THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

El bazar de la historia

«La fatal conjunción de ideología e ignorancia da como resultado una profunda anomalía histórica, cuando no un esperpento cultural: el anacronismo»

Opinión
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El bazar de la historia

Ilustración del tiempo. | Alejandra Svriz

La fatal conjunción de ideología e ignorancia (son compatibles, e incluso, a veces, suman) da como resultado (las matemáticas no son opinión) una profunda anomalía histórica, cuando no un esperpento cultural: el anacronismo. En lengua vulgar, el anacronismo sería algo así como juzgar los hechos del pasado con la mentalidad del presente. Vivimos la apoteosis del anacronismo. Un contradios, o mejor, un contra el tiempo: «Algo que no se corresponde o parece no corresponderse con la época a la que hace referencia». También, un pensamiento fuera de lugar, o también, algo impropio de la época de que se trata, o «error consistente en confundir época o situar algo fuera de su época»; también, dislocar la Historia

El término es analepsis, pero vete a contarles a estos, ya sabemos todos quienes, lo que significa. Como si les importara el rigor en la Historia. Cierto es que, con Benedetto Croce «toda historia es historia contemporánea», pero, en fin, hay maneras, hay rigores, hay cierta vergüenza torera a la hora de afirmar chorradas de corte histórico. Lo recordaba Tomás Pérez Vejo en ABC este verano: «No sé de qué chingadas habla Urtasun cuando dice descolonización», y recordaba, para mayor vergüenza de Urtasun y López Obrador, ya puestos: «México es el país de América con más ciudades Patrimonio de la Humanidad. Todas son ciudades virreinales». Pero, cuidado, que el lector no piense que nos adentramos esa jungla de asfalto que es la guerra cultural. Allá los (h)unos y los (h)otros (Unamuno). No. Porque en una guerra, y si no lo saben todavía bueno será recordarlo, pierden todos. 

No. Aquí la cuestión es un debate de otra índole. Es el rigor o la demagogia. Perdida la dignidad moral ya, qué les importa proclamar el chorradismo como divisa de actuación. Respecto a la cuestión de, por ejemplo, las estatuas y edificios, si leyerán, sí, es pedir mucho, pero…si leyeran a un historiador tan solvente, equilibrado y documentado como Mauricio Tenorio en su La historia en ruinas. El culto a los monumentos y a su destrucción (Alianza Editorial, 2024) o al documentadísimo, inteligente y maravillosamente escrito de Daniel Rico ¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio, democracia (Anagrama, 2024) un ensayo que deberían ser de lectura esencial para entender lo que ocurre con el festival de las estatuas y demás, o atendieran a uno de los filósofos más relevantes hoy, y tiene mérito ser filósofo y ser relevante, tal y como está el patio, Giorgio Agambem cuando recuerda que «la desintegración de Occidente es, literalmente, la disolución progresiva e imparable del nudo que mantenía unidas la vida y la muerte, la verdad y la mentira, la libertad y la esclavitud, lo legítimo y lo ilegítimo, la guerra y la paz, el dialecto y la lengua gramatical, que de esta manera se volverán indiscernibles». Algo, sólo algo, de los citados retendrían. Pero en ésas estamos. 

«Claro que cada generación lee la Historia de acuerdo a su mentalidad. Lo que no había ocurrido de manera tan grosera e ignorante es tratar de cambiarla»

Claro que cada generación lee la Historia de acuerdo a su mentalidad. Ha ocurrido desde Homero. Lo que no había ocurrido de manera tan grosera e ignorante es tratar de cambiarla, de manera tan chusca, tan esperpéntica, tan berlanguiana. Lo que fue, fue. Y mucho de lo que fue, aquí y allá, no nos gusta nada de nada. Pero está en los responsables de la ejemplaridad pública (éste es otro asunto extraordinariamente tratado por Javier Gomá, que da para otros días) separar los hechos de las interpretaciones, guiar, o preservar a los ciudadanos a realizar una lectura democrática para que determinados hechos no se repitan, pero no ocultarlos, taparlos como si no hubieran sucedido o como si la Historia no fuera un referente de lo que ocurrió, de las circunstancias en que ocurrieron los hechos y los comportamientos y de la mentalidad que se erigía como predominante en esos momentos. Trampas, ni al solitario. 


Convertir la Historia en un bazar de las sorpresas, o peor, en un juego de voluntades ideológicas, que para colmo «rechazan cuanto ignoran» (Antonio Machado) es una irresponsabilidad manifiesta, propia de iluminados con limitadas luces y demasiadas sombras. La Historia no es un bazar en busca de arañar votos o voluntades, la historia es la esencia de lo que fuimos, de lo que somos y el más demoledor aprendizaje de lo que podremos ser. Cuando el anacronismo se instala en los discursos oficiales, en los libros de texto, en las tertulias mediáticas, en ese contenedor que son las redes sociales, como racimo, cae al común de los ciudadanos. Entonces el error brutal ya está hecho y recuperar la razón, el sentido común y, sobre todo, la vergüenza se hacen casi, sólo casi irreversibles. No es una cuestión académica, o política, o de batallita cultural, es una cuestión de contundente convivencia democrática, sin adjetivos.

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