Surf, percebes y turistillas temerarios
«Valiente mameluco quien aterriza en tierra ajena, y ni se digna a preguntar a los locales por sus miedos y costumbres. El mundo sigue viviendo en los pormenores»
En este recalentado verano, en el que alguien parece haberse dejado la puerta del horno abierta, tuve la honra y suerte de pasar unos días en Galicia. Es una tierra verde, verde aguacate-oxidado, la gallega. De los aledaños de las carreteras, manadas de trasgos podrían acecharte a la espera de sus lunáticas travesuras. También la salpica una mar que da gusto. El aguachirri mediterráneo, como una placenta, rara vez despierta el estimulante rayo que atiza hasta el flirteo con la parada cardiaca. Masoquismo revitalizante. Tampoco le hace las mismas cosquillas a las deidades marinas. En el finisterre, los altísimos de agua y sal dejan su benignidad a un lado, pateando olas y corrientes que bautizan agresivas las costas. El sacramento idóneo para cabalgar un gran supositorio plano de corchopan que el océano, según le venga, recibe agradecido en recto o con mala uva.
Pues en estas que aparqué yo con mi cohete de poliuretano -alquilado-, dispuesto a hacer eso que llaman surf, con poca idea y menor sesera. Arrastraba la precaria confianza del chulillo foráneo, del sobrado que asiente rápido cuando le explican, porque ya me las había visto antes haciendo de barrilete cósmico sobre las olas. Dos ensayos previos (en las playas de Gijón), creí, me daban el diploma de acuático amazono maño. De Gran Kahuna del Ebro, que es el único agua que conocí en mi infancia, a parte de la de la bañera. Y de pardillo, visto lo que sucedió, no bajo.
Por listo, me hundí en la parte menos conveniente de la playa. Por pánfilo, desconocía –preguntar, ya sabemos, es cosa de cobardes, de iletrados; de zoquetes- que las corrientes cruzaban impidiendo la ruptura y los maretazos, imprescindibles para no ser arrastrado al naufragio interior, eran inservibles pedos de buzo. Por cretino, los constantes calambrazos del mar me arrastraron hasta casi rozar, con la punta de los pinreles, una formación rocosa astillada plagada de contornos que eran cuchillas. Si creer en Dios no ha sido un don que haya recibido, si fue, en aquel instante, una tentación total. Me vi con el cráneo agujereado, igual que una pala de pádel, y como protagonista de uno de esos titulares enervantes sobre temerarios domingueros que la cascan por falta de buen juicio y preparación. Los mismos que invitan a susurrar en voz baja para uno mismo, contra la empatía de la tragedia: «Si es que se lo merecía… por tonto».
Esquivé el inminente revolcón con los percebes -y el neopreno algo orinado- de milagro. Una ola espontánea; gratuita, como un genuino estornudo de Poseidón, me alejó de las rocas. Quizás ser un cínico materialista, pensé, no te exime del cariño de los dioses. Alcancé la playa con los músculos agarrotados y la cabeza aturullada, por fortuna, todavía en su sitio. Devuelta la tabla y recuperada la compostura, me reuní con mis camaradas de viaje. Había prevista, para aquella tarde, una excursión a una zona acantilada, donde contemplar la caída del sol. Todos se vanagloriaron con la experiencia del atardecer. Salivaron los allí presentes frente a tan extático tentempié de belleza. A mí, personalmente, me importó un carajo.
El recueste del lorenzo, la mantada que tanto emociona a moñas e instagramers, me trajo absolutamente sin cuidado. Por un momento, temí que mi corazón, habiendo vacilado con el cortocircuito, hubiera perdido el vigor de la sensibilidad. Contra lo que suele decirse que provoca en las personas oler el aliento de la Parca, me preocupó que ahora sólo latiera por costumbre. Cumpliendo vagamente con su hábito, terco pero mediocre, de hacerme sobrevivir.
«Cometí el pecado, que tanto me indigna cuando veo en otros, de creerme colono de allí a dónde voy»
A pesar de esa flemática actitud, no dejé de pensar en mi suerte. Estaba allí, como quien dice, de chiripa. Me abofeteé mentalmente por mi arrogancia. Valiente mameluco quien aterriza en tierra ajena, y ni se digna a preguntar a los locales por sus miedos y costumbres. Cometí el pecado, que tanto me indigna cuando veo en otros, de creerme colono de allí a dónde voy. Un fanfarrón envalentonado, afectado por el peor de los individualismos, al que la globalización turística le ha colado que cualquier lugar ha de estar a su disposición, y no al contrario.
Llegó la hora de la cena. De los allí presentes, había personas locales, conocedoras de la zona, que propusieron vivamente un plato de percebes. De los percebes, visto lo cerca que anduve de sumarme a su amorramiento al peñasco, y de una irracional repugnancia infantil hacia esos pequeños prepucios prehistóricos, estuve tentado de pasar.
Pruébalos, haznos caso, son de aquí y merece la pena, dijeron. Volví así al momento de caminar por la playa, la tabla de surf colgada del brazo como un cadáver vaciado, repleto yo de orgullo y pretensiones. Indiferente a la opinión de quienes, de haber sido menos imbécil, más humilde y respetuoso, me hubieran evitado el susto mortal. Asentí a los percebes, barriendo la presuntuosidad de la que, momentos antes, había hecho tan malograda gala.
«Llegar a lo ignoto como si fuera la plaza de tu pueblo, es una catetada de órdago»
Basta decir que mis recientes temores se esfumaron. La emoción, a la que temía haberle perdido el punto, afloró maciza. ¡Qué maravilla de insectos marinos! Que gratificantes pipas de mar desfilaban a trompicones por mis labios, regresando las ganas de disfrutar a mi corazón. Agradecí, satisfecho, la insistencia de los allí presentes. Bendito el consejo y la experiencia de quienes saben lo que se dicen, en un lugar desconocido. Y benditos esos falos costrosos sin los que, tal vez, hubiera pasado el resto del viaje con la gracia enjuta y el morro torcido.
¿Fueron las lecciones de aquella experiencia algo insólito? Desde luego que no. Va de calle que llegar a lo ignoto como si fuera la plaza de tu pueblo, es una catetada de órdago. Con riesgos vitales, por cierto. Pero no está de más recordar, de vez en cuando, que el mundo, por pequeño que parezca bajo el espejismo de las redes, a golpe de vuelo o gasolina, sigue viviendo en los eternos pormenores. Y que la carrera olímpica por visitar cada lugar como si fuera una extensión extranjera de nuestros caprichos y arrogancias, desentendidos de lo que provocamos al llegar -o de donde acabaremos-, ha de frenarse cuanto antes. Entiendo que respeto la palabra idónea. Respeto por lo desconocido, por quienes lo habitan. Y, ahora sí lo manifiesto, por los percebes gallegos. Que bien merecen una oración, sin importar que uno sea ateo.