THE OBJECTIVE
Alejandro Molina

Anonimato en las redes y 'chilling effect'

«Nadie querría ver a X o Facebook en la tesitura en la que Beaumarchais colocaba en 1778 a su Fígaro metido al oficio de editor»

Opinión
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Anonimato en las redes y ‘chilling effect’

Una persona mira sus redes sociales en el móvil | Gilles Lambert (unsplash)

Sabido es que, con ocasión del trágico homicidio de Mateo, el chiquillo de Mocejón, no pocas alimañas que actúan en ‘X’ han alimentado xenófoba y falsariamente la imputación de la autoría de tan inasumible crimen a los inmigrantes que en el pueblito citado viven acogidos. Al socaire del episodio, salió el Fiscal de Sala de la Unidad de delitos de odio de la fiscalía general del Estado apuntando a la necesidad de acabar con el «anonimato» de quienes utilizan las redes sociales. Se despertó así una -a mi juicio- infundada alarma social, por cuanto parecía sugerir que el usar un alias en ese entorno dotaba impunidad a sus usuarios, permitiéndoles, por vacío o laguna legal, eludir sus responsabilidades penales cuando incurrieran en delitos de aquella naturaleza.

Se ha abierto de esta forma un debate, un tanto estéril, a favor o en contra del citado anonimato, pues se identifica la situación con la posibilidad de una actuación oculta, amparada en un inexpugnable incógnito, que sería lo que propiciaría la comisión de este tipo de delitos por precisamente no poderse determinar a su autor. Pero claro, una cosa es que los usuarios emitan sus opiniones bajo un alias o nickname, sin revelar su real identidad (nombre y filiación) en la red, y otra distinta que quien opera en dichos entornos no pueda ser perfectamente identificado por la autoridad a través de los metadatos que quedan registrados las plataformas: la dirección IP desde la que se conectó a internet, su geolocalización y el minuto y segundo exacto de su interacción. Porque se entienda el concepto: Norma Duval se llama en realidad Purificación Martín Aguilera, y nadie diría que actúa desde el anonimato. Bien que a su puerta llamó una vez Hacienda, sin problema ninguno.

Descartado que exista un verdadero anonimato garante de impunidad en las redes, merece la pena detener la mirada en dos cuestiones. La primera, de dónde provendría la cuita del ministerio público sobre el presunto «anonimato» de los usuarios de las redes; y la segunda, dado que el foro en el que tiene lugar hoy el debate público se ha desplazado en gran medida desde los medios de comunicación tradicionales hacia el ágora virtual de las plataformas, la cuestión de si la previa exigencia de identificación oficial vía DNI, NIE o pasaporte, podría provocar un indeseable chilling effect en los ciudadanos que contraponen sus opiniones a través de las redes. 

Con respecto a la primera cuestión, es decir, la preocupación de que no haya contenidos «anónimos» que se difundan, interesa recordar que no es hasta 1700 que en Inglaterra se levantó el rígido régimen de licencias de prensa que no permitía ninguna publicación que no fuera acompañada de un permiso -censura previa- otorgado nominalmente por la autoridad. Como escribiera John Milton «cuando los delincuentes pueden marcharse al extranjero sin un guardián, los inofensivos libros no pueden aparecer sin un carcelero visible en su título». Es así que en la centuria siguiente la libertad de imprenta se articula mediante la supresión de la exigencia de licencia previa con una condición: que quien firma, imprime y publica un texto se identifique, autorizándose la publicación sin censura a cambio que en ella se recoja un ‘pie de imprenta’ identificatorio, asumiéndose la responsabilidad por el contenido de lo impreso. A ello responde la mancheta, todavía vigente en España y que estableció la vetusta ley de prensa de 1966 («En las publicaciones periódicas se hará constar, además, el día y el mes, el nombre y apellidos del Director, el domicilio y razón social de la empresa periodística y la dirección de sus oficinas, redacción y talleres»), que tiene su trasunto en la responsabilidad penal en cascada, que hace responder por orden de forma escalonada a los que hayan redactado el texto, a los directores de la publicación o programa en que se difunda, a los directores de la empresa editora, emisora o difusora, y, en último lugar, a los directores de la empresa grabadora, reproductora o impresora.

Así las cosas, es comprensible que, siendo indudable que internet y las plataformas que en ella operan son un medio de difusión o de comunicación pública, los poderes públicos quieran trasladar a este ámbito el régimen de identificación que rige para los medios de publicación tradicionales. Cuestión distinta es que, dada la multiplicidad de intermediarios o proveedores de servicios que intervienen en la difusión de contenidos por internet, no sea posible aplicar a esos actores las categorías de personas enumeradas en el Código Penal, razón por la cual se pone el acento en la necesidad de asegurar la fácil y rápida identificación del autor por su DNI, obviando a los demás escalones de la cascada, arguyendo para ello que el primero goza de un anonimato impune que, como se ha dicho, no es tal.

Con respecto a la segunda cuestión, la relativa a los efectos desalentadores que en el dinamismo del debate podría tener la exigencia de identificación vía DNI o similar, conviene antes precisar fugazmente el concepto. Proveniente de la jurisprudencia estadounidense que atemperó la rígida aplicación de las leyes del mccarthismo, el concepto de chilling effect fue recepcionado en Europa para referirse a la indeseable posibilidad de que una norma, dictada o aplicada de determinada forma, pueda disuadir o desalentar a los ciudadanos de ejercer un derecho fundamental como es el de expresión, llevándoles a la autocensura en cuestiones de crítica política por temor a que su opinión se considere una extralimitación que sea en consecuencia sancionada. En otras palabras, la percepción de que el riesgo de que un juez o una autoridad interprete como ilícita una crítica ácida o incómoda es tan serio que quien va a expresar esa opinión pueda dejar de hacerlo si sabe que Facebook o X pueden facilitar su real identidad, coartando así el ánimo de participar libremente en el debate público que se produce en las redes.

En el caso de España, aunque la exigencia de registro vía DNI sea irrelevante a la hora de poder identificar al usuario de las redes, tengo para mí que ese expreso requisito formal sumado a la acusada aleatoriedad e impredecibilidad de los tribunales cuando se somete a su enjuiciamiento este tipo de opiniones, haría plausible en el imaginario colectivo de los usuarios de redes un efecto desalentador a la hora de expresarse libremente, máxime cuando se trata de opiniones que frecuentemente son legítimamente incómodas, expresadas en el contexto de multilaterales debates encendidos y propios de la inmediatez de las plataformas. 

En definitiva, en lo que creo que sí que hay consenso es en que nadie querría ver a X o Facebook en la tesitura en la que Beaumarchais colocaba en 1778 a su Fígaro metido al oficio de editor, y cuyo texto, por su clarividencia e ingenio, no me resisto a transcribir: 

“Me dicen que se ha establecido en Madrid un sistema de libertad en la venta de los productos que alcanza a los de prensa. Según él, con tal de que no hable en mis escritos del Gobierno, ni de religión, ni de política, ni de moral, ni de los funcionarios, ni de las corporaciones influyentes, ni de la ópera, ni los demás espectáculos, ni de nadie que se relacione con algo, puedo imprimirlo todo con entera libertad, bajo el control de dos o tres censores.  Para disfrutar de una libertad tan grata, anuncio un papel periódico, y, creyendo que no pisaba el terreno de nadie, lo titulo DIARIO INUTIL. ¡Pues sí! Veo alzarse contra mí mil pobres gacetilleros; me prohíben el diario y heme aquí otra vez sin oficio…”.

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