THE OBJECTIVE
Gabriela Bustelo

La secta de la democracia

«En las democracias veteranas, los líderes son tan receptivos a las opiniones de la ciudadanía que pueden cambiar de conducta casi en cuestión de minutos»

Opinión
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La secta de la democracia

Gus Walz, hijo del candidato del Partido Demócrata a la vicepresidencia de EEUU, llorando durante el discurso de su padre en el DNC. | Carol Guzy (Zuma Press)

No hay jefe de campaña que pueda inventar la escena del hijo de Tim Walz gritando «¡Ese es mi padre!» con el rostro bañado en lágrimas. Ideologías aparte, conseguir espontáneamente uno de estos momentos de verdad durante un acto político es el sueño dorado de todo experto en comunicación. 

Recién iniciado el discurso del Número Dos de la candidatura de Kamala Harris, cuando el aspirante a vicepresidente por el Partido Demócrata hablaba en Chicago ante 25.000 personas, su hijo menor Gus se levantó del asiento, señaló al escenario donde estaba su padre y empezó a aplaudir, esbozando un gesto inimitable de alegría y orgullo filial. Las redes se volvieron locas en tiempo real, mientras la prensa compartía el video con titulares como «¡No te pierdas al hijo de Tim Walz en la Convención Demócrata!». Doy fe que ver las imágenes sin ojos humedecidos se antoja una proeza.

Gus Walz nació en octubre de 2006, tiene 17 años y el año pasado sacó el carné de conducir, pese a sufrir un Trastorno de Aprendizaje No Verbal, que le dificulta asimilar conceptos abstractos y reconocer pautas sociales. Donald Trump y sus secuaces ya le están poniendo motes chungos y riéndose de él a carcajadas, porque la polarización como estrategia electoral consiste en ejercer la política como una bronca de macarras que compiten en salvajismo verbal. Ahora bien, el equipo trumpista sin duda se habrá planteado cómo igualar o superar el momentazo Gus Walz, cuya potente simplicidad probablemente haya dado al equipo demócrata miles de votos. 

Apenas unas horas antes, en el mismo polideportivo de Chicago, hubo otro acto comunicativo de alto impacto. Una mujer con dotes notables para la oratoria dio un discurso esmeradamente preparado, pero cuyo efecto resultó tan natural como las exclamaciones del joven Gus Walz. La abogada retirada Michelle Obama siempre usa la misma fórmula: apelar a vínculos históricos nacionales y a objetivos comunes de los estadounidenses con un vocabulario llano y una actitud interactiva —tartamudeo impostado, interjecciones populacheras, segunda persona— que logran atrapar al público, porque todos los presentes entienden sin demasiado esfuerzo lo que dice. 

Comparemos esta voluntad democrática de hacerse entender por toda la ciudadanía con nuestro chorreo diario de parrafadas y tertulias sobre el lawfare, con ese análisis pedantesco de sentencias judiciales de 500 páginas en un lenguaje pomposo cuya finalidad parece ser convencer al lector de su incapacidad mental. O esas referencias sabiondas a la Constitución española —abstrusa de por sí—, como si el fontanero o la camarera que trabajan diez horas al día tuvieran la obligación de conocerla y fuera culpa suya no conseguirlo. O esas declaraciones altisonantes de los líderes españoles sobre arcanos como el consorcio fiscal, el sistema de concierto singular, la mayoría social, la inmersión lingüística o la ingeniería globalista. ¿Hay algo más antidemocrático que un blitz frenético de palabros incomprensibles para la mayoría del gentío contribuyente?   

«Si algo caracteriza a los políticos españoles es que no interactúan ni con el electorado que los vota y financia con sus impuestos ni con la oposición»

Búsquese en los cincuenta años de postransición española alguna escena política semejante a la apabullante naturalidad de Gus Walz o a la llaneza superdemocrática de Michelle Obama (o incluso de Donald Trump en versión reverso tenebroso). Si algo caracteriza a los políticos españoles —con un poder colosal durante este medio siglo de democracia novata— es que no interactúan, ni con el electorado que los vota y financia con sus impuestos, ni con la oposición. Rajoy tal vez haya sido el máximo exponente de este distanciamiento, en las antípodas de un gran funcionario público. Pero el plúmbeo «No es No» de Pedro Sánchez encapsuló durante meses la autoridad omnímoda y unilateral que los políticos ejercen en España sin cortapisas. 

En las democracias veteranas como Estados Unidos o Reino Unido, los líderes son tan receptivos a las opiniones de la ciudadanía que pueden cambiar de conducta casi en cuestión de minutos, dependiendo del runrún popular que genere su última actuación. Esta hipersensibilidad política no es nueva ni propia de nuestros tiempos. Julio César entró en política en el año 65 a.C. como edil y llegó a ser cónsul y emperador, enfocando toda su carrera de modo interactivo: siempre atento a la opinión pública. Paradójicamente, en España fueron más asequibles y comunicativos los políticos primerizos como Adolfo Suárez o Felipe González —y Leopoldo Calvo-Sotelo, que escuchaba pacientemente a todo quisque— que cualquiera de los endiosados líderes posteriores.

¿Por qué es hoy más difícil entender a nuestros políticos y a nuestros intelectuales que descifrar las instrucciones de un wifi?, se pregunta el lingüista canadiense Steven Pinker. Muy sencillo, responde. Una conducta opaca por parte de un personaje público es una opción voluntaria. Y antidemocrática, añadiría George Orwell.

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