructores, las opciones que preconizan y, donde pueden, ponen en práctica, el enfrentamiento y la división, con falsos postulados ideológicos.

Se nos propone, como panacea indiscutible, «el cambio». Y se define al «cambio», simplemente, como conseguir apartar de las opciones de gobierno precisamente al partido que, aunque sin mayoría suficiente para gobernar, más votos y escaños ha obtenido en las elecciones. Regresamos no al consenso sino a la mayoría numérica del peor Schmitt. Y ello es presentado a la ciudadanía como un logro democrático y progresista, que precisa de un muro delimitador entre los unos y los otros. Aunque el apartheid hacia una fuerza política puede ser, en determinados casos, legítimo, hay que analizar muy a fondo cuándo está justificado o cuándo se trata de, lisa y llanamente, de un recurso demagógico utilizado con fines poco virtuosos.

Ciertamente, es necesario un cambio. Es necesario cambiar la política española, en todo el territorio, para hacerla más inclusiva y para que responda mejor a las necesidades reales de la ciudadanía. Ello tiene que implicar, evidentemente, un cambio en el gobierno de España. Y no me refiero sólo a un cambio en las personas, sino también en las políticas. Cuando para gobernar en minoría se ha ido forjando una política de cesiones poco (o mucho) meditadas a los nacionalismos periféricos que nos ha llevado hasta donde estamos, yo no tengo duda al respecto. Es necesario un cambio. Pero, ¿qué cambio?

«Conseguimos en 1978 la primera Constitución que, en nuestra historia, no fue la de una mitad contra la otra mitad»

No es cambio volver a las concepciones de vencedores y vencidos. Esa ha sido, desgraciadamente, nuestra historia política, únicamente abandonada con el consenso que presidió la transición a la democracia. Hemos tenido constituciones liberales, moderadas, conservadoras, tendentes hacia la izquierda o hacia la derecha que siempre han generado división y sustitución de unas por otras, según terciara la mayoría electoral (la funesta «regla de la mayoría»). Conseguimos romper esta tendencia en 1978 con la primera Constitución que, en nuestra historia, no fue la de una mitad contra la otra mitad. Y conseguimos comenzar a crear un sistema que respondiera a las necesidades de la gran mayoría, no a los deseos de una mayoría exigua ni a los chantajes de las minorías.

Se tuvo que decidir qué tipo de Estado queríamos: unitario, federal, descentralizado, ¿roto?, porque ello iba a determinar los procesos de toma de decisión y la articulación de todos los poderes públicos. Y volvemos a estar, inopinadamente, ante el mismo dilema, pues, a través de acuerdos entre partidos dirigidos a comprar investiduras, la de Sánchez y la de Illa, estamos rompiendo el modelo del que nos dotamos en 1978.

Tanto lo rompemos que, en muchos casos, lo único que parece preocupar en algunas comunidades autónomas, no precisamente socialistas, es la posibilidad de recibir menos fondos. No se dan cuenta, interiorizando subliminalmente los nuevos postulados, que eso es la consecuencia, no la causa del problema. La causa reside en la ruptura de la soberanía, como si cada parte pudiera sustituir al todo y, en consecuencia, entre otras cosas, del modelo de financiación.

No es posible, en este punto, el consenso entre los diametralmente opuestos, ya que, teniendo en cuenta que uno de los principales problemas ante los que nos encontramos es el del secesionismo, básicamente, aunque no únicamente, en Cataluña, el modelo territorial constituye un elemento importante para ver con quién se puede converger al respecto.

«Pretenden establecer una confederación mediante mutaciones constitucionales que deriven en regímenes privilegiados»

¿Se puede llegar a acuerdos con quienes quieren separar en vez de unir? ¿Es legítimo pactar con quienes desnaturalizan las instituciones jurídicas, tergiversando los conceptos y pretendiendo hacer creer a la ciudadanía que sería legal el ejercicio del mal llamado derecho a decidir, que encubre un derecho de autodeterminación que las mismas Naciones Unidas han declarado fehacientemente que no es aplicable en el caso de las relaciones entre Cataluña y el resto de España?

Otra cuestión muy importante es qué posición se tiene con relación a la igualdad de derechos. Nos preocupó, y mucho, en la transición y en la elaboración de la Constitución, que no existieran discriminaciones derivadas de vivir en un lugar u otro de España. Se transigió con la excepción constitucional del País Vasco y Navarra y se definió un razonable modelo general que podría evolucionar según fueran variando las necesidades (las redefiniciones de los parámetros de la LOFCA) bajo el indiscutible concepto de que los impuestos los pagan las personas, físicas y jurídicas, no los territorios. Y ahora, lejos de adaptar el acuerdo a las necesidades actuales (llevamos un decenio de retraso en la puesta al día de la LOFCA), algunos pretenden establecer una confederación de facto mediante mutaciones constitucionales que deriven en el establecimiento de regímenes privilegiados. Y quieren imponerlo cual vencedores, con pactos espurios entre perdedores.

Se atribuyó una posición equilibrada y de respeto a las lenguas habladas en España, con la consideración del español como lengua común y compatible con las lenguas regionales. Sin embargo, otra vez se instauran imposiciones incompatibles con el respeto al igual derecho de toda persona a utilizar la lengua de su elección, garantizado por la Constitución y los tratados internacionales. Fuimos perseguidos durante la dictadura por defender el bilingüismo y volvemos a serlo otra vez en esta rancia democracia populista que se está configurando.

La sujeción de gobernantes y gobernados a la ley, al Derecho, constituye quizás el logro más preciado de la evolución social. Estar seguros de que, a las seis de la mañana, si llaman al timbre es el lechero (parece ser que Churchill dixit), es algo que no podemos perder por ningún motivo. Saber cuál es la ley que nos van a aplicar, en cualquier circunstancia, aunque no nos acabe de convencer su contenido, nos da seguridad jurídica y, por ello, podemos ajustar nuestra conducta y prever sus efectos, en todos los ámbitos. Con el Estado de derecho se terminaron la arbitrariedad y el absolutismo. Y tenemos el Derecho como procedimiento, como garantía, para defender, pretender y acordar los cambios que creamos necesarios, en todos los niveles, desde la propia Constitución, pasando por las leyes, hasta los reglamentos o las normas de orientación.

«¿Se puede aceptar que las decisiones más trascendentes se estén tomando en mesas de negociación alegales en el extranjero?»

Entonces, ¿se puede llegar a acuerdos con quienes proponen y defienden que sólo aplicarán lo que ellos consideren adecuado? ¿Se pueden forjar consensos con quienes desprecian los procedimientos legales y quieren imponer los que les parezcan convenientes, sin el respeto de las garantías propias de la toma de decisión democrática, que no puede ser otra que la preestablecida por la ley? ¿Se puede estar de acuerdo con quienes pretenden substituir los instrumentos democráticos representativos por la democracia deliberativa o la democracia directa sin respaldo legal? ¿Se puede aceptar que las decisiones más trascendentes se estén tomando en mesas de negociación alegales en el extranjero? ¿Sería lícito, en democracia, que los gobiernos se formaran con quienes dejarían a la ciudadanía indefensa ante la arbitrariedad?

No creo en las bondades de los cambios que derivan de una concepción de vencedores y vencidos o se fundamenten en el apartheid. Ese cambio ha sido perpetrado excesivamente a lo largo de nuestra historia constitucional. Y ya sabemos con qué resultados. No ha habido, en estos casos, cambio verdaderamente democrático. Aunque nos digan, por ejemplo, desde el Gobierno que se acaba de formar en Cataluña, que se gobierna para todos, basta con ver quienes lo forman y qué acuerdo lo sustenta para constatar que sólo se tienen en cuenta los intereses de ciertos sectores.

Ya advertimos, cuando lanzamos el Manifiesto por un constitucionalismo sin engaños, que votar al sedicente socialismo equivalía a votar nacionalismo. Y así ha sido. Investidura y toma de posesión apartando los símbolos nacionales y europeos, sólo con la bandera catalana. Anuncio de que se va a imponer el refuerzo del catalán en toda la vida pública y privada, lejos de lo que la Constitución, las leyes y la jurisprudencia exigen. Refuerzo de la política exterior de la Generalitat para lavar el procés y legitimar sus resultados. Establecimiento de relaciones entre Estado y comunidad autónoma basadas en el bilateralismo y en un modelo de financiación singular anticonstitucional ¿Sigo? Y todo ello, evidentemente, sin ningún respeto a la ciudadanía no nacionalista, relegada a lo que lisa y llanamente constituye un apartheid derivado de esa concepción de vencedores y vencidos de la que quisimos apartarnos y que ha regresado impunemente.

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