THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Las Olimpiadas del PIB

«Sócrates distinguía entre la apariencia de felicidad que al ciudadano le procuraban los atletas y la felicidad pura que él había despertado a través de la conciencia moral»

Opinión
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Las Olimpiadas del PIB

Ilustración sobre las antiguas olimpiadas. | Freepik

Concluidas las Olimpiadas, llegó la hora del recuento de medallas, feliz para algunos países y amargo para otros. En España, los medios se han dedicado a lamentar el pobre resultado de nuestros deportistas patrios argumentando que el PIB de la nación exigía como mínimo unos veintisiete metales. Nada ilustra mejor la farsa de los deportes agónicos que este tipo de cálculos, prueba de que su épica esconde un burdo chanchullo; la pretendida pureza del ocio, un sucio negocio. ¿Dónde quedó la exaltación del espíritu olímpico, el consuelo de que lo importante es participar (risas enlatadas), el goce desinteresado del atleta? Como en los grandes bodorrios, al final cuentan sobre todo esos balances mercantiles ante la expresión cariacontecida del gimnasta que llevaba cuatro años preparándose para desposarse con la gloria. Ya advirtió Ortega que el origen del Estado había que buscarlo en las primitivas fratrías juveniles dedicadas a la competición y al saqueo y contra cuya fuerza bruta tuvo que organizarse la polis para sobrevivir.

Entre las innumerables diferencias que separan las modernas Olimpiadas de las antiguas, destaca el detalle de que en estas últimas no había más recompensa para el ganador que una corona de olivo hecha de una rama, cortada por un adolescente con una hoz de oro, del árbol sagrado que estaba en Olimpia junto a la estatua de Zeus. Robert Graves escribió un estupendo poema sobre su origen para las Olimpiadas de México en 1968, recordando que el kótinos se inventó en una ceremonia anterior al dominio de Zeus y Hércules, en Argos, para una carrera de vírgenes bajo la presidencia de Hera, probablemente como tránsito a la edad núbil. Para algunos helenistas, la corona es el símbolo que demostraría que tras los juegos olímpicos se esconden viejos ritos de sucesión regia, contiendas para ocupar un trono vacante. 

Sea como sea, lo cierto es que la ausencia de premios en los juegos olímpicos ya llamaba la atención en la Antigüedad entre los pueblos vecinos. Cuenta Herodoto que el rey Jerjes I, después de la batalla de las Termópilas, preguntó por qué había tan pocos griegos defendiendo el desfiladero. Y la respuesta fue que aquel verano, el del año 480 a.C., se estaban celebrando unas competiciones olímpicas. El persa preguntó entonces qué se llevaban los ganadores. Cuando supo que solo se les daba una corona de olivo, Jerjes se escandalizó, diciendo que quienes hacían de la excelencia, antes que del dinero, la finalidad de una competición no eran aptos para la guerra. El mismo Jerjes también se había sorprendido, curiosamente, de que los griegos se congregaran en unos espacios comunes y vacíos –las plazas– para conversar y discutir, sin ninguna finalidad estratégica o comercial. Era el origen de la polis. La falta de recompensa en el deporte y la inutilidad de la palabra pública son dos de los legados de la Grecia clásica que más se han pervertido en la modernidad.

También es verdad que en Grecia los atletas triunfantes gozaban de algunos privilegios, como por ejemplo el derecho a comer gratis en el Pritaneo de por vida. En griego, el verbo athleo significa propiamente «competir por un premio». Así que en el fondo toda actividad deportiva está ligada al agón, a la lucha que acaba pervirtiendo el ejercicio para convertirlo en un medio al servicio del triunfo. Ferlosio dedicó buena parte de su vida intelectual a desmontar las ocultas estructuras agónicas que a su juicio subyacían a la constitución del poder en Occidente, reivindicando la libertad de los «juegos anagónicos» que, como la danza o el toreo, descartan la recompensa y privilegian el disfrute del practicante, metáfora a su vez de una concepción de la existencia liberada del yugo del destino. 

«Toda actividad deportiva está ligada al agón, a la lucha que acaba pervirtiendo el ejercicio para convertirlo en un medio al servicio del triunfo»

Durante su juicio, Sócrates se refirió a la cuestión de la recompensa para tratar de defenderse. En uno de los párrafos más vibrantes de la Apología, Platón recoge la justificación que su maestro, ante el tribunal que iba a condenarle a muerte, hace de lo que ha sido su actividad a lo largo de su vida, aquello que a su entender se opone de forma absoluta al merecimiento de la pena capital. Sócrates escoge para ello la palabra skolé, que puede traducirse por tiempo libre, ocio, lo que en latín sería otium y se opondría a negotium, que en griego era askolía. De skolé, sí, viene escuela, estudio, el tiempo en que estamos –o estábamos– a salvo del negocio. Sócrates pregunta a los magistrados si él merece morir por haberse negado a dedicarse a las ocupaciones de la mayoría: el mercadeo, la hacienda familiar, las luchas y alianzas de partidos, todo aquello, en definitiva, que hoy se enseña en los colegios y las universidades. Su contribución, dice, ha consistido tan solo en intentar persuadir a cada uno de que tratara de ser mejor y de que se preocupara por el bien común de la ciudad. Luego eleva el tono y se pregunta:

«Así pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que requiere ocio (skolé) para exhortaros? No hay nada que le recompense más, atenienses, que ser alimentado en el Pritaneo, con más razón que si alguno de vosotros ha salido victorioso en las Olimpiadas, en las carreras de caballos, de bigas o de cuadrigas. Pues ese, el vencedor, os hace parecer ser felices, mas yo, en cambio, os hago felices. Aquel no necesita el alimento, yo sí lo necesito».

El juicio de Sócrates ilustra del modo más elocuente la tensión entre el ocio y el negocio que recorre toda nuestra historia política y cultural. La condena a muerte por parte de la ciudad al filósofo supuso su expulsión de la polis y el principio de la clásica hostilidad hacia la política por parte de la filosofía, así como la imposición de un concepto de la vida como competición e inversión que aguarda al final el trofeo, la mentalidad retributiva que todo lo pudre. Sócrates tenía razón cuando distinguía entre la apariencia de felicidad que al ciudadano le procuraban los atletas y la felicidad pura e intransitiva que él había despertado en sus interlocutores a través de la conciencia moral. Bastaba ver, en estas pasadas Olimpiadas, la carita de una inolvidable gimnasta cuando, después de haber exhibido su destreza en una serie de prodigiosas acrobacias, aguardaba el veredicto de la puntuación y se veía descabalgada del podio por haber puesto, al caer, un pie fuera de línea. Todo lo que había sido felicidad del cuerpo en danza, lanzado a los aires por la gracia del propio arte, quedaba de pronto escarnecido por el tintineo del metal que desaparecía tras la cortina, la corona birlada del PIB.

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