¿Y todavía pide usted explicaciones?
«Sabido es que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, nunca responde a lo que se le pregunta y que miente con una desenvoltura excepcional»
En uno de los clásicos más populares del cine español, Bienvenido Mr. Marshall, el gran Pepe Isbert interpreta al alcalde de un pueblo castellano que se prepara para recibir con alegría a los norteamericanos que traen dinero a la Europa de la posguerra. La localidad ha elegido el tipismo andaluz como disfraz para seducir a los enviados transatlánticos y, en una escena memorable, el alcalde se enfrenta vestido de corto a la multitud reunida en la plaza. Reacio a decir lo que tiene que decir, borda el prolegómeno evasivo desde un balcón del Ayuntamiento: «¡Vecinos de Villar del Río! Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación. Y esa explicación que os debo, os la voy a pagar…». Pero la explicación no llega, el alcalde repite una y otra vez el mismo parlamento y el empresario al que interpreta Manolo Morán tiene que salir en su rescate.
Me he acordado de la escena en las últimas semanas, cuando se pedía a Pedro Sánchez o a los distintos miembros de su Gobierno que salieran a explicar alguno de los asuntos que han marcado la delirante actualidad política española. Así sucedió con el paseo de Puigdemont por Barcelona y su fuga posterior, asunto sobre el que un Sánchez vacacional ha elegido de momento mantenerse en silencio. También se le han requerido explicaciones sobre las actividades profesionales de su esposa y de su hermano. Y lo mismo puede decirse del acuerdo entre PSC y ERC sobre el concierto fiscal catalán: dada la vehemencia con la que María Jesús Montero había negado que algo así pudiera ser jamás apoyado por su partido, muchos le pedían las correspondientes aclaraciones.
Desde el punto de vista prescriptivo, el ideal democrático conmina a los dirigentes políticos a justificar sus decisiones de manera racional apelando a los intereses generales y buscando el consenso de la mayoría. Ya que vivimos en democracias representativas donde los ciudadanos no deciden por sí mismos, sino que eligen a quienes lo hacen por ellos, la justificación pública de las decisiones políticas resulta ineludible: aquellos tienen el derecho —no escrito— a saber por qué sus representantes adoptan tal o cual decisión. Solo así pueden la oposición y la opinión pública formarse una idea respecto de la agenda política del gobierno, sometiéndola a escrutinio y crítica.
Ni que decir tiene que cualquier observador imparcial de la política española se sonreirá ante tan nobles principios. Sabido es que el presidente del Gobierno nunca responde a lo que se le pregunta —si no le gusta lo que dice el periodista le reprocha hacer «preguntas valorativas», como hizo con Fernando Garea— y que miente con una desenvoltura excepcional. Porque miente cuando dice que el concierto fiscal no afectará a la igualdad entre españoles y miente cuando acusa al juez Peinado de someterle a una persecución inédita en la historia de la democracia. Claro que tampoco a María Jesús Montero se la vio muy apurada cuando mostró su apoyo sobrevenido al concierto fiscal: donde dijo no, ahora dice sí y asunto resuelto. Será mejor no pedir a Sánchez que salga a hablarnos de la fuga de Puigdemont; dirá lo que le convenga y se irá por donde ha venido.
«Cuando la palabra ha sido degradada por medio de la mentira, la idea misma de dar explicaciones pierde su sentido»
¿Para qué molestarse entonces en preguntarnos qué dirá el Gobierno sobre tal o cual asunto? Cuando la palabra ha sido degradada por medio de la mentira y los conceptos han pasado a carecer de significado por responder únicamente al interés coyuntural de quien los maneja, la idea misma de dar explicaciones o presentar una justificación pública de las decisiones políticas pierde su sentido. Se acuerda uno de aquel pecio de Sánchez Ferlosio: «El que quiera mandar guarde al menos el último respeto hacia el que ha de obedecer: absténgase de darle explicaciones». Pero incluso afirmar tal cosa sería, en las actuales circunstancias, una ingenuidad.
Y es que cuando el Gobierno sale a justificar sus decisiones de manera inverosímil —recurriendo a datos falsos o difundiendo un relato sin encaje con los hechos observados— no se dirige al conjunto de los ciudadanos, sino solo a la parte del electorado cuyo voto necesita para seguir gobernando. Dado que esos votantes solo necesitan sentirse bien, cualquier cosa les vale: incluso el bullshit que produce sin cesar quien decidió allá por 2018 que tocaba hacer de su necesidad virtud. Ahí seguimos.