Así se aniquila la libertad de expresión
«La cultura política española, en general, no atiende a los individuos. Los derechos del sujeto importan poco. La colectivización es el enfoque dominante. En consecuencia, los discursos de todos los partidos son colectivistas»
El control de la opinión pública en línea no es sólo una aspiración del Partido Socialista español, es una pretensión que atraviesa Europa. De hecho, podría decirse que el 16 de noviembre de 2022 la libertad de expresión en Internet recibió el golpe de gracia, porque ese día entró en vigor la Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés) de la Unión Europea.
En virtud de la DSA, las grandes plataformas como Twitter, Facebook e Instagram están obligadas a eliminar rápidamente el contenido ilegal, el discurso de odio y la denominada desinformación. De lo contrario, se enfrentan a multas de hasta el 6% de sus ingresos globales.
No es una simple regulación: es una estructura de control
A diferencia del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), la DSA ha sido pensada, más que como una regulación, como una estructura de vigilancia con enormes capacidades de aplicación incorporadas, como, por ejemplo, un organismo de control interno con más de 100 empleados a jornada completa, además de trabajadores y expertos nacionales contratados para supervisar las operaciones de las grandes plataformas.
Esta estructura de vigilancia además será sufragada por las propias plataformas, pagando hasta el 0,05% de su facturación anual global a la Comisión cada año. Es decir, la Comisión no sólo se ha arrogado el poder de obligar a las tecnológicas a eliminar aquellos contenidos que considere nocivos, sino que además les obliga a correr con los gastos de su vigilancia. Un negocio redondo. Primero creas una alarma sobre la actividad de determinadas compañías, después alrededor de esa alarma generas una estructura de puestos y colocaciones y, finalmente, endosas la factura a las propias compañías.
Un detalle alarmante es que la DSA no será supervisada por un regulador independiente sino por la propia Comisión. Esto significa que la Comisión será al mismo tiempo juez y parte. Además, en una enmienda de última hora se añadió un «mecanismo de gestión de crisis» que otorga a la Comisión el poder de determinar si existe tal «crisis», definida como «un riesgo objetivo de perjuicio grave para la seguridad pública o la salud pública en la Unión». Lo que abre la puerta a abusos de poder potencialmente enormes.
«La Comisión se ha arrogado la facultad de obligar a las redes a para poner coto a lo que los tecnócratas consideran inaceptable»
Pero la DSA no sólo otorga a la UE inmensos poderes de censura, también supone una gravísima elusión tecnocrática de la responsabilidad democrática. La Comisión Europea no es un órgano sometido al sufragio de los europeos. Sin embargo, se ha arrogado la facultad de obligar a las plataformas a vigilar Internet para poner coto a lo que los tecnócratas de la UE consideran discursos o desinformación inaceptables. De esta forma, un puñado de burócratas podrá imponer sus valores al resto. Si esto lo hiciera un gobierno nacional, al menos podríamos votar en su contra. Pero no es el caso. Esto es completamente diferente.
La DSA ha sentado un peligrosísimo precedente en el sentido de que el contenido en línea ahora ya puede ser regulado sin apenas cortapisas y sin que medie ninguna institución independiente, lo que está siendo aceptado como principio por los gobiernos nacionales y por buena parte de las sociedades europeas. Como resultado, la libertad de expresión en Internet está prácticamente muerta, aniquilada por la Ley de Servicios Digitales de la UE.
Censores a izquierda y derecha
Antes los españoles mirábamos hacia Europa, confiados en que allí encontraríamos la sensatez que demasiado a menudo falta en nuestros gobernantes. Pero eso era ayer. Hoy nuestros políticos más autoritarios se frotan las manos con la DSA. El terrible asesinato de un niño de 11 años que durante días alimentó la retórica más incendiaria en las redes sociales de un puñado de extremistas y sinvergüenzas está siendo utilizado como pánico moral para justificar la trasposición de los aspectos más peligrosos de la DSA a España.
Sin embargo, como apunto al principio de este artículo, el control de la opinión pública en línea no es sólo una aspiración del Partido Socialista y sus peligrosos aliados, también el Partido Popular está de acuerdo. Ante la propuesta del fiscal de Sala contra los Delitos de Odio y Discriminación, Miguel Ángel Aguilar, de que se modifique el Código Penal para evitar que las redes sociales sean un altavoz de la xenofobia, el encargado por parte del PP de valorar esta propuesta, el portavoz adjunto en el Senado, Antonio Silván, ha dicho que «es de sentido común». Y ha añadido: «Cualquier medida que trate de atajar, atenuar, disminuir y suprimir esos planteamientos, a través de cualquier medio, serán apoyados y bien recibidos por el PP».
«Lo peor es que muchos españoles seguramente estén conformes. De lo contrario, el PP, que sólo tiene ojos para las tendencias y nunca para la política, no se habría lanzado en plancha a esta piscina autoritaria»
Con todo, lo peor es que muchos españoles seguramente estén conformes. De lo contrario, el PP, que sólo tiene ojos para las tendencias y nunca para la política, no se habría lanzado en plancha a esta piscina autoritaria. Ocurre que nuestro problema con la democracia no radica tanto en la distinción izquierda o derecha como en la distinción entre colectivistas y no colectivistas. Desgraciadamente, España es un país bastante más propenso al colectivismo y, por tanto, a defender privilegios que a defender derechos individuales.
«El ciudadano está extrañamente cómodo en un discurso en el que no se le respeta a título individual sino como parte de un colectivo, y como parte de un colectivo le gusta estar en aquel en el que puede exigir y reclamar», advertía Ángeles Ribes Duarte, ex Ciudadanos, en un podcast que grabamos recientemente. Y me temo que tiene razón.
Peligrosamente colectivistas
La cultura política española, en general, no atiende a los individuos. Los derechos del sujeto importan poco. La colectivización es el enfoque dominante. En consecuencia, los discursos de todos los partidos son colectivistas.
El ciudadano Juan, de 69 años y jubilado, existe en tanto que forma parte del colectivo pensionistas. Fuera de esa identidad prácticamente es invisible. Apenas un número de la Seguridad Social. Cuando los políticos hablan a Juan no se dirigen a él, apelan a su colectivo. El colectivo pensionistas es el depositario de los derechos de Juan. Fuera de ese paraguas, Juan, como individuo, está expuesto a la arbitrariedad colectivista.
«Si María se rebela contra el ‘colectivo mujer’, no sólo renunciará a sus ventajas, también quedará expuesta a represalias»
Si, por ejemplo, Juan emite en redes sociales opiniones controvertidas que, de alguna manera, son consideradas ofensivas por determinados, claro está, colectivos, la libertad de expresión del ciudadano Juan de 69 años podrá ser cuestionada.
De igual forma que Juan, Paco, de 30 años y homosexual, gozará de determinadas ventajas si se sume en el colectivo LGBTI+ y renuncia a su individualidad en favor de una identidad colectiva que aglutina determinadas preferencias sexuales. También la ciudadana María, de 28 años y consultora, podrá acceder a supuestas ventajas competitivas si se sume en el colectivo mujer. Aunque María sea una persona con capacidades de sobra para tener una carrera exitosa, deberá renunciar a su singularidad y apostar por la colectivización para no desperdiciar las ventajas competitivas que los políticos otorgan al colectivo mujer. De hecho, si María se rebela contra su disolución dentro del colectivo mujer, no sólo renunciará a sus ventajas, también quedará expuesta a represalias.
Existen infinidad de colectivos en los que alistarse. De hecho, se crean constantemente. Unos son minoritarios, otros más nutridos y otros pueden abarcar a la mitad de la población, como es el caso del colectivo mujer. Pero sea cual sea el tamaño, todos los colectivos tienen un denominador común: prometer derechos (en realidad, privilegios) que siempre, de alguna manera, van en detrimento de los derechos individuales o incluso los sacrifican.
Pero, claro, una sociedad colectivista y poco amiga de la libertad individual necesita crear colectivos espejo contra los que afirmarse. A estos otros colectivos los individuos no accederán voluntariamente sino que serán alistados a la fuerza. Bastará para ello cualquier discrepancia o cuestionamiento de la verdad colectivista del momento. Así se creará, por ejemplo, el colectivo fascista, el colectivo negacionista, el colectivo xenófobo o el colectivo homófobo. A todos estos otros colectivos les corresponderán también derechos específicos, aunque indeseables, como el derecho a ser señalado, excluido, cancelado y, en general, privado del reconocimiento de derechos individuales… como la libertad de expresión.