THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Alfonso Reyes en Madrid, Valle-Inclán en México

«Un español que no haya visitado México no acabará de entender la verdadera dimensión de su cultura»

Opinión
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Alfonso Reyes en Madrid, Valle-Inclán en México

Ramón María del Valle-Inclán. | Archivo

La historia entre México y España está imbricada, como las escamas de los peces. Personas, palabras, animales y plantas cruzaron el Atlántico de ida y vuelta hasta transformar sus realidades para siempre. Y después el Pacífico, a través del Galeón de Manila, ruta de la primera globalización: Manila-Acapulco-Veracruz-La Habana-Sevilla. Se podría escribir una enciclopedia entera con estos cruces, que hacen imposible entender la historia de cada país sin tener en cuenta la del otro. Del bastón de mando de los pueblos indígenas mexicanos, que viene de los ayuntamientos medievales castellanos, a los cálices y custodias de plata de las iglesias españolas, que vienen de las minas de San Luis Potosí y Taxco, las relaciones son infinitas. Por eso es tan irresponsable que la presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, compre el gratuito y artificial pleito del presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, con España y repita la ridícula exigencia de pedir perdón al rey de España por los excesos de la conquista. Todo es anacrónico y oportunista en ese llamado. Es como si Pedro Sánchez le exigiera perdón a Meloni por el paso de los Escipiones por la Península Ibérica (aunque mejor no demos ideas a la Moncloa y su desesperada necesidad de desviar la atención). 

Los hilos de la trenza que nos une a mexicanos y españoles no se limitan al periodo virreinal, ni mucho menos, porque llegan al presente. Un español que no haya visitado México no acabará de entender la verdadera dimensión de su cultura, y un mexicano que no respete a España no dejará de lanzar pesadas piedras contra su propio tejado. Una historia posible de estos cruces, entre los miles de ejemplos que podrían tomarse, la tenemos con Alfonso Reyes, cuya colosal obra es deudora de su larga década en Madrid, y con Ramón María del Valle-Inclán, incomprensible sin sus dos estancias mexicanas.

Alfonso Reyes definió el ensayo como el centauro de los géneros: «Hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al etcétera». Esa definición se ajusta milimétricamente a la obra del propio Reyes: abierta, de amplísimos intereses, en diálogo lúcido con otros autores y culturas, escrita en una prosa que deslumbró por igual a Borges, Paz y Fuentes y que deslumbra por igual a Vargas Llosa, Zaid y a usted mismo… si lo leyera.

El problema es justamente que la obra de Reyes no es ya transitada con la frecuencia que merece. Las razones de esta ignorancia son pedestres. Desde la cátedra, se le acusa de no ser especialista en los temas que trata, que es como acusar a una liebre de no ser una tortuga. Sin embargo, desafiando el tiempo y las modas, ahí están sus lecturas de Goethe, Quevedo, Dante, Homero, Góngora o Mallarmé. Y, desde la calle, se le ignora por creerlo demasiado libresco y erudito, cuando no hay nada más amable y cercano que sus textos, escritos para discutir con cortesía y sonreír con perspicacia. Reyes puede conmover (Oración fúnebre del 9 de febrero) provocar (Última Tule) o deslumbrar (Visión del Anáhuac). Nunca defrauda. 

Exiliado voluntariamente en España entre 1914 y 1924, mientras México se desangraba en una interminable guerra civil dentro del proceso revolucionario, su paso por Madrid dejó una huella inmensa, como crítico literario y de cine, como animador cultural y tertuliano, como estudioso de los clásicos castellanos y como impulsor del descubrimiento de Góngora, que luego marcaría la Generación del 27 en España. Así como Reyes impactó la vida literaria madrileña, también pasó a la inversa: España lo marcó para siempre. Redacciones de periódico, cafés y encuentros literarios le permitieron, además, hacer una larga seria de amistades y relaciones que serán, una década más tarde, claves para la recepción del exilio republicano español en México. En Cartones de Madrid, librito casi desconocido, Reyes recoge algunas de sus viñetas de vida por Madrid.

Ramón María del Valle-Inclán es un escritor manantial del que no cesan de fluir obras inéditas, anécdotas variopintas, versos opalinos, parlamentos ignotos, duelos de ingenio, lances amorosos con aires de transgresión.

Genio tutelar de la vida bohemia del Madrid de entre siglos, biografiado por Ramón Gómez de la Serna y Francisco Umbral, representado asiduamente en los escenarios de España y Latinoamérica, Valle-Inclán está más vigente que nunca, renovando con cada nueva generación de poetas, dramaturgos y narradores el compromiso con la gracia expresiva, la experimentación formal y la ambición sin miedo.

Incluso, ha tenido suerte en la academia, con estudios tan agudos como los de Margarita Santos Zas y Allen W. Phillips. Con sus largas barbas de chivo, su brazo en cabestrillo y su aura de autor maldito, la imagen de Valle-Inclán se proyecta en el «callejón del gato» y nos devuelve una imagen no deformada sino apolínea.

Creador de una mirada, el esperpento, con Luces de bohemia; de un mundo perdido, la magia de la Galicia rural de su infancia en Flor de santidad y Aroma de leyendas, y de un arquetipo, el galán fanático, con el Marqués de Bradomín de su Sonatas, pocos saben, sin embargo, que fue en México donde encontró su vocación de escritor, de la mano de los poetas modernistas, que además lo acercaron a su primer mentor, Rubén Darío, y que la renovación de las letras españoles que significaron sus obras fue en un inicio un injerto americano.

Más conocido es su segundo viaje a México, ya como un autor célebre, invitado por el entonces presidente Álvaro Obregón (a instancias de su amigo Alfonso Reyes) a sumarse a los festejos del centenario de la promulgación de independencia. Ahí nacerá Tirano Banderas, con la que inaugura la novela del dictador latinoamericano, cultivada después por Miguel Ángel Asturias, Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa. 

El regreso a Góngora lo implantó en España el mexicanito Reyes y la saga novelística de los dictadores la inició un gallego en América. En lugar de pedir perdón, deberíamos todos celebrar nuestros nexos y disfrutar de nuestros vínculos.

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