Los ojos enceguecidos
«¿Puede sostenerse una sociedad cuando la idea de una ciudadanía común ha sido sustituida por el narcisismo banal y corrosivo?»
Un día, ya en las postrimerías de su vida, el novelista y ensayista monárquico francés Georges Bernanos escribió sobre el final de la civilización. Era lo que le preocupaba por muchos motivos. Vivía exiliado en Brasil, arruinado y deprimido. Desconfiaba de la modernidad, de la democracia, de los totalitarismos, de la tecnología. Hay algo en su furia que recuerda las invectivas de Léon Bloy o el desencanto de Joseph Roth. Ya había escrito en Mallorca su mejor libro –Diario de un cura rural– y había conocido –también en la isla– el horror de la guerra y el brutal anhelo de sangre de los asesinos. Aquel que ha descubierto al hombre sin alma –explicaba Jean Améry a propósito del Holocausto– difícilmente puede creer en el ser humano. Si es la belleza lo que nos salva, entonces esta belleza es hija de una determinada cultura o, si se prefiere, de un determinado modelo de humanidad. Anotó Bernanos en Brasil: «Una civilización no se derrumba como un edificio; sería mucho más exacto decir que se vacía poco a poco de su sustancia, hasta que no queda más que la corteza. Con más exactitud, podría decirse que una civilización desaparece con la clase de hombre, con el tipo de humanidad, que ha salido de ella».
No es lo único que se derrumba así. Sin la consistencia de una interioridad compartida, ceden las familias y las naciones, los credos y las esperanzas; y, especialmente, cede la libertad, sobre la que se asienta la vida en común. La libertad para Bernanos –escribí en una ocasión– es el reino de la conciencia, del respeto escrupuloso al amor personal (como fuente moral de auténtico servicio y entrega), del deber y de la honra (como principios incluso superiores al derecho). Y, por eso mismo, Bernanos descree de esa gran ficción de una cultura que se sostenga sobre «la esterilización vasta, inmensa, universal de los grandes valores de la vida».
Me interesa menos aquí reflexionar sobre la crítica a la modernidad de Bernanos que preguntarme por este colosal vaciamiento y por sus consecuencias en nuestra sociedad. ¿Se puede reducir la cohesión de un país a un entramado de leyes y de instituciones sin otro vínculo aparente que el administrativo o las ventajas que pueda aportar un Estado del bienestar ya ni siquiera tan generoso como antaño? ¿Puede sostenerse una sociedad cuando la idea de una ciudadanía común ha sido sustituida por el narcisismo banal y corrosivo o por las reivindicaciones identitarias como únicos valores alternativos? Son preguntas que invitan al escepticismo. Porque la crítica rápida pasa por argumentar que nunca el pasado ha sido un lugar mejor. Y siempre habrá buenas razones para defender que hoy se vive mejor que ayer, solo que distinto. La incomodidad del conservador, se dirá. Pero estas críticas son tan superficiales como las de signo contrario. Por supuesto, nada dramático sucede a corto plazo hasta que ya es demasiado tarde y el mundo se torna irreconocible. Es el caso, por ejemplo, de los católicos desde el aggiornamento de los años sesenta hasta hoy. El resultado lo conocemos de sobra y lo ha resumido de forma magistral José Jiménez Lozano en Los ojos del icono: «Lo que tenemos que decidir es si esos iconos y su belleza emiten y pueden emitir señales significativas, pero también si no es un espantoso juicio sobre los habitantes de las torres de cristal del sistema el hecho de que esa belleza no resulte significativa ni devastadora: que los ojos del icono hayan quedado enceguecidos».
Y esos ojos eran los de nuestra cultura y de nuestra civilización.