Réquiem de amistad para José María Álvarez
«José María Álvarez creía que la libertad estaba siendo asesinada por la mísera «corrección política», y estaba seguro de que moriríamos con esa libertad, que conocimos»
Cuando su mujer, Carmen Marí, me escribió comunicándome la muerte (nada esperada) del querido José María, el golpe me encontró en México. No podía escribir, pero no podía dejar de pensar en él. Hacía bastante que no nos veíamos, aunque hablábamos muy a menudo por teléfono. José María fue un amigo cercano y querido, muy cómplice en muchas cosas. Desde que nos conocimos en los muy primeros 80 -tarde dentro del grupo generacional- la amistad creció y se hizo feliz. Recordé que en una antología que él mismo consideraba muy regular (la de Castellet) decía haber nacido en 1942 y en Casablanca. Era verdad, pese a haber nacido en Cartagena, Murcia. 1942 es el año de la mítica Casablanca, la película de Michael Curtiz, con Bogart e Ingrid Bergman. José María nació con el cine y el significado de esa película de libertad, que hemos visto muchas veces. Él era, y lo fue siempre, cultura y vida. Y fue muy racional, muy poeta y muy idealista. Así en el famoso viaje en autobús a Venecia -otoño de 1985- en el que estuve homenajeando al gran Ezra Pound. José María nos hablaba del hotel estupendo, que resultó ser -aunque cómodo- poco más que una conveniente pensión. Los grandes hoteles en Venecia son muy caros, y benigna y cariñosamente Álvarez tenía ese mirar quijotesco que ve gigantes y nunca molinos. José María era un gran y efectivo bon vivant que hallaba el lujo imprescindible en sí propio, y no necesariamente en los dorados de fuera, que obviamente admiraba.
«José María Álvarez nació con el cine y el significado de Casablanca, esa película de libertad, que hemos visto muchas veces»
Su casa de la calle Cavafis (lo consiguió) barrio Peral, Cartagena, estaba llena de libros y de objetos en amor de arte y belleza. Detestaba a los trepas y arribistas -¡tantos!- y amaba a los sublimes perdedores, pues sólo pierde de verdad quien mucho tuvo. Por eso en la casa había un uniforme de general confederado -alguna vez le dijimos «General Lee»- y una bandera sudista, la de Dixie. No ocultaba su amor a las mujeres, más bien jóvenes, a los viajes y a la mejor poesía (de Villon a Cavafis o Shakespeare) que tradujo espléndidamente, incluso si necesitó ayuda en el griego moderno. No hizo traducciones filológicas, sino traducciones fieles que seguían siendo en español, alta poesía. Pregonaba su heterodoxia y su gusto por el tabaco y el alcohol -siempre llevaba corbata- con el tono y saber estar de un caballero.
De política hablábamos poco y casi siempre le parecía mala, pero últimamente juzgaba que España estaba en lo peor. Aborrecía todo lo que en este momento nos gobierna:
-No hablemos de esto, Luis Antonio. Nunca hemos tratado con gentuza.
Como muchos fue comunista en su juventud (ahí su desdeñado primer poemario Libro de las nuevas herramientas) y fue tempranero en percatarse de la podre de revoluciones o revolucionarios como Stalin, Castro o Che Guevara: gentuza. Y sus acólitos cercanos, peor si cabe. Detestó el franquismo, amaba la entera libertad del cuerpo y del sexo y creía como Epicuro -pero menos moderado- en la fascinación del placer y de la dicha. Su inaugural gran libro Museo de Cera estaba lleno de citas que no sólo completaban el poema, sino que homenajeaban la plenitud de toda cultura. En la última edición restringida de ese múltiple Museo de cera (2022) me escribió: «Para Luis Antonio de Villena, por tantos años de amistad, cada día más entrañable. Con un gran abrazo José María». Y aunque no tuvieron el eco que merecían, algunos de sus últimos libros son lo más bello y más moderno de nuestra última poesía: Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas (2008) o Música para el funeral de la libertad (2020). Creía, en efecto, que la libertad estaba siendo asesinada por la mísera «corrección política», y estaba seguro de que moriríamos con esa libertad, que conocimos. No, este no es ya nuestro mundo, el mundo de nuestra gente, y vivimos con tristeza y asco su final. Quien tanto había amado París -un emblema cultural de un mundo perdido- decía que ahora estaba desgalichada, descuidada y fea pese al pasado esplendor. Como Marguerite Yourcenar pensaba que «toda dicha es una obra maestra».
Aunque su muerte fue casi inesperada, José María sabía que estaba en el tiempo del adiós. La historia y los poemas se lo certificaban. La vulgaridad del mundo también. Stendhal escribió para los «happy few«. Creía que ahora esos «happy» eran hoy menos aún que entonces… En muchos poemas está su despedida, su bello e irremediable sol poniente: «Brindé/ por el último emperador, aquel chiquillo/ que salió a la batalla despojado/ de sus dignidades, para morir como uno más/ en el ocaso de su mundo, después alcé mi copa/ por el final del mío, y/ por mi fortuna en contemplar la maravilla». Todo es sol poniente, mi querido, y todos nosotros somos ya Rómulo Augústulo. Los bárbaros no son mentira.